Una mujer, detenida en una comisaría, estalla en una carcajada. Los policías que la rodean están desconcertados. Ella siempre se sintió singular, distinta, “una reina”. La señora Kendell va a declarar sobre los infinitos pormenores de su vida. Hasta los doce años vivió en una estancia en Gahan, en la provincia de Buenos Aires, como única hija de un hacendado amante de los caballos. “El campo es barbarie. Cualquier refinamiento se desvanecía ante la brutalidad de la pampa”, dirá esta mujer que comprende que la crueldad era una exigencia del medio. Un viaje a Europa para recorrer museos y la temprana educación sentimental en un taller de pintura cambiaron su destino como curadora y promotora de arte. En La Circunstancia (Eterna Cadencia), Jorge Consiglio pone bajo lupa el dilema político medular de civilización y barbarie a través de la voz de una excéntrica integrante de la clase alta argentina, cautiva de una obsesión que desemboca en un asesinato.

Esta novela narrada en una primera persona tan caprichosa como adictiva transcurre en los años noventa. El título La Circunstancia viene del nombre de la estancia familiar en Gahan. A Consiglio le gusta que aparezca “El despertar de la criada”, un cuadro de Eduardo Sívori que le parece “extraordinario”, aunque la narradora y protagonista de la novela tenga una mirada crítica y se refiera a esa obra como “una aberración”. “La escena del cuadro me parecía horrible -la oscuridad, los muebles, la ropa en la silla- pero más el aspecto de la mujer: la panza, los pies deformes, la curva del hombro. Un día me di cuenta. Miré el óleo y entendí que el arte, con su aire de superioridad, es un malentendido, una suma de equivocaciones”, interpreta Kendell. Le reprocha a Sívori que el cuadro contiene “miles de fallas”, pero la más evidente para ella es el muslo de la mucama. “Esa parte del cuerpo es mucho más larga que lo que busca representar. Si se lo considera desde el realismo es un muslo imposible. Sin embargo, el pintor supo sortear el registro de la gente. Nadie notó ese despropósito. Y si alguien se dio cuenta, su opinión se asimiló rápido a la del canon. Estamos acostumbrados a los telones y a los biombos. Nuestra mirada obedece rápido. Es normal que la vulgaridad se imponga”, plantea desde una mirada de clase.

Kendell se ceba con el muslo de la criada argumentando que es desproporcionado. El escritor, que no comparte esta perspectiva, subraya que El despertar de la criada es “un cuadro político por donde lo mires” porque Sívori pinta a una mujer desnuda que no es de la aristocracia, es una sirvienta que tiene los brazos quemados por el sol, la cara oscurecida y los pies deformados. Para pensar acerca de la mirada de la protagonista tuvo como guía algunos textos del escritor británico John Berger, como El tamaño de una bolsa. En uno de los textos de ese libro, Berger dice una cosa muy hermosa cuando habla de la colaboración entre el modelo y el artista; no importa que el modelo sea una naturaleza muerta o un sujeto. Me pareció hermoso ese contacto ontológico donde el artista y el sujeto entran en una doble tracción y ahí aparece la cuestión del deseo. Otro texto de Berger que resuena es Fotocopias y el clásico Modos de ver. Me encanta Berger, me parece un gran humanista. A veces en Puán (la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) no es muy consultado quizá porque es un gran divulgador, pero entra por la ventana. Es un divulgador que no baja en ningún momento la vara”, aclara el escritor.

Consiglio (Buenos Aires, 1962), licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, trabajó como visitador médico hasta 2012, cuando decidió dedicarse ciento por ciento a la escritura. Publicó las novelas El bien (2003), Gramática de la sombra (2007), Pequeñas intenciones (2011), Hospital Posadas (2015), Tres monedas (2018) y Sodio (2021); los libros de relatos Marrakech (1999), El otro lado (2009) y Villa del Parque (2016). Su última novela está dedicada a la memoria de su amigo, el escritor y traductor Christian Kupchik, que murió en septiembre del 2023, a los 68 años. Desde el epígrafe que eligió traza una genealogía al tomar un fragmento de Sarmiento para reflexionar acerca de la muerte. “Si no es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre de campo, es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que puede pisar. Esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino cierta resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de morir como cualquier otra; y puede quizá explicar en parte la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven impresiones profundas y duraderas”.

La barbarie instalada en el Estado

-La novela vuelve a instalar el tema civilización y barbarie. ¿Cómo pensaste este dilema que atraviesa a la cultura y a la política argentina?

