¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Si ése no hubiera sido el título de la novela más difundida de Philip K. Dick (que dio origen a Blade Runner, la película de Ridley Scott) bien podría haber sido el de Lo and Behold: ensueños de un mundo conectado, el documental de Werner Herzog estrenado en el último Festival de Sundance y que tiene como tema las infinitas derivaciones, tanto positivas como negativas, de la red de redes y las realidades artificiales que se expanden exponencialmente a través de ella. Una vez más, como tantas veces antes, en sus ficciones y en sus documentales, lo que le interesa a Herzog de esta nueva exploración son los sueños. Los sueños de sus entrevistados o de sus personajes (¿se acuerdan de Kaspar Hauser soñando con una caravana en el desierto?), y en este caso de la propia Internet. “¿A esta altura, puede Internet soñar consigo misma?”, le pregunta Herzog a un científico, con su ya característico inglés, teñido por su sombrío acento alemán. Y la respuesta no es muy diferente a la que proponía la novela de anticipación de Philip K. Dick, que por cierto aparece citada de manera literal en el film.
No deja de ser una paradoja que Hacia el infierno, el otro documental que Herzog estrenó también este mismo año, se pueda ver actualmente online por la señal Netflix (ver nota aparte), mientras que Ensueños de un mundo conectado, producido por la compañía de ciberseguridad NetScout, sea el que llegue a partir de hoy a la cartelera porteña. Porque si Into the Inferno es lo que los europeos suelen llamar un documental “gran formato”, rodado alrededor del mundo y con impactantes imágenes aéreas de volcanes en erupción, Ensueños... en cambio está claramente concebido para la televisión, con una estructura de diez capítulos y centrado, en esencia, en una serie de entrevistas realizadas entre cuatro paredes.
Claro que las entrevistas de Herzog no son, stricto sensu, lo que se diría periodísticas (con lo cual el film se aleja de la idea de “reportaje”) y los entrevistados, como es costumbre en su cine, son peculiares, por decir lo menos. Eso queda claro con el primero de los muchos especialistas consultados, el pionero Leonard Kleinrock, que en medio del sancta sanctorum de la UCLA, allí donde –después de recorrer “unos pasillos repugnantes” (Herzog dixit)– se guarda la histórica computadora que en 1969 envió el primer mensaje a otra, el hombre la emprende a golpes de puño contra la máquina, para probar la fortaleza y durabilidad del producto.
Aunque algunos parezcan más sensatos, serenos y centrados que otros, se diría que Herzog siempre encuentra en los científicos –ya sea en los de Encuentros en el fin del mundo (2007) o en los de La cueva de los sueños olvidados (2010)– una cualidad que no suele asociarse con ellos. Son soñadores parece decir Herzog, visionarios capaz de imaginar futuros inimaginables y convertirlos en realidad. O de alcanzar eso que el director alemán ha denominado acerca de su propio cine una “verdad extática”: el éxtasis de la verdad. Muchos de ellos incluso pueden ser tildados de locos, de inadaptados, y fracasan en sus sueños. Pero no por eso Herzog los va a excluir de su film. Todo lo contrario. Allí está para probarlo ese ermitaño que vive recluido en una casa flotante y que para la misma época en que los laboratorios de la UCLA daban el puntapié inicial de lo que hoy conocemos como Internet él pretendía desarrollar un tipo diferente de comunicación universal, a través del agua. Y lo sigue intentando...
