Se estrenó recientemente una nueva temporada de una de las series más esperadas del año y no, no hablamos de “The Bear”, “House of the Dragon” o “The Boys”: estamos hablando de Bridgerton. Sí, la serie de época de Netflix ambientada en el Londres de la regencia, que sigue las historietas amorosas de miembros de familias nobiliarias y su desesperación por encontrar el “amor verdadero” sin caer en la pobreza. (En lo posible).
Bridgerton, que es una de las series más vistas de esta plataforma, es el placer culposo de quienes aseguran tener un paladar sibarita para el cine de autor y son miembros de MUBI. Aún así, ahí lxs tenés: deglutiendo hasta las 5 AM con los ojos como dos huevos duros capítulo tras capítulo, con desesperación por descubrir las intrigas detrás de este culebrón aristocrático. Una serie tan adictiva y cringe como empalagosa. Por momentos, algunos pseudo conflictos dan tanta verguenza ajena que una siete la necesidad imperiosa de sacar los ojos de la pantalla pero, aún, así, es imposible no volver a darle play. ¡Oh, Lord! ¿Qué diría Lady Whistledown?
¿Qué tiene Bridgerton que nos fascina tanto?
Hecho a la medida del romance
No hace falta explicar por qué, desde que asumió Milei, estamos viviendo en uno de los peores de los mundos posibles. Las distopías post capitalistas de ultraderecha que nos respiran en la nuca, se ven reflejadas no solo en nuestra existencia misma, sino también en productos de consumo masivo. Series y películas multipremiadas que son un espejo de estas coyunturas. Nos encantan, son adrenalínicas, son vigorizantes; pero cuando apagamos la pantalla, queda la sensación de que están más cerca de nuestra realidad de lo que quisiéramos.
Pero para alegría de todxs lxs enamoradxs del amor, para eso llegó Bridgerton: para canalizar nuestras ansias de una válvula de escape que nos evada de nuestras rutinas cada vez más mundanas, precarizadas y limitantes. Si sentarse con una amiga a tomar un café se convirtió básicamente en un lujo para sojeros, no nos queda otra que vivir la emoción desde lo adyacente. Con vocación de folletín, Bridgerton es una experiencia inmersiva que nos deposita en un tiempo-espacio diametralmente opuesto al nuestro. (Lo cual, nos sirve).
Una dimensión paralela de palacetes, campiña inglesa, vestidos corte princesa, tocados, tules, sedas, hilos de oro, tiaras, diamantes, abanicos de plumas, miradas indiscretas detrás de la ligustrina, banquetes con pastelería francesa en bandejas de plata, cacerías, bailes, tés, capelinas, chaperones, sirvientes, carruajes; romances prohibidos, sexo a escondidas (una amiga de esta cronista recomendó esta serie específicamente por las escenas hot). Príncipes, duques, condes, pedidos de mano, mucho gossip y una falta evidente de ESI.
El dato: la banda de sonido, que incluye canciones de Ariana Grande y Taylor Swift reversionadas estilo Mozartl le da el toque (cringe).
Es tan soñado que ni siquiera vemos gente pobre, que nos recuerda que la miseria y desigualdad social existen en este mundo. Porque, aunque empatizamos con los problemas de gente rica de los protagonistas, a la postre si hacemos zoom out, podemos observar que ellos no son menos parásitos que cualquier patrón de estancia autóctono de doble apellido. Es como si los Bridgertons existiesen en el vacío.
De vez en cuando, aparece algún plebeyo explotado para meter un pequeño bocadillo que nos señala que, por supuesto, Bridgerton es la vidriera de un parque de diversiones sustentado por el yugo de obreros hacinados. Pero como diría Jorge Macri, Bridgerton es una ciudad limpia (de pobres).
Es que, finalmente, estamos hablando de gente cuyos intereses pasan por tocar el pianoforte, cabalgar por los prados, hacerse vestidos, sacarse el cuero y ser un nido de víboras. ¡Ah! La buena vida. Eso nos lleva a otra de las fantasías escapistas más fascinantes de la serie. El (no) problema del racismo.
