A Porota

“Las cosas tienen fecha de vencimiento”, dije mientras miraba su brazo izquierdo extendido. El codo derecho descansaba sobre la mesa redonda, entre la pava a punto del hervor y el metal de un dinero de museo. Entendí que no va a querer que la casa se venda. En la mesa también había boletas viejas de impuestos sin pagar, estaban desordenadas y mezcladas con folletos y otros papeles que no sé muy bien qué eran. Había un tupper con hilos y agujas. Había estampitas. Muchas estampitas de San Cayetano, San Expedito y de La Virgen de los Milagros.

Cerca de la mesa, había una silla desocupada y otra que usa de perchero, con las camisas planchadas de Vicente. Colgaban del respaldar, seguro desde la noche que falleció. Le pregunté si tenía pensado donarlas. No contestó. “Si vas a la pieza, tené cuidado. El techo se cae. El otro día me rompió el vidrio de la cómoda”, contó. Yo no me moví de la cocina.

Ella estaba sentada en el rincón de siempre. En la mesa que está cerca de la ventana, esa que da a la quintita del fondo. El lugar que le gusta, porque entra la luz del sol apenas sale y como siempre dice “ahorra energía que está cara”. Ella, con el sol en la nuca, iluminada, parecía que había bajado del cielo.

Me miró, y levantó las cejas como hace cuando quiere comunicarse sin palabras y con un leve movimiento del cuello señaló la alacena que está hacia la derecha. Me acerqué y empecé a mirar las cajas de pastillas, blancas y amarillas o blancas y celestes que había desparramadas sobre la mesada que estaba llena de velas, con más estampitas y botellas vacías. Parecían infinitas. Todo estaba arriba de la mesada, a la derecha de la mesa y yo no me animé a decirle que había que tirar todas esas porquerías porque tenía que venir el tasador. Mucho menos se me ocurrió hablar de lo que anda diciendo el mercado inmobiliario sobre el valor actual de las propiedades. No me animé a contarle que yo solo soy una de las partes, que no soy el que decide y que se tiene que vender la casa para solucionar el problema de la herencia. No, no me animé a decirle que con ese dinero su hermana menor puede tener una vejez tranquila, igual que ella. Comprar los medicamentos, pagar los impuestos y hasta conocer el mar. Yo solo revolvía las cosas sin saber qué buscaba. Levantaba una caja de pastillas, miraba la fecha de vencimiento y la dejaba en el mismo lugar. Así una y otra vez. Tampoco me animé a tocar las velas ni los santos y las vírgenes del altar del rincón. No sé por qué no me animé. 

“Arriba” escuché que me dijo y no pude resistirme. Sabía cuál era la puerta de la alacena que ella quería que yo abra y ahí lo encontré. El vaso de He-Man, de vidrio. El único con dibujo. Estaba en primera fila, limpio y transparente a diferencia del resto. “Para cuando veas la película, esa que te gusta, con la Sevená”, me dijo y yo lo agarré para no soltarlo en toda la tarde. He-Man, el hombre inmortal que vence a la muerte y viene del más allá para el más acá. He-Man, el guerrero de la fuerza sobrehumana, el de los poderes mágicos del Castillo de Grayskull. El príncipe que con su Espada del Poder puede abrir las puertas del universo. El viajero eterno. Allí, sentado sobre Battle Cat, su fiel compañero. Esperándome, desde siempre.

Después, sentí su voz sobre mi espalda que me preguntaba por qué ya no me gusta el mate. Le dije que tomo, pero amargo. Me invitó a que me siente en la mesa, enfrente de ella. “Ya no me visitás más”, dijo. Es lo que me decía siempre que iba a su casa. Cuando era niño. Cuando era adolescente. No me senté.

Me contó que ya no tiene sueño y que no le hace falta dormir tanto. Dijo que no le importa ver televisión o que esté prendida la radio cuando no está, esa que está arriba del televisor rojo, ese que se banca cualquier cosa, donde vimos la película La noche del espanto, y la de Batman de Tim Burton. Le pregunté por qué no sacaba el cuadro grande, el de la foto en blanco y negro que tiene colgado sobre el sofá del comedor desde el día que se casó, donde se la ve joven al lado de Vicente. Me contestó que ahí está protegido de la humedad y las filtraciones del techo los días de lluvia. Después, recordó la trama de la última película italiana que vio, aunque no se acordaba en qué año fue. Me dijo que nunca la volvió a ver, que prefería recordarla como la vio en su momento con Vicente, en su luna de miel, aunque ya no lo extrañaba porque cada tanto lo encuentra por ahí, entre sus cosas. Me confesó que de joven se sintió más italiana que argentina, como él. Me dí cuenta lo despistado que soy, porque siempre se le mezcla una palabrita italiana en su castellano de barrio y yo nunca lo había notado.

Mientras miraba por la ventana, le dije que hacía falta hacerle una poda general a la quintita, para que no se vaya en vicio, aunque parecía una jungla con lo alta que está la maleza y las ramas del mandarino que dan más sombra que nunca al vecino. Ella me contestó que ahora le gustan los espacios más reducidos como la pieza y la cocina y que no necesita bajar a juntar chauchas, mandarinas o romerito. También me dijo que la visite más seguido, que ya no sale tanto y que sé cómo llegar.

Respondí que nunca conocí alguien que haga los fideos con chauchas como los hace ella y le expliqué que los días pasan rápidos, sin que me dé cuenta. “Las obligaciones y la rutina”, dije. Cuando volví la mirada sobre la mesa me dio un mate amargo. “Gauchito, como te gusta”, dijo.

No me animé a decirle que viviendo con otra gente se puede sentir acompañada. Le pregunté si me podía llevar las zapatillas que estaban apoyadas sobre el marco de la puerta del baño, eran negras y parecían nuevas. Ella me dijo que Vicente ya no las usa y que tampoco necesita la afeitadora eléctrica. “Siempre con esa barba vos”, escuché. Solo me traje el vaso de He-Man.

Me invitó a comer, porque quería prepararme las milanesas como me gustan y que comía cuando era chico. No acepté la invitación. Me dijo que podía preparar los fideos con chauchas. Le expliqué de nuevo lo de la rutina. Me dijo que la visite otro día. Luego movió el mentón y estiró suavemente el cuello hacia el punto de la mesa donde descansaban los metales cerca de la pava. Me dijo que eran para las figuritas, esas que me gustan de Los Súper Amigos. Estiré el brazo derecho, junté las monedas y las guardé en el bolsillo del pantalón.

 

Se paró y con lento andar me acompañó hasta la puerta de calle. Me despedí sin que nuestros cuerpos se encuentren, en la distancia del monólogo de sus palabras que se refugiaron en el eco de las paredes. Caminé y al llegar a la esquina miré hacia atrás. Ella seguía ahí, en la puerta. Miré a He-Man levantando su espada desafiante, desde el vaso que sostenía con mi mano izquierda. La cabellera brillaba como el sol, creo que había bajado del cielo.