-Lo primero que se impuso a la hora de pensar la novela fue la figura de la protagonista y la incapacidad de relacionarse con la realidad de una manera tradicional. La protagonista lo resuelve de una forma concreta que tiene que ver con el crimen. Otro de los personajes lo resuelve a través del arte. Lo primero que se me planteó es cómo narro la inadaptación y qué le sirve a los personajes para relacionarse con la realidad, qué procedimientos usan. Ahí entra la perversión, el arte, el asesinato, la estafa. Si querés, esto también tiene un planteo un poco más general en cuanto al género porque el texto no se relaciona directamente con el realismo, sino que hay una especie de punto de fuga que tiene que ver con episodios que se relacionan con lo fantástico y con la narración ansiosa. Como la protagonista, que es al mismo tiempo la narradora, es profundamente ansiosa, el texto es un texto de la ansiedad, que indirectamente es un clima de época. El eje civilización y barbarie está presente desde Echeverría en adelante; todos los que estamos escribiendo literatura en algún momento lo tematizamos. No hay manera de escapar de eso si somos escritores argentinos. Por supuesto que encontramos distintas formas para tematizarlo. En este caso la civilización no está necesariamente en la ciudad y la barbarie en el campo, sino que hay alternancias. En los noventa esto se da claramente. La barbarie está instalada en el Estado, es decir la barbarie está en la ciudad. Se podría hacer un triangulito en donde enganchás a Rosas, el turco (Carlos Menem) y Milei. También quise laburar con cómo se narra los noventa sin consignar episodios claves de los noventa, es decir desde la subjetividad y desde una clase. La protagonista es casi un clásico de las inadaptaciones de la aristocracia, ¿no? Aristocracia y locura se llevan muy bien, van de la mano.

-Llama la atención que el arte no salva a la protagonista, ¿no?

-Los artistas sí encuentran una disponibilidad en el arte como salvoconducto para preservarse. En cambio ella no lo encuentra. Hay algo que tiene que ver con la perversión y con el crimen. El crimen la transforma en otra. Igual que en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, el cuento de (Jorge Luis) Borges, cuando el tipo mata es otro, traspone un umbral.

La muerte como sentido de la vida

-Lo interesante es que ella declara “le di muerte”, “esa es la expresión correcta”, “no lo maté ni le quité la vida, le di muerte”. ¿Cómo explicás esta diferencia?

-Me costó mucho darle voz a una mujer aristócrata, fue para mi un gran desafío, igual que la estructura del texto. Ella piensa que la muerte resta y que darle muerte, con ese verbo, es como ofrecerle algo, darle un sentido a quien es matado. Te ofrezco la muerte y te estoy dando la posibilidad de terminar tu vida; resignifico tu vida dándole sentido a mi vida.

-Si la novela es como una larga confesión que hace ella en esa comisaría, en el final sorprende como termina apropiándose del relato del muerto, ¿no?

-Completamente de acuerdo con que se apropia del relato del muerto, pero yo no creo que sea una confesión, lo que ella hace es contar la historia. Entonces cuando va a declarar, toma aire y lo que busqué es que entrara todo el texto en una inhalación. Toma aire y empieza el racconto y en esa inhalación aparece toda la vida de ella y cuando le piden respuestas ella tiene un relato que la justifica, que es el relato del otro, no su propio relato. La matriz del texto la tomé de una película de Arturo Ripstein que se llama Profundo Carmesí. Cuando ella se da cuenta de que el tipo está haciendo cosas feroces, sigue colaborando con él porque necesita que la abastezca de relatos. La verdad del otro te calcina. Y si se vuelve intolerable se redime a través del crimen.

-Cuando Bob confiesa que tuvo intimidad con Orla, se desencadena el crimen. ¿Qué resonancia tiene la intimidad en esta novela?

-En los 90 la intimidad pasa a ser una especie de cuestión expositiva, como un “Gran hermano”. La protagonista entiende la intimidad entre Orla y Bob como otra manera de estar excluida porque ellos establecen una especie de célula-unidad en la que se supone que hay códigos secretos a los que ella no tiene acceso; no es la elegida sino que es Orla con quien tiene intimidad y con la que establece una especie de instancia-nido. Frente a esta exclusión se da una tensión dramática en ascenso que termina en violencia. Si hago un paralelismo con las tragedias de Shakespeare, siempre está el secreto, pactos que hacen los personajes y que finalmente termina en hecatombe. Cuando estás fuera del secreto y sus pactos, la única manera de entrar es rompiendo vidrios, es decir, matando. Por eso el “tuvimos intimidad” que dice Bob desata el crimen. Pero es una conjetura posible porque la verdad es que nunca sabemos muy bien qué ocurre, más allá de lo que enuncia la protagonista de lo que ella cree entender que pasó. Siempre es el punto de vista de ella.

