El atentado sufrido ayer en Butler, Pensilvania, por el ex presidente y candidato presidencial republicano Donald Trump, es mucho más que una repudiable expresión de violencia que pudo acabar con la vida del controvertido magnate –quien sufrió sólo una herida menor en la oreja– y que se cobró dos más: la del propio atacante más la de un asistente al mitin en el que ocurrió la agresión. Por el contexto en el que sucedió, el hecho tendrá de manera inevitable una importante repercusión en el enrarecido panorama político de la nación vecina.

El acto en el que fue perpetrado el ataque fue uno de los últimos de precampaña de Trump, previos a la convención republicana que habrá de realizarse mañana en Milwaukee, Wisconsin, y en la que se da por segura su postulación a la presidencia. Otro elemento de contexto insoslayable es la extremada polarización en la que ha desembocado el proceso electoral y la del propio Trump ha sido catalizador y beneficiario. Con ese telón de fondo, desde los primeros minutos posteriores al atentado los partidarios del republicano señalaron a la izquierda y al comunismo como puntos de origen de la agresión, en lo que constituye un reflejo del discurso trumpiano, que en forma machacona y sin fundamento acusa al presidente Joe Biden y al campo demócrata en general de ser marxistas y ultraizquierdistas.

Con estos antecedentes, es de temer que el ataque de ayer exacerbe los ánimos de muchos seguidores del ex presidente, de por sí exaltados y fanáticos. Este efecto podría, por desgracia, debilitar aun más el de por sí precario dique de contención que les ha impedido recurrir a una violencia como la que ya se manifestó en el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, cuando una turba de trumpistas armados intentó evitar que Biden asumiera el cargo presidencial.

Más allá de la coyuntura política y electoral presente, no debe dejarse de lado la epidemia de violencia armada que afecta a Estados Unidos desde hace décadas y que tiene uno de sus motores principales en la industria armamentista y en la descontrolada e ilimitada venta de artefactos de muerte en armerías, ferias y hasta supermercados. Una de las más recientes expresiones de este fenómeno fue la instalación en algunos centros comerciales de máquinas expendedoras de municiones de todos los calibres, tan fáciles de utilizar como un cajero automático, según reza la publicidad de la empresa propietaria de tales expendios automatizados.

Pese a los esfuerzos de sectores políticos y sociales por introducir una mínima sensatez en ese libertinaje armamentista, en el país vecino se expande el culto a las armas de fuego y, lo más grave, se afianza la creencia de que éstas tienen una utilidad real para resolver conflictos sociales o personales, que son un medio eficaz para defenderse de cualquier peligro y que debe generalizarse –como ha venido ocurriendo– su posesión y portación. En suma, que matar es una manera razonable, o cuando menos inevitable, para hacer frente a diversas circunstancias de la vida.

El universo de los partidarios de ese armamentismo ciudadano se intersecta con el de los seguidores más exaltados de Donald Trump, quienes son también los más convencidos creyentes de la teoría conspiratoria que atribuye la derrota de su líder en los comicios de 2020 a un supuesto fraude electoral en su contra.

A lo que puede verse, pues, el condenable atentado de Butler puede acelerar el curso de la sociedad estadunidense hacia un abismo de violencia descontrolada y generalizada. Ojalá que no sea el caso.

*Editorial de La Jornada de México, especial para Página/12.