Un revólver, una botella, un libro, un viaje y una habitación de hotel. Estos son los cinco elementos clave del episodio, demasiadas veces comentado y otras tantas veces escrito, sobre el temprano intento de suicido de Borges a finales de la década del 30.

Algunos entusiastas, dominados por el espíritu policial, se dedicaron a rastrear el calibre y marca del arma que Borges compró en una armería de la calle Entre Ríos. Otros, devotos de las intrigas, siguieron el rastro de la botella hasta llegar a la localidad de Bella Vista donde se inauguró en 1936 la primera fábrica de ginebra Bols en Argentina. No faltaron, claro, los biógrafos para aclarar que el viaje se hizo en tren, en horas de la tarde y que el pasaje, comprado en la boletería de Constitución, tenía como destino Adrogué. A esa fauna de exploradores literarios se le sumaron los supersticiosos aportando un dato difícil de probar: Borges habría decidido deliberadamente ocupar la habitación 48 del Gran Hotel La Delicia por aquello de il morto qui parla. Un disparate.

Todos ellos, sin embargo, fueron los culpables de validar este cuento que Borges nunca aclaró: amargado por un amor que no pudo ser, acercó el arma a su cabeza, gatilló y erró el tiro. Regresó luego a su casa demasiado triste una noche de lluvia, tan triste como el hallazgo de un agujero de bala en el cielo raso de cualquier hotel.

--¿Y el libro? ¡Falta el libro!

Efectivamente, la anécdota dice que además del revólver (¿una Browning 6.35?), además de la Bols, del Ferrocarril Sud y de la residencial zona de la provincia de Buenos Aires, Borges compró ese mismo día un libro que ya había leído: El misterio de la cruz egipcia de Ellery Queen, cuarta novela del famoso autor de historias de deducción policial y, a la vez, protagonista de los intrincados casos: un joven detective salido de Harvard, lector de Proust, con un padre que ocupaba el sillón de jefe del Departamento de Homicidios de la policía de Nueva York, el inspector Richard Queen.

Cuando se enumeran tantos detalles, es probable que alguno se omita. Y en este caso lo que no se dijo fue que el libro que compró Borges debió ser un ejemplar de la edición norteamericana de 1932 editado por el sello Edition Frederick A. Stokes que, por entonces, mostraba en la solapa el rostro de Queen, el autor, cubierto por un antifaz. Es decir, Borges decidió suicidarse (¿en el 36 o 37? nadie se pone de acuerdo en la fecha), con un libro en idioma inglés bajo el brazo. ¿Se imaginan el giro que hubiese sufrido la historia de nuestra literatura si Borges no hubiese errado el tiro? Hay que decir a su favor que tomó la edición en inglés porque El misterio de la cruz egipcia fue publicado en Argentina por primera vez recién en mayo de 1943 en la colección Serie Naranja de Hachette.

Un dato curioso sobre eso: en esa edición nacional se reveló por primera vez a los lectores argentinos que el enmascarado Queen (autor) era en realidad el seudónimo de dos primos que se hacían llamar Frederic Dannay y Manfred Benington Lee, y que en realidad ambos primos habían sido bautizados como Daniel David Nathan y Manford Emanuel Lepofsky, respectivamente. El encargado de iluminar a los aficionados de novelas de policiales sobre este hecho (“la más sensacional de las sorpresas”) fue el periodista Horacio Estol, recordado porque, entre otras crónicas, demostró a partir de una grabación fílmica que nuestro Firpo había tirado a Dempsey por 17 segundos en aquella batalla pugilística que marcó los inicios del Siglo XX.

La presencia de ese libro en el episodio Borges supone algunas preguntas: ¿Por qué alguien a punto de suicidarse se llevaría un libro para amenizar el viaje? ¿Por qué el libro elegido sería uno ya leído? ¿Y por qué Ellery Queen? Antes de responder habría que explicar que El misterio de la cruz egipcia narra una serie de asesinatos misteriosos donde las víctimas son colgadas en forma de cruz luego de haberles cortado las cabezas. La trama incluye una isla con nudistas, vecinos chismosos, hermanos estafadores con nombres que empiezan con T (el mismo dibujo que la cruz ansada), confusión de identidades y una herencia que despierta la avaricia.

Apartando por un momento el factor del azar (entró a una librería cualquiera y agarró lo que encontró), queda por decir que Borges fue uno de los escritores argentinos más entusiastas de Queen en aquellos años. La bibliografía muestra que escribió al menos cuatro reseñas elogiosas sobre las aventuras del detective, varias menciones y hasta la traducción de un cuento: “Filatelia”. En esos textos periodísticos Borges redoblaba la apuesta colocando a Queens por encima de Conan Doyle y hasta de su querido Chesterton: “las novelas de Queen importan una desviación o un pequeño progreso. Me refiero a su técnica. El novelista suele proponer una aclaración vulgar del misterio y deslumbrar a sus lectores con una solución ingeniosa”, escribió.

Pero esa admiración no dudaría mucho. Si en las páginas del El Hogar decía, por ejemplo, de El cuatro de corazones “he leído en dos noches los veintitrés capítulos que lo componen y ninguna de sus páginas me aburrió”, en la revista Sur de finales de 1940 destroza a Queen afirmando que esa es “una obra falaz” y que con ella comenzó “la decadencia”.

Acerca de las razones por las cuales Borges insistió tanto en la obra del norteamericano, el escritor y crítico Juan José Delaney sostiene que por aquel entonces “tanto Borges como Bioy consideraban que un buen argumento era central en toda narración, muy especialmente en un relato policial. Entiendo que por ese motivo es que Borges destacó a Queen por sobre Conan Doyle. Lo que importaba eran los argumentos ingeniosos. A Queen se lo recuerda por eso, en cambio a Conan Doyle lo recordamos por la pareja de sabuesos que imaginó y por los ambientes victorianos que recreó”.

Lo cierto es la relación Borges-Queen continuó hasta agosto de 1948, cuando la revista que dirigían los primos Ellery's Mistery Magazine publicó por primera vez en Estados Unidos “El jardín de senderos que se bifurcan” con traducción del narrador Anthony Boucher. “Una persona muy viva, muy cordial, muy vulgar, sumamente indulgente con las soluciones mecánicas del locked-room puzzle, y que conoce detalladamente las obras de Peyrou y de Bustos Domecq”, le confesará Borges a Bioy durante una comida en 1967.

La valoración de Borges (desmedida si decimos, por ejemplo, que su autor preferido Eden Phillpotts mereció menos reseñas que Queen) sugiere pensar en una de sus tantas operaciones críticas: acentuar obras menores para marcar un modo y dirección de lectura tanto del autor citado como de su propia obra. A propósito, ¿será aquella decepción la razón por la cual no incluyó ningún título de Queen en El Séptimo Círculo mientras la dirigió?

Cuando dejamos de leer a Queen a través del temprano fervor borgeano, arribamos indefectiblemente a la conclusión de otro admirador desencantado de Queen, el narrador uruguayo Abel Mateo: “es un poco tramposito para los más exigentes, razonado y barroco”.

La lectura actual de El misterio de la cruz egipcia decepciona, se cae de las manos, no resiste el paso del tiempo, y los trampas y trucos de Queen se deshacen frente al lector contemporáneo de la misma manera que se deshacen las páginas amarillentas de la edición argentina de Hachette.

 

--Es que precisamente de eso se trata --comentó al pasar el Anfitrión acariciando una de sus cejas--. ¿O acaso no es esta la historia de dos intentos amorosos convertidos en actos fallidos?