Mentira, disimulo y tergiversación

-La protagonista dice que el equipo de abogados de su padre se apoyaban en tres pilares: mentira, disimulo y tergiversación. ¿Estos tres pilares podrían ser los que definen el accionar de la aristocracia argentina?

-Si, me parece que definen bien a la aristocracia argentina y cómo hicieron su dinero. La aristocracia se benefició del aparato del poder.

-Tu propósito en “La Circunstancia” fue hablar de los noventas sin que se explicitara. No hay ninguna referencia que inscriba a la novela en esos años, ¿no?

-Es cierto, lo único más evidente es la no circulación de celulares, por ejemplo. Hay un bar clásico que me encantó que ella conociera a quien sería su víctima que es La Rambla, que queda en Ayacucho y Posadas. Ese bar es bastante literario porque (Miguel) Briante habla mucho de él en sus cuentos y estaba muy cerca de la casa de (Adolfo) Bioy Casares. La literatura puede jugar a lo alusivo más que a nombrar. Trabajar una época en una novela es como si jugaras al pool teniendo en cuenta las bandas: si hacés resonar las bandas pasa a tener entrada una época, aunque no la nombres.

Se puede rastrear la crueldad en la vida de Kendell y su familia. Después de la ruptura matrimonial, el padre “salió del closet” y se fue mostrando con distintos novios. Decidió desheredar a su exesposa y a su hija. Hay una cadena de diversas violencias elaboradas con notable pericia por Consiglio en La Circunstancia. “La cuestión es que nosotras estábamos cada vez más pobres. Jamás nos faltó nada pero nuestra economía era estricta. Por cierto, cuando cumplí diecisiete años echamos a Celestina para recortar gastos. Conocíamos su carácter, por eso organizamos un plan para evitar escándalos. Mi madre la obligó a salir de casa con cualquier excusa y cuando volvió, el personal de seguridad del edificio le impidió la entrada. En la calle, su margen de negociación disminuyó a cero (…) Contra entrega de la renuncia, recibió sus pertenencias y un pasaje de ómnibus para que volviera al pueblo. Como era obvio, se puso a llorar. Me amargó verla así, pero lo cierto es que, como bien decía mi madre, las cosas no estaban fáciles para nadie”.

El capital y la reestructuración

-En la novela aparece mucho la crueldad. ¿En qué aspectos los años noventa fueron años crueles?

-Hay una violencia intraclase en la clase alta que tiene que ver con un pragmatismo estricto, que es un pragmatismo muy duro. Hubo enormes reestructuraciones en los 90, yo trabajaba en un laboratorio oftalmológico y cuando me echaron recuerdo que no era el tipo que estaba frente a mí el que me estaba echando sino “la reestructuración”, que supone que el capital te echa pero te hace sentir responsable un poco de lo que ocurre. Yo soy el culpable de todo lo que pasa; no es la economía ni las decisiones políticas, y no tenés ni siquiera la posibilidad de enojarte con el tipo que te echa porque te pegó un tiro de una manera lo más limpia posible, como sucede en De ganados y de hombres, la novela de (Ana Paula) Maia en la que el personaje que mata al ganado se preocupaba de que las reses mueran de una manera inmediata, porque si las dejaba agonizando era cruel. El capitalismo te puede limpiar de un trabajo sin que haya complicaciones. Me parece que esas relaciones se dieron mucho en los 90 y se ve ahora con toda claridad: “No soy yo”; “hay herencias”; “Para que nosotros sobrevivamos, tenemos que matar a tanta gente”. Son estructuras neoliberales fuertísimas.

-¿Cómo ves la crueldad de los 90 en comparación con la crueldad actual?

-En los 90 había cierta dosis de humanismo que ahora se perdió. La implacabilidad que ofrece este tipo (Milei) es mucho más profunda, incluso desquiciada. En los 90 el pudor suponía una conciencia de que lo que estaban haciendo no estaba del todo bien. Entonces había cierta vergüenza. Ahora echan a 70 u 80  mil personas sin pudor ni vergüenza. La crueldad ahora es más directa y menos mediada que en los 90. La idea del “saneamiento” del Estado es la idea del Estado gordo, que viene también del macrismo cuando (Alfonso) Prat Gay habló de “la grasa militante”; es la idea de que siempre hay algo que sobra, el estado como un elefante blanco y disfuncional.