Durante mis años tiernos, creí que el apellido de mi vecino era Parco. El viejo parco no hablaba con nadie, pero era muy respetado por todos, sabía llevar sus pesares estoicamente, como medallas no deseadas prendidas a su espalda. Era el único mortal que no sacaba sillas, entre los muchos que elegían esperar la noche sentados en la vereda, su umbral tan alto como extraño para un barrio que nada sabía de inundaciones, le bastaba para sentarse cómodamente a la par de su soledad, dispuesto a vencer los fantasmas de las últimas horas del día, las más largas, las más terribles. 

En un tiempo de techos con pocas antenas, el chismerío se limitaba a los habitantes de la zona. Mi información era mala, de baja intensidad, adquirida mediante el ejercicio de parar la oreja ante cuchicheos femeninos perfumados con aromas de cocina. Según lo recabado, el viudo se había refugiado en su taller de cromado desde el día en que su única hija fue internada en un manicomio a causa de un surménage, ocasionado por estudiar obsesivamente las matemáticas. 

El adicto al trabajo, sólo abandonaba el mameluco los días domingos en horario de visitas. Para matar cualquier amenaza de tiempo libre, fabricaba facones artesanales o afilaba gratis cuchillos y tijeras a las amas de casa del barrio, negándose a cobrar por dicho servicio pronunciando siempre la misma frase, "hay cosas que no se compran…hay cosas que no se venden".  

Sobre su luminosa bicicleta plateada, pedaleando parejo, cortando el aire con un tango silbado, una tarde de sol, mientras me encontraba jugando a la sombra del lapacho con un envase vacío de cartón, en el cual juntaba tierra que dejaba caer a modo de lluvia sobre la raíz expuesta, fui sorprendido por su voz gangosa comentándome al pasar, "excelente trabajo el que realiza el piloto a cargo del helicóptero, cargando agua de la laguna y arrojándola sobre el bosque incendiado". 

Esa misma noche esperé que iniciara su ceremonia silenciosa para acercarme hasta él con el fin de saber cómo diablos había adivinado la trama de mi juego imaginado. Después de alegrarse por haber acertado, me confesó sobre su estricto entrenamiento invisible, basado en la observación, con el único fin de no perder la imaginación, juego sanador y necesario para no dejar morir al niño que todos llevamos dentro. A modo de ejemplo, señaló la luna llena con su dedo índice y me dijo que no sólo podía ver al burrito sentado en el medio del círculo luminoso con la misma intensidad que lo veía yo, también podía sentir que el asno lunar lo acompañaba hasta el kiosco cada vez que iba a comprar cigarros. 

A partir de ese momento lo empecé a sentir mi amigo, nuestras charlas se fueron incrementando, podíamos hablar de igual a igual, él sentado y yo parado, de cosas que no me animaba a conversar con mis padres. En una oportunidad le revelé mis pocas ganas de asistir a la escuela debido a los gritos y coscorrones que regalaba mi señorita diariamente. 

A la mañana siguiente, mientras tomaba distancia de mi compañero en la rígida fila diaria, con mi brazo extendido sobre su hombro derecho, pude observar a mi vecino hablando con mi docente en la puerta del aula. Nada dije durante algunas noches sobre su visita secreta, pero a causa del rotundo cambio en el modo de enseñar por parte de mi educadora, no tuve más remedio que preguntarle sobre el contenido de su charla con mi segunda madre. 

Me aclaró que con la humildad propia de quien sólo cursó hasta cuarto grado y la seguridad de sentirse graduado, a fuerza de vivencias, en ciertas cosas de la vida, se animó a recordarle que los verdaderos maestros no pegan ni gritan, los mejores ni hablan siquiera, a la vez que no dejó de rogarle que desistiera de convocar a los fantasmas del miedo a su sala, sus efectos paralizan, espantan la fantasía, producen ladrillos idénticos, carentes de imaginación, generan un alumnado tan uniforme y opaco como un cielo sin estrellas. 

Cuando le pregunté si había conocido algún maestro mudo, con movimientos simultáneos de cabeza y cejas me señaló el ejemplar florido, orgullo de nuestra cuadra. Luego de un prolongado silencio y visiblemente emocionado, definió a los árboles como seres sensibles e inteligentes, que ante el frío pierden sus hojas, se meten para adentro, resisten, esperan primaveras para renacer, no se quejan, esconden las penas en sus raíces para transformarlas en flores sin rencores, viven y dejan vivir, repiten su ciclo de vida incansablemente, no necesitan hablar porque no saben mentir, enseñan la perfección con el ejemplo. 

A mi barrio lo demolieron sin piedad. Otras casas de umbrales chatos y rejas altas hoy dibujan el extraño paisaje. Entre calles atestadas de autos y aceras sin peatones ni rayuelas, el viejo maestro de madera sigue dictando clases silenciosas a vecinos ausentes, refugiados en cavernas platónicas. 

Si bien hace mucho tiempo que no juego con tierra, de tanto en tanto, busco en mi alacena de recuerdos vivos, una jarra de cristal con rostro de mujer, recojo palabras desde un mar de letras para después arrojarlas en forma de metáforas sobre un fuego artificial que amenaza con incendiar todo mi bosque nativo de inocencia e imaginación. Aunque no me lo crean, algunas de las noches en las que me acerco a la orilla de mi río para ver subir despacio la luna chorreando agua desde un horizonte de islas, como una bandera de paz con su burro fileteado en humo, veo y escucho entre las primeras sombras, una bicicleta blanca, como una señal, una luz buena que se mueve al compás del chiflido de una flauta de pan, rozada por los labios de un afilador de penas.

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