Pensador de cataclismos históricos que a veces asumen la forma de revoluciones inesperadas, Marx ofreció algunas metáforas eficaces para narrar esa irrupción. La más famosa acaso sea la que describe el insólito golpe de Estado de Luis Bonaparte, el sobrino Brumario y redundante: “Fue un rayo en un cielo sereno”. Pero en El Capital arroja al pasar otra versión enigmática de aquella metáfora que indicaba la inopinada ruptura histórica que lo llevó a narrar las peripecias de la mercancía: “Cuando todo el mundo parecía estar quieto” -escribió- “China y las mesas se pusieron a bailar”. Tardé años en saber que aludía a las evidentes convulsiones de las Guerras del Opio y a la hoy no tan evidente moda de los salones parisinos en la que los espiritistas invocaban a los muertos alrededor de una mesa que comenzaba a zapatear. Conmoción en la historia, conmoción en los espíritus.
A poco de que Allan Kardec publicara El libro de los Espíritus, hacia 1857, cuyas derivas lectoras generarán desde la Escuela Científica Basilio hasta el Umbanda, el espiritismo tenía fervientes devotos en nuestra región. Pero como toda teoría, nació refutada: un furioso contradictor en las pampas bonaerenses, el Presbítero Miguel Ángel Mossi, escribía en Chascomús el primer texto argentino sobre el asunto.
Ya por entonces campeaban los discursos medianamente ocultistas que violentaban la autoridad eclesial; la ensalada esotérica tenía en ese momento una serie de ingredientes que incluía cristianismo genérico, doctrinas secretas, creencia en la reencarnación y cierta idea de ciencia que oficiaba de respaldo legitimador, como el mesmerismo. En Discursos filosóficos sobre el magnetismo y espiritismo, publicado en Buenos Aires en el 72, Mossi primereó denunciando su naturaleza impía, diabólica. “Aunque Dios por sus altos juicios puede permitir que un alma buena o mala aparezca a alguna persona bajo cualquier figura, empero no es lícito el provocar su presencia”. Su texto precede un tanto al auge de las prácticas espiritistas y las polémicas con la ciencia, entre las que descollaba Rafael Hernández, gran tribuno militante, cuyo hermano había dado a luz aquel mismo año el Martín Fierro. Y es que al parecer estaba prevenido: en Montevideo, de donde provenía, Mossi se había topado ya con los primeros conatos espiritistas que azuzaron su verba polémica.
Nacido en 1819 en Cambiano, una pequeña ciudad piamontesa próxima a Turín, al ordenarse como sacerdote en 1843 mudó su hombre a “Honorio”, con el que firmaría la mayoría de sus obras, y se trasladó al Chaco boliviano como miembro de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Propaganda Fide. Por entonces poseía el latín, el sánscrito y el hebreo, además de hablar francés, italiano, alemán y español. Radicado en Potosí, que debido a la explotación del Cerro Rico concentraba la mayor variedad de dialectos provenientes de todo el Alto Perú, en veinte años de apostolado adquirió gran pericia en las lenguas indígenas (llegó a dominar unos cuarenta dialectos), base de sus investigaciones ulteriores. La filología previa le resultaba insuficiente; tenía una misión signada por su fe que lo llevó a recorrer los valles calchaquíes y la zona de Chayanta y Tupiza, indagando en nuevos elementos lingüísticos que reunió en su Gramática de la Lengua General del Perú; en Ensayo sobre las excelencias y perfección del idioma quichua y en su Diccionario Quichua-Castellano, publicados entre el ‘56 y el ‘62.
Hallándose en Cochabamba publicó Árbol de la Vida o Teología mística, obra dedicada “al Devoto Sexo de Cochabamba”, que es un piadoso y somnífero tratado de apologética cristiana. A todas luces se trata de una obra dedicada a congraciarse con la Orden, que sin duda no vería con buenos ojos su dedicación casi exclusiva a las lenguas más que al apostolado. Con esos libros bajo el brazo retornó al Viejo Mundo en busca de perfeccionamiento en su disciplina: tenía una teoría que comprobar. El año 1864 lo encuentra en España como miembro de la Academia de la Lengua Universal, donde tradujo por encargo -una especie de prueba de sus aptitudes- una Gramática Latina en sólo tres meses. Ello le granjeó no solo laudos académicos sino además ser considerado uno de los lingüistas más versátiles de la Iglesia en el período. De allí marchó a Italia, donde realizó estudios lingüísticos basados en las experiencias misioneras previas y donde finalmente solicitó su salida de Propaganda Fide.
Para entonces sabía qué buscaba. Su pasión quichuista estaba fatalmente anudada al debate de época sobre los orígenes americanos. Si Vicente Fidel López consideraba arios a los incas, Mossi suscribía la idea que los supone descendientes de las diez tribus perdidas de Israel. El quechua, por ende, es hijo del hebreo. Y esa procedencia explica su excelsitud y la del pueblo que lo habla.
