En cuestiones de salud, las Primeras Naciones han tenido siempre un tratamiento integral del “che”, de la persona como ser. La sanación física y mental en su conjunto son tratadas de diversas maneras por una o un machi. Es una persona que posee el don, que llega mediante pewma, sueños donde sus ancestros le transmiten el kimún, el conocimiento del hombre y la naturaleza para encontrar en ese complemento la sanación a las dolencias del cuerpo y del alma.

Hubo un hombre que se involucró seriamente con la salud intercultural. El platense Arturo Philip, psiquiatra egresado de la Universidad Nacional de La Plata, vivió una experiencia con resultados asombrosos durante los 70 y 80. Philip fue el primer psiquiatra graduado en la UNLP en esa especialidad en 1975.

Todo comenzó en 1974, cuando hubo un concurso de la carrera hospitalaria en la provincia de Buenos Aires. Era a unos cuantos kilómetros de su ciudad natal, en Carmen de Patagones. El hospital Neuropsiquiátrico llevaba muchos años funcionando con una gran cantidad de pacientes internados. Siempre que llega un médico nuevo al pueblo, se le acercan los vecinos para tantearlo en su carácter, para saber de dónde viene y para contarle cosas del lugar, hablarle de los pobladores y las costumbres del lugar.

Carmen de Patagones es tierra ancestral mapuche. Allí la comunidad, cuando los médicos no podían encontrar la cura para una determinada dolencia, la iban a ver a la machi, una sanadora mapuche llamada Dominga Ñancufil (Ñancu: águila, Filú: víbora). Recién en 1979, el nuevo médico la pudo conocer y se encontró con que Dominga era una mujer de mediana edad, inteligente, sabia, paciente y poseedora de la sabiduría máxima de su cultura. Tenía el poder de la sanación integral, con sus yuyos, con su canto, con su palabra y con sus pewma, sus sueños.

En 1980, Philip asumió la dirección del hospital y una de sus medidas fue el de conocer a la familia de los pacientes, visitar los parajes rurales más alejados de la ciudad, hablar con los pobladores, conocerlos. Tuvo una idea que después se desarrollaría en todo el país, que fue la de abrir las puertas de los neuropsiquiátricos para que los pacientes no estuvieran aislados y pudieran salir a integrarse en la sociedad, visitar a sus familiares o que los visiten distintas instituciones. El resultado de la experiencia fue tan positivo que se hizo desde la institución un documental llamado “La puerta abierta”. Los pacientes comenzaron a ser vistos como actores de su propio drama y en el contacto con la comunidad sintieron por primera vez reconocimiento y respeto.

Durante la guerra de Malvinas fueron muchos los mapuche que tuvieron que ir a defender la soberanía. Dominga Ñancufil, la machi, convocó a su comunidad para hacer nguillatún, una gran ceremonia de rogativa sobre una lomada, y Philip fue uno de sus invitados. En el Réwe, el lugar de la pureza con las banderas plantadas, se pidió por las familias, se derramó el muday fermentado para darlo a la madre tierra y se rogó protección a los jóvenes alzando las manos al sol.

Ese nguillatún, para Arturo significó un cambio de enfoque en su propia profesión.

Doña Dominga Ñancufil, tercera desde la izquierda, en una rogativa.

En el Hospital el empeoramiento de un enfermo mapuche derivó en una experiencia inédita en la zona. El psiquiatra decidió proponerle a Dominga incorporarla a su equipo de salud para tratar el caso de ese joven, llamado César. Él fue el nexo que uniría por un largo tiempo dos mundos distintos, dos culturas completamente diferentes. Por supuesto que Dominga aceptó, pero con la condición de verlo a César en su casa. El hombre de 31 años llevaba cinco años internado. Manifestaba esquizofrenia tipo catatónica, no quería comer. A pesar de que el hospital contaba con colaboradores que trataban de animarlo mediante la actividad artística, con títeres, César se mantenía en un estado de profundo autismo, se quedaba recostado o se daba vuelta para cerrar los ojos y quedarse en posición fetal. Se lo alimentaba con suero y lo poco que relataba de su vida era que tenía un “daño”, que hasta los 18 había sido normal pero después todo cambió por eso.

Philip lo llevó en una camioneta que tenía el hospital a lo de Dominga. La machi le hizo algunas preguntas en castellano y en mapuzungún. Por primera vez en varios meses, César miró a alguien a los ojos. Dominga invitó al equipo médico a retirarse para quedare a solas con él. Al cabo de algo más de una hora, César salió de la casa de la machi, se subió solo a la camioneta y dijo: “Dominga dijo que voy a estar bien, tengo que hacerles caso a ustedes y tengo que comer”.

