Este tercer intento de escribir acerca de Javier Milei tiene como objetivo ir reduciendo mi nivel de frustración hasta volverlo imperceptible. Algunos notarán una aceleración de tiempos: apenas han pasado tres semanas desde el “Segundo intento”, cuando unos generosos seis meses habían separado al primero del segundo. Es decir, esta vez el aceleracionista soy yo. No vaya a ser cosa que de tanto acelerar, me quede sin sujeto histórico antes de que den los seis.
Me resumo:
Dicho en modo Tesis Once, hasta ahora he tratado de interpretar a Milei bajo la figura de El Loco, oscilando entre una desconfianza hacia la idea de que efectivamente lo es, o que, si lo es, no importa tanto que lo sea como el hecho de que se hace el loco, bajo la hipótesis intuitiva de que mientras se hace el loco genera una energía expansiva que a la manera de una corneta solo audible para los iniciados, activa a sus huestes anónimas, su núcleo duro, ese que se esconde en las redes y se invisibiliza en las calles o los medios tradicionales. ¿La minoría silenciosa? ¿La nueva minoría intensa? ¿el lumpenproletariado del siglo XXI?
¿Estaremos a las puertas de un nuevo caso de bonapartismo, según los designios de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte? Ahora se trata de transformarlo en un tercer intento.
Marx escribió El Dieciocho Brumario, que terminaría siendo uno de sus textos más célebres por su frase inicial, la que alude al hecho de que la tragedia de la Historia se repite como farsa, pero también por su enorme valor periodístico literario, entre diciembre de 1851 y marzo de 1852, al calor del despliegue de la Segunda República francesa, devenida en Segundo Imperio, contrarrevolución conservadora de la oleada revolucionaria de 1848 en toda Europa. En este texto, resignificó el término “bonapartismo”, una de las variantes del “populismo”. En El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte Marx desplegó todo su desprecio hacia los lúmpenes, los bohemios, los pícaros y los arribistas: el lado plebeyo de la sociedad. Escribió Marx:
“En su sociedad del 10 de diciembre, Bonaparte reunió a 10.000 miserables del lumpen, que habían de representar al pueblo, como Nick Bottom (personaje de la comedia de William Shakespeare, Sueños de una noche de verano) representaba al león. En un momento en que la propia burguesía representaba la comedia más completa, pero con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de las pedantescas condiciones de la etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba a medias engañada y a medias convencida de la solemnidad de sus acciones y representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza el aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia. Solo después de eliminar a su solemne adversario, cuando él mismo toma en serio su papel imperial y cree representar, con su careta napoléonica, al auténtico Napoleón, solo entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la historia universal”.
¿Es Milei, entonces, en cuanto a sus formas, un fenómeno más cercano al peronismo, al que la izquierda se apresuró a clasificar como bonapartismo allá por los años 50, incluyendo en este relato a una de sus voces más proclives a entender al peronismo, como la de Jorge Abelardo Ramos?
En la medida en que el peronismo, aceitando su maquinaria política, desprendiéndose de sus aspectos más aventureros e impredecibles, fue encarnando consistentemente la racionalidad política, perfeccionando sus indudables dotes para la gobernabilidad y la gestión, inclusive la institucionalidad (digan lo que digan), fue expulsando de su órbita aquello constitutivo de lo visceral, la sinfonía del sentimiento, el hecho maldito, el plebeyismo irredento. Milei se infiltró (paradójicamente) por afuera, le hizo entrismo por afuera (“Aaaaaamo ser el topo…”), le ganó –a diferencia de Menem- la interna por afuera, y fue recién entonces, a las puertas del ballotage, cuando a lo que había construido a pura pasión y testosterona loca, le sumó la otra pata que le faltaba para ganar: el antiperonismo. Y ahí anda por la vida, sostenido en el aire por dos fuerzas divergentes.
En la dilatada, extenuante y pesadillesca campaña electoral que precedió como farsa la tragedia que vivimos, uno de los hits era –frente a Milei o inclusive frente a Patricia Bullrich- señalar la foto de Sergio Massa y decir: “Es fácil, hay que votar al normal”. Y, como siempre, hay dos maneras de interpretar eso que se decía y eso que terminó pasando: la irracionalidad se puso de moda y una fuerza joven y dinámica la utilizó como antídoto contra lo que percibía como la arrogancia del normal, el paternalismo de la vieja generación que les decía: mijo, hágame caso que todo va a estar bien, quédese en casa, cuídese, que la tierra es redonda y no se va a caer. O, esa actitud no fue autoconsciente y los ciudadanos compraron uno por uno todos los nuevos fetiches que le iba ofreciendo el menú del nuevo restaurante, desde la casta hasta la dolarización pasando por la libertad irrestricta de hacer lo que se me venga en gana a cualquier hora en cualquier lugar. En el primer caso, se trataría de un voto equivalente a “consumo irónico”, en el segundo, un verdadero cambio de paradigma, de conducta y de cultura. Yo creo que todavía no estamos en condiciones de sacar una conclusión terminante sobre este punto, si es que en el futuro sirve para algo hacerlo. Pero, estoy convencido: hay algo ahí.
Hasta aquí, este tercer intento de escribir sobre Milei. No me siento tan frustrado como en los anteriores y hasta me di el gusto de citar a Marx. Que, si vamos a citar zurdos, lo mejor es ir a meter las patas en la fuente.