Eso fue en los comienzos. En el presente, Herzog encuentra todo tipo de desafíos, amenazas y conflictos éticos en Internet y el mundo híper conectado. ¿Qué sería de la belleza del fútbol si en el 2050 unos robots llegaran a jugar mejor que “Messi, Ronaldo y Neymar”? (Parece difícil imaginar a Herzog como aficionado al fútbol, pero es él quien los nombra, mientras expone unos aparatos ridículos y a su simpático creador, que dice amarlos). En el tercer capítulo, titulado “El lado oscuro”, Herzog planta su cámara frente a un matrimonio estadounidense que parece una versión actualizada del de “American Gothic”, el famoso cuadro de Grant Wood. Son ellos quienes declaran que “Internet es el mal absoluto, el Anti-Cristo”. Y tienen sobradas razones para decirlo: su hija murió decapitada en un accidente automovilístico y las fotos filtradas de la investigación forense se viralizaron en la red de un modo morboso, obsceno. “No pensamos que podía haber tanta maldad en el mundo”, afirman horrorizados.
Su reverso son quienes viven alegres y felices en una zona de los Estados Unidos sin ningún tipo de conexión que no sea la música country hecha entre vecinos o la conversación cara a cara. Sucede que allí hay un sofisticadísimo laboratorio de radioastronomía, dedicado a captar las más leves señales del universo exterior, y por lo tanto están absolutamente prohibidos Internet y los teléfonos celulares, para no interferir con esa tarea. Y hacia allí se dirigen quienes todavía quieren disfrutar de un mundo analógico. O quienes tienen que hacer una cura de desintoxicación, porque su adicción a la red los empujó al aislamiento y al borde del suicidio.
El costado apocalíptico de Herzog, que fue más común en sus comienzos en los años 70 (Todos los enanos empezaron pequeños, Fata Morgana), y que alcanzó algunas cumbres notables, como Lecciones sobre la oscuridad (1992), acerca ese infierno sobre la Tierra que eran los pozos petrolíferos en llamas luego de la guerra de Irak, asoma aquí en el capítulo “El fin de la red”. En él, una geofísica tatuada como para ir a la guerra recuerda que así como el sol es nuestra fuente de vida también puede ser muy destructivo. Y que sus radiaciones, cuando son muy potentes, pueden afectar todas las comunicaciones terrestres, como ya sucedió en 1855, cuando unas erupciones solares incendiaron, literalmente, a los aparatos de telégrafo, la Internet de entonces. Y que sólo es cuestión de esperar a que eso vuelva a suceder. “Y si Internet desaparece, la gente no recordará como vivía antes de la red”, acota el profesor Lawrence Krauss, un cráneo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Es Krauss quien viene a recordar que la ciencia-ficción imaginó autos voladores que todavía no existen, pero que nadie previó Internet. Y que “Internet es el peor enemigo del pensamiento crítico profundo”. Y que hasta hace unos años, “la persona con quien te comunicabas era tan importante como la información misma, y hoy ya no es así”. Pero aclara que él no es quién para decir que el futuro será peor y que, como siempre, dependerá del propio ser humano. “Tendremos que aprender a ser nuestro propio filtro”, afirma Krauss a modo de conclusión, aferrándose a un humanismo básico que viene siendo también el de las últimas películas de Herzog, incluidas las más fallidas, como su terrible ficción Salt and Fire, estrenada en septiembre pasado en el Festival de Toronto.
Por cierto, no es el caso de Ensoñaciones de un mundo conectado (el título de estreno local podría haber prescindido del Lo and Behold, una expresión idiomática arcaica que significa “He aquí” y que remite a las primeras palabras transmitidas por Internet). No se puede decir que sea, ni de cerca, una de las cimas de Herzog, pero se trata de un documental de divulgación científica como sólo Herzog es capaz de hacer, planteando preguntas que casi nadie plantea y presentando personajes que en la vida diaria quizás luzcan más grises pero a quienes el director es capaz de extraer un brillo especial en la mirada. De locos quizás, o de soñadores.
7 - LO AND BEHOLD:
ENSUEÑOS DE UN MUNDO CONECTADO (EE.UU., 2016.)
Dirección y guión: Werner Herzog.
Fotografía: Peter Zeitlinger.
Duración: 98 minutos.
Estreno exclusivo en BAMA Cine. La función de hoy a las 21 tendrá introducción del crítico Diego Trerotola.