El fin del racismo: ¡Bridgerton lo hizo!
Sí, Bridgerton es una serie tan buena que terminó con el concepto de raza.
Una de las características que más llaman la atención de Bridgerton es que, justamente, los protagonistas de la nobelty, empezando por la mismísima reina de Inglaterra, son personas racializadas. Es que la serie está ambientada en un universo paralelo inglés sin racismo (aparente); sin sociedades esclavistas, sin colonialismo, sin lucha de clases. El duque de Hastings es negro, la reina también, la esposa de Lord Bridgerton es hindú, and so on.
Pero, ¿por qué hay vizcondes negros siendo atendidos por sirvientes blancos? Bueno, la serie no especifica demasiado. Al parecer, la reina de Inglaterra (negra) se casó con el rey (blanco) y el amor es una fuerza tan poderosa, tan poderosa, que blancos y negros finalmente vivieron en armonía como resultado de este matrimonio. Y como muestra de eso, la reina les regaló títulos nobiliarios a las personas negras y así todos fueron felices. ¡Fin del racismo! El esclavismo es el gran elefante blanco en la habitación y es difícil de digerir, realmente. Pero, ¿por qué pensar en tráfico de humanos cuando podemos soñar en ser una Lady Bridgerton? Para eso una paga internet.
Roscas de ayer y hoy: ¿qué nos dice Bridgerton del 2024?
Más allá de los tules, encajes, macarons y confesiones libidinosas, Bridgerton es una serie más sobre el presente de lo que nos gustaría pensar. A pesar de que supuestamente plantea una sociedad londinense post-racial, donde las personas racializadas portan títulos nobiliarios, esas familias están en una situación de evidente fragilidad. Por ser “nuevos aristócratas”, tienen que hacer un esfuerzo por legitimar su estatus social.
Por otro lado, está el tema del gossip. (Atención: SPOILERS). La revista de chimentos de Lady Whistledown es el motor que impulsa la serie. ¿Podemos leer esta subtrama como una metáfora de las redes sociales y el exitismo aspiracional?
En Bridgerton, los protagonistas están obsesionados con salir en el folletín de Lady Whistledown como forma de validación social; sin embargo, un paso en falso y podrían ser el blanco de esta panelista enmascarada de la high society. De hecho, en varias oportunidades, vemos cómo los caídos en desgracia son condenados al ostracismo de un momento al otro, como si se tratase de un reflejo de la cultura de la cancelación.
¿Y quién está detrás de la misteriosa Lady Whistledown? Penélope Featherington, que en la “vida real” es un fantasma que pasa por debajo del radar porque no es "linda" ni codiciada. Pero, cuando escribe desde el anonimato, Penélope es un troll que mueve los hilos de los chismes y las fake news de la aristocracia. Y hasta tiene más poder que la reina. Ojo.
Luego, está el tema del género. La sociedad que plantea esta serie es, fundamentalmente, clasista, patriarcal, moralista e hipócrita. Sin embargo, la verdadera dinámica de poder está constituída alrededor de matriarcados, donde ellas organizan sus fuerzas secretas, para asegurar alianzas que les permitan sostener su estatus social.
Las matriarcas son las verdaderas CEOs de las casas nobiliarias. Porque los varones, en su mayoría, están rotos o en su defecto, son unos inútiles mantenidos. ¿Y el feminismo? La única que parece interesarse por ese tema es Eloise, pero su feminismo es blanco y neoliberal: a pesar de que la convoca genuinamente romper con los roles de género, falla al no poder vincular la matriz patriarcal con la desigualdad de clases. Para sorpresa de nadie.
Aún así, ¿quién nos quita lo bailado y las escenas hot entre Kate Sharma y Sir Anthony? ¿O el beso que Penélope le imploró a Colin una noche de luna llena con los ojos llenos de lágrimas, porque tenía miedo de morir sin nunca haber besado a nadie?
En definitiva, como dice una amiga de esta cronista, Bridgerton nos demuestra que es más fácil terminar con el racismo a través de la fantasía del amor romántico, que con la lucha de clases. Al fin y al cabo, ¿qué es una Lady sin su ejército de sirvientes?