Su Clave harmónica o demostración de la unidad de origen de los idiomas, probada por el número, valor y significación de las letras alfabéticas de todos los idiomas, de un modo matemático e infalible, para lo cual se han consultado las lenguas hebrea, caldea, siriaca, arábiga, griega, teutónica, latina, como la del sánscrito, chino, quichua, aymará, huarani, vascuence, español, francés, alemán, inglés, italiano, polaco, portugués y otras muchas (sic), título más que elocuente, postula que la sutura del pecado lingüístico original, la Babel de la diversidad, ha de resolverse con el reconocimiento de la matriz hebrea, la lengua de Adán cuya “centella divina reluce en todos los idiomas”. Con ello no solo iba a contrapelo de la lingüística de su época -que, entre otras cosas, había dictaminado irrelevante e irresoluble el problema de los orígenes del lenguaje- sino que en su busca de la lengua perfecta abrevaba en largas tradiciones que no por periclitadas dejarían de resonar en sus futuros enemigos esperantistas.
Al retornar de Italia en 1870 junto con su secularización recuperó su verdadero nombre con el cual publicará en Chascomús su Tratado fisiológico y psicológico de la formación del lenguaje. Incorporado como párroco trabajó un par de años en Trinidad, Uruguay, donde fundó un colegio que mantuvo a sus expensas, hasta radicarse en la ciudad bonaerense. Allí fundó el 1 de enero del ‘73 la Biblioteca Popular, creó una imprenta que denominó El Pueblo, con la que publicó 8 números del periódico El Cóndor, y editó su Tratado, considerado el primer libro editado en la Provincia. Duró poco su aventura. Para el mes de octubre ya estaba en la ciudad de Buenos Aires, donde fundó un colegio y sacó el periódico La Prensa de Belgrano. Duró menos. Mossi no se hallaba. Debía volver a las fuentes.
Para marzo del ‘74 aparece conchabado en el Colegio Nacional de Santiago del Estero y durante unos años dio clases en Tucumán -filosofía, latín y griego- llegando a ser Rector del Colegio. Pero el quichua le tiraba. En todo ese tiempo bregó por crear una cátedra de lengua quichua, sin éxito, mientras completaba su obra. Un poco hastiado del fracaso se radicó en la zona rural de Santiago, atendiendo parroquias muy humildes en pueblitos perdidos en medio del monte hasta su designación en el Colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón. Hacia 1888, ya afectado de una creciente parálisis, se afincó en Atamisqui, isla idiomática quichua. Allí terminó la redacción de un Manual del idioma general del Perú. Gramática razonada de la lengua qichua. Comparada con las lenguas del antiguo continente; con notas especiales sobre la que se habla en Santiago del Estero y Catamarca, impreso en Córdoba el año 1889 bajo los auspicios del Gobierno de Santiago del Estero a cargo de Absalón Rojas, padre de Ricardo Rojas, que fue enviado a la Exposición Universal de París. El ilustre historiador de la literatura argentina, que en su Eurindia abogó por la integración de la culturas originarias, retomaría una versión de Ollantay, el gran drama incaico, pieza mayor de las letras indígenas del continente, que el sacerdote tradujera en su vejez.
La pasión de Mossi por la lengua del inca en sus distintas versiones dialectales, aunada a su pericia en lenguas clásicas, lo animó a elaborar audaces teorías -hoy desestimadas, pero de gran interés-, sobre la ascendencia semítica del quichua, vislumbrando unos 600 términos a los que supuso, sin mayor acierto, idéntico origen adánico. De todos modos, no dejó de ser percibida la implicancia de sus esfuerzos: la lengua de Dios era, también, la lengua de nuestros indios. Un cierto horizonte de igualdad asomaba allí.
Miguel Ángel -“Honorio”- Mossi falleció en la ciudad de Santiago del Estero, paralítico y sumido en la pobreza, el año 1895. Fiel a su estilo irónico Paul Groussac, a la sazón Director de la Biblioteca Nacional, escribió una necrológica en la que decía: “Es un viejo sacerdote italiano, inofensivo y dulce, que hablaba corrientemente el quichua peruano, del cual el dialecto de Santiago no es más que una derivación un poco menos alterada que lo que se creía”. Mossi, según Groussac, que había compartido con él las aulas del Colegio Nacional de Tucumán, “vivía en un sueño etimológico del cual nadie podía sacarlo”. “Amaba rezar en quichua, y su ideal jamás realizado fue inculcar la vieja lengua del Cuzco a sus alumnos”. Pero “no tenía ni sospecha alguna de la Filología. Su lingüística se reducía al quichua, al latín de iglesia y a algunas pizcas del griego y del hebreo, tomadas de los léxicos. Estaba obsesionado por esa idea infantil de que el quichua se relaciona con todas las lenguas comunes, el hebreo en particular; y como no estaba retenido ni guiado por ninguna noción de Filología comparada y menos de Historia General, vestía árboles genealógicos divertidos, sin cuidado alguno de las familias y de los géneros lingüísticos”. “Las inocentes elucubraciones de Mossi no son de ninguna utilidad, ni siquiera para el estudio del quichua, a causa de la falta absoluta de método y de juicio”.