El cambio de César fue notable. A partir de allí quiso sentir y hablar, y ante la pregunta del psiquiatra sobre qué diferencia había entre Dominga y el médico del hospital, César respondió: Resulta que Dominga va a lo espiritual y los médicos van más a la carne. Dominga me guía por la vida... yo hubiera puesto toda mi capacidad y mi inteligencia en el porvenir de mi raza, la india. Yo espero que mi raza se reproduzca en cualquier cantidad de personas, que ellos sepan defenderse tanto en la pobreza como en la tristeza…” Al médico, que trataba de disimular su sorpresa y la emoción, enseguida se le vinieron a la cabeza los otros pacientes. Se preguntó si la sanación de la machi daría resultado con alguien de la otra vereda cultural, la vereda wingka. Entonces decidió que debía intentarlo.

“Norma” tenía 32 años, no era indígena. Su vida transcurría por períodos de agresividad y cuadros de excitación. Decía que tenía a su propio padre adentro del cuerpo, que jamás podría amar a nadie, porque él no se lo permitiría. Había que hablar el tema, por que  para ese entonces el equipo de salud del Hospital Neuropsiquiátrico de Patagones, se había ampliado y estaba conformado por médicos, enfermeros, actores y actrices con títeres y música, un teólogo cuya iglesia quedaba a unas pocas cuadras y que estaba a cualquier hora para dar una mano en lo que fuese, un psiquiatra, sociólogos, pasantes y una machi.

Después de debatir varias horas, el equipo resolvió que, para el caso de Norma, debían utilizar la misma concepción mítica de la paciente, es decir que estaban dispuestos a hacer un “exorcismo”. Ahí es donde el hospital se les llenó de preguntas después de leer “Una neurosis demoníaca en el siglo XVII” de Sigmund Freud. ¿Quién ocuparía el lugar de exorcista?, ¿Un médico?, ¿Un cura? ¿Por qué no el pastor? Después de un largo silencio en el que todos le esquivaban al rol, la voz de Dominga se alzó diciendo, "Yo lo voy a hacer ¡ ma vale! Quien iba a ser si no?" Fueron entonces a reunirse con Norma para que diera el consentimiento y, mediante técnicas psicodramáticas con un yo director y dos yo auxiliares más diez residentes de psiquiatría que se encontraban haciendo las pasantías de testigos, de pronto Norma comenzó a vociferar ¡La casa blanca! ¡la casa blanca! Una y otra vez. 

Dominga, sorprendida. contó que cerca de la loma donde se realizaban los Nguillatún, de vez en cuando aparecía una casa blanca. Que si uno estaba atento podía verla e introducirse en ella, pero debía ser cuidadoso porque existía el peligro de desaparecer con ella. Una madrugada fría y oscura, todo el equipo de salud se subió a un pequeño  y viejo Jeep rumbo a lo inesperado, lo inusual, la locura, pero que como síntoma podía salvarle la vida a Norma. Luego de estar al lado del fuego donde la machi cantó con su kultrún, le habló a la naturaleza y al alma herida, todos fueron testigos de un episodio trascendental y sanador.

Cinco meses más tarde, Norma se retiró del hospital para no volver nunca más, formó pareja y tuvo dos hijos.

No tuvo un final feliz esta historia. Luego de que fueran convocados a un congreso de Psiquiatría en Buenos Aires para contar la experiencia, y todo el equipo decidiera presentar una obra de teatro en la que participaban todos, incluidos los que habían sido pacientes, el equipo se disolvió. Ante denuncias injustificadas, el municipio tomó la iniciativa de despedir a todos los médicos, las patrullas rodearon el hospital y las autoridades comunicaron a todos los profesionales que también tenían invalidados sus títulos. Las razones eran varias. Algunos colegas y vecinos veían con malos ojos que los internos tuvieran la libertad de salir cuando quisieran del hospital, se puso en duda el profesionalismo, molestaba la presencia mapuche y se habló de mera "brujería".

Dominga Ñancufil se quedó en su localidad y falleció en 1992, a los 54 años. Ese año la justicia de la provincia de Buenos Aires, ante un juicio iniciado por Arturo Philip al municipio, le daría la razón al médico. Philip tuvo que emigrar a Francia y falleció en octubre de 2015 a los 67 años. El teólogo Guillermo Sabanes, quien actualmente vive en Viedma y fue parte del equipo de salud, no deja de recordar con profunda emoción todo lo aprendido y lo vivido con Dominga, y lo que significó revolucionar un psiquiátrico mediante el encuentro de dos culturas en favor de la salud mental.

Arturo dejó escrito en su libro “El Hospital Bizarro” que “es posible que en aquel lejano paraje de Yaminhué, donde participé y también sujeto y objeto de esa ancestral ceremonia llamada Nguillatún, me haya topado con la puerta a otra dimensión. Esto no significa, al menos hoy, una consideración de tipo esotérico. Simplemente hablo de otra dimensión para designar el límite entre la propia cosmovisión y el comienzo de una manera diferente de estructurar la realidad, otra forma de ver las cosas".

"La sensación (Subjetiva) era la de estar frente a otra realidad, sorprendente, atemorizante y a la vez seductora. De un lado, la concepción familiar del mundo, que incluso me había llevado hasta allí, pero que ya no me acompañaría. Del otro lado, ese nuevo mundo, que parecía como absolutamente desconocido y ni siquiera era el mismo".