Hay realizadores que filman con una energía contagiosa. Cada quien ensayará los nombres que quiera, pero en esa lista debe estar Marco Bellocchio. Con 84 años, el cineasta italiano prosigue una filmografía contundente, de títulos tan importantes como polémicos. Su cine puede referirse como una de esas obras que permiten testimoniar toda una época: la del siglo XX, cuando el cine fue un arte extraordinario y Bellocchio -en plenos años ’60- comenzaba su andadura fílmica; y la del presente, en donde su sapiencia evidencia lo que no debiera olvidarse: contar historias para desocultar lo que en ellas anida; vale decir: contradicciones, secretos, traiciones, noblezas.

Con la artesanía de quien sabe pulsar las teclas que corresponden, el sabio narrador recrea en La conversión el siglo XIX, y en él, el secuestro del niño Edgardo Mortara, quien con apenas 6 años fuera apropiado por la Iglesia Católica, en Bolonia, a partir de la decisión del Papa Pio IX. El niño, de familia judía, al ser bautizado en secreto por su nodriza, fue para la Iglesia causa suficiente para llevarlo a sus huestes. El hecho es tristemente célebre y conocido, y aun cuando puedan saberse las derivas del suceso, el film -como toda buena película- sabe sacar partido para encontrar el equilibrio justo entre el escándalo y el suspense del relato.

En este sentido, La conversión -título cuanto menos cuestionable, en relación al original: Rapito (rapto/secuestro)- sabe cómo interesar al espectador. Como si de un mal sueño se tratase, la familia Mortara intenta entender qué es lo que está sucediendo, mientras trata, de manera infructuosa, de evitar lo que es un hecho: el niño será secuestrado, de su propio hogar, por la Iglesia y con la anuencia de las fuerzas policiales. Aquí se abre una cuestión que, muy hábilmente, Bellocchio plasma de manera persistente, como una pátina indeleble; es decir, aun cuando la fuerza de la Iglesia pueda menguar durante el avance del Risorgimento, encontrará otras maneras de persistir.

En este sentido, el caso de Mortara le permite al director graficar la situación endeble de una institución cuyo esplendor varía y desluce, pero de una habilidad intacta para, sino prevalecer, permanecer. Como se sabe, Mortara no será devuelto a su familia, y el niño proseguirá su vida dedicado a un culto que no había elegido. La lucha intestina entre las religiones se entreteje indeleble en el relato. Pero además, lo que el caso permite es simbolizar una supremacía empecinada, en este caso la de la Iglesia Católica, frente a un estado moderno y unificado. Que la víctima sea un niño converso, bien puede leerse como su conquista.

Como se refería, esta conquista enquista con una decadencia evidente, que Bellocchio filma de modo sardónico. De este modo, Iglesia y acólitos son rodeados de un esplendor dorado, entre atuendos y anillos que adornan a un Papa (a una institución) que teme por su suerte. La caída de este entramado será solo cuestión de tiempo; por eso, es menester pensar en cómo seguir a partir de ahora. Mortara, el niño supeditado a los designios de sus mayores -familia e instituciones- será el enclave en quien se defina todo lo demás.

En su estructura, la primera parte del film cruza recursos del policial con el thriller, y bien podría pensarse en un relato de espionaje, en cuanto a la manera cómo se reúnen los distintos episodios. Así como se irán encontrando las piezas faltantes para la resolución del enigma -quién bautizó al niño, cuándo lo hizo-, se definirán las tretas y argumentos con los que justificar lo sucedido. Acto seguido, toca el turno al drama judicial. En este caso, la película troca en su registro, como así también en cuanto al momento epocal, cuando la Iglesia ya cedió su lugar de poder. El pleito por el destino del niño queda ahora en manos de la justicia humana, y no divina. Pero el juicio tambalea en su suerte, y evidencia el peso simbólico -y no menos real- que la Iglesia detenta. Aun cuando el momento sea secular, la religión sabrá operar de otras formas. Y esto es algo que la película señala de manera magistral, porque se despega del hecho histórico para asentarse en su presente; en otras palabras, La conversión es una película hija de su tiempo, en cuanto a cómo pone en imágenes la marca actual e indeleble de la Iglesia.

Por otro lado, vale destacar las caracterizaciones con las cuales el director italiano logra otros matices, brillantes; como la interpretación de Paolo Pierobon como Pio IX: casi desvencijado –sostener la salud y físico del Papa dice demasiado-, de caricias “sospechosas” -un detalle perfecto-, y perseguido por la pesadilla de ser circuncidado, a partir de las caricaturas que de él practica la prensa. En estas animaciones -justificadas por el sueño, con la base gráfica en las notas de prensa de la época- hay un disfrute jocoso, incorrecto, que dice del espíritu que bulle en Bellocchio, pero sin por ello desequilibrar la propuesta. Porque toda la película es precisa, en sus momentos de dolor, de humor, de socarronería, y de comentario social e histórico.

La conversión  9

(Rapito)

Italia/Francia/Alemania, 2023

Dirección: Marco Bellocchio.

Guion: Marco Bellocchio, Susanna Nicchiarelli; a partir del libro Il caso Mortara, de Daniele Scalise.

Fotografía: Francesco Di Giacomo.

Música: Fabio Massimo Capogrosso.

Montaje: Francesa Calvelli, Stefano Mariotti.

Intérpretes: Enea Sala, Paolo Pierobon, Fausto Russo Alesi, Barbara Ronchi, Filippo Timi, Fabrizio Gifuni.

Duración: 134 minutos.

Distribuidora: Zeta Films.