Carmen 7 Puntos
Opéra comique en cuatro actos. Música de Georges Bizet con libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac, basado en la novela homónima de Prosper Mérimée.
Dirección de escena: Calixto Bieito.
Repositor: Yves Lenoir
Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Coro de Niños. Dirección Musical: Kakhi Solomnishvili
Elenco: Francesca Di Sauro (Carmen); Leonardo Caimi (Don José); Jaquelina Livieri (Micaela); Simón Orfila (Escamillo); Cristian De Marco (Zúñiga).
Viernes 12 en el Teatro Colón.
Calificación: 7
Por sus fórmulas, su contenido y su destino, Carmen es una ópera en muchos sentidos popular. Por el modo en que continuamente se sacude el polvillo dialéctico que sobre su lomo van dejando las sucesivas críticas y lecturas –que es su manera de nunca terminar de decir lo que vino a decir–, también es un clásico. Entre estos dos estigmas, digamos, la obra de Georges Bizet es una permanente tentación para las reescrituras. Y al mismo tiempo estimula el celo de los defensores del "texto”. La vieja discusión se reeditó con la reposición de la versión de Calixto Bieito sobre el drama de la cigarrera que dio el mal paso –a 25 años de su estreno y en un teatro que por su condición de tradicional nunca termina de hacer las cuentas con la modernidad–, el viernes en el Teatro Colón.
La puesta del burgalés carga con la marca de ciertos clásicos del siglo XX –y en ese dato se juega una marca afectiva más que cronológica–, que en su desgaste conservan la energía de sus intuiciones, que en este caso tiene que ver con la dialéctica interminable entre clase social y exceso. Para justificar su idea sobre Carmen, Bieito cambia la Sevilla del siglo XIX por un pueblo fronterizo de la España de los años '70 del siglo XX y pone el drama por sobre el texto. Entonces la escena es “el pueblo”, la plebe excesiva y multiforme, la chusma que por naturaleza no es ni buena ni mala, pero puede ser sublime en su abstracción. En esa colmena de obreras, toreros, contrabandistas y milicos, se trazan las reglas que rigen un contexto de violencia, obsesión, amor y muerte. La humanidad cruda y desigual, que a merced de su instinto desemboca en el crimen. La Carmen de Bieito naturaliza el naturalismo literario, la ópera parece otra sin dejar de ser la misma y, aun con leves desfasajes entre el original y su representación, pasa lo que, se intuye desde el principio, tiene que pasar.
Un mástil con la bandera española en el centro y un teléfono público al costado definen el espacio de la plaza en el primer acto. Una heladerita de picnic y una reposera resumen la taberna de Lilas Pastia en el segundo y en el tercero la cueva de contrabandistas y gitanos se da a entender en torno a varios autos, unos Mercedes Benz medio viejos, de esos que se podrían reducir por partes sin mayor apremio por la zona de Warnes. En el cuarto, la bandera del inicio no es más que una manta de playa útil para sostener vistosas asentaderas y en lugar del código institucional está el código pasional: la gran silueta del toro de Osborne –que se derrumbará hacia el final– es el símbolo de la hispanidad que se pone en juego en la corrida.
En esa escena despojada, la materia humana es la escenografía y el movimiento y la marcación actoral son un texto sobre el texto. En este sentido el trabajo de los coros –el Estable dirigido por Miguel Martínez y el de Niños a cargo de Helena Cánepa– resultó notable. En cambio, la tarea histriónica de los solistas quedó en un desafío no resuelto del todo. Algunos ornamentos sobre la música de los entreactos –entre ellos, el desnudo de un torero, que tuvo menos sensualidad que la fila en la vereda de los que esperaban para entrar a comer a Pippo después de la función– asistieron a una puesta que ya sin impresionar logra volumen y densidad expresiva para domesticar la forma de caos fresco y escabroso, sin cesura posible entre el drama y el goce, que suele definir a lo popular.
En un elenco de cantantes eficiente y parejo, sin particulares destellos, por mucho se destacó Jaquelina Livieri. La soprano argentina compuso una Micaela que supo atravesar el drama sin perder la ternura y crear momentos de verdadera musicalidad. Su voz, capaz de sutilezas, sono fibrosa, homogénea. Administró la emisión con buen criterio dramático y llegó en plenitud a su gran momento con “Je dis que rien ne m'epouvante”, en el tercer acto. Bueno el trabajo de Francesca Di Sauro, como Carmen. De buena presencia, la italiana puso en juego una voz de buena materia y color, pero algo vacilante en las elecciones expresivas. En general le faltó definir mejor la sensualidad que su personaje demanda. Sin ir más lejos, más que suave su voz lució velada en la célebre “Habanera” del primer acto.
El tenor Leonardo Caimi, como Don José, resultó más apreciable en los momentos dramáticos que en los líricos y con esfuerzo mantuvo el interés del personaje hasta la cuchillada del terrible final. Laura Polverini como Frasquita y Daniela Prado como Mercedes tuvieron actuaciones destacables y también resultó convincente Simón Orfila, en el rol del torero Escamillo. De lo mejor de la noche fue la Orquesta Estable, que con la dirección Kakhi Solomnishvili sostuvo su función con solvencia, sin perder la gracia que demanda una partitura extraordinaria, que además de bella está orquestada en favor de los cantantes.
Al final, entre los aplausos más o menos generosos para los protagonistas, hubo abucheos para los repositores externos, culpables, en todo caso, de seguir las indicaciones del ausente Bieito. Un hecho egoísta e injusto por parte del autoproclamado “público del Colón”, que de todas maneras, al lado de lo que Don José le hizo a Carmen un momento antes, queda en la anécdota.