El sistema político argentino está esclerosado. Y herrumbrado. Y podrido en muchos aspectos. Por eso Javier Milei ganó las elecciones montado en su creación dizque “libertaria”: porque fue capaz de desarrollar su mentirosa farsa frente a la necedad generalizada de las dirigencias tradicionales. Sólo así pudo crecer e imponerse en las urnas el pavoroso elenco general del actual gobierno que padece el pueblo argentino.
Y es que los viejos partidos perdieron representatividad. Por culpas propias, desde ya, y también por la ringlera de complicidades que se multiplicó al calor de corruptelas que sí hubo en los últimos gobiernos peronistas y funcionaron, como era lógico esperar, a manera de directrices de la furia reaccionaria de los medios concentrados y la incomunicación tenaz, perversa y organizada para engañar a un pueblo crédulo que hoy está más desconcertado que nunca, confundido y furioso porque no encuentra salida al cenagoso desamparo del hipergastado sistema de partidos congelados y repetidos en los mismos vicios, promesas vanas y esperanzas imposibles.
Aunque en nuestro país no circula como concepto político, es obvio que el desastre político, económico y social que vive y sufre el pueblo argentino, en alarmante proceso de descomposición como Nación Soberana es, ante todo y por sobre todo un problema –un drama, mejor dicho– de índole moral.
La desarticulación y la falta de dirigencias de recambio, que apenas reconoce dos o tres líderes todavía esperanzadores, es gravísima porque el único camino –en opinión de esta columna– es recuperar valores donde se encuentren, y sólo después ponerles nombres y apellidos a las tendencias políticas.
Y es en la vieja y hoy olvidada poesía de un hombre puro donde está la prueba. La muestra, digamos, de cómo se derrumbó moralmente nuestro país, primero de a poco y después –como ahora– con la velocidad y estrépito que hoy padece el pueblo de esta Nación.
Ese hombre fue un maestro escolar bonaerense, que también fue poeta y periodista y, sobre todo, un patriota entristecido. Su nombre: Pedro Bonifacio Palacios, conocido también por su seudónimo: Almafuerte.
Nacido en La Matanza en 1854, fue muy famoso y popular en su momento, admirado, recitado y amado por el pobrerío y las primeras cohortes de trabajadores industriales de todos los oficios. Sus poemas fueron famosos y leídos, recitados y reproducidos tanto o más que el mismísimo “Martin Fierro” de Hernández.
Su seudónimo, “Almafuerte”, fue sello de popularidad en todas las familias, escuelas, postas, mercados y pulperías de la inmensa pampa argentina. Y hoy es excepcionalmente necesario recordarlo porque fue también muy veloz el olvido, al punto que paulatina y crecientemente la posteridad y el buen recuerdo lo abandonaron rotundamente a todo lo largo del pasado Siglo 20 problemático y febril que se ensañó con él al punto que hoy, pleno Siglo 21, de él no se acuerda ni el loro –dicho en criollo– o sea casi nadie en la literatura, la política, la docencia, la historia. Coherencia argentina pura, también.
Almafuerte vivió hace un siglo, cuando la Argentina era un país con esperanzas y la lucha de clases estaba, podría decirse, en pañales. Las dirigencias oligárquicas eran bestiales, racistas y sectarias, como es su esencia, y basta recorrer hoy la feroz historia nacional para comprobarlo.
Ya entonces –fin del Siglo 19 e irrupción del 20– la voz de Palacios-Almafuerte sembraba poemas y moral para la posteridad. Mismos que hoy, pleno Siglo 21, suenan dolorosos por ausentes en la cultura popular argentina actual.
De su poética quedan infinitos versos que casi nadie recupera –señal de necedad argentina– incluyendo sus versos más sonoros y populares, que cantaron millones de argentinos: “No te des por vencido, ni aún vencido / No te sientas esclavo, ni aún esclavo / Trémulo de pavor siéntete bravo / Y arremete feroz, ya malherido”.
Con sólido y contundente estilo, Almafuerte fue uno de los escritores más relevantes y leídos de por lo menos tres generaciones. Y reconocido admirativamente como uno de los “5 sabios” de la ciudad de La Plata (con Florentino Ameghino, Juan Vucetich, Alejandro Korn y Carlos Spegazzini).
Como intelectual comprometido con las causas populares, y proveniente del abajo bonaerense, su popularidad fue enorme en todos los sectores, y más en los humildes ambientes obreros y entre el pueblo trabajador que hizo suya y popular la bella máxima “no te des por vencido ni aún vencido”.
Ese mandato tampoco está siendo derrotado hoy porque propone, recomienda y ordena la herencia de Almafuerte, ese poeta y docente de impecable moral que murió en febrero de 1917 en la ciudad de La Plata y de quien si sólo esos versos sirvieran para recuperar la Patria, bueno sería que lo pongamos nuevamente en boga y en acción. Esa forma de preceptiva educacional fue y debería volver a ser superior a las que trajinan en vanas retóricas las actuales generaciones.
“No te des por vencido ni aún vencido” es hoy un mandato necesario y urgente. Una recomendación, un ruego, una esperanza. Y una orden moral. Sobre todo para estos tiempos canallas en los que quien se apoderó del Estado en una votación necia y suicida hace, ahora, prácticamente lo que se le antoja, o sea todo lo malo, perverso y destructor de nuestra Patria. Y cuyas formas y contenidos antipopulares y antijurídicos sólo están mostrando guisos calientes de manipulaciones, corrupción, el narcoactivo que ya corroe a la Argentina, y el repugnante accionar cipayo de este tiempo de espanto y perversiones.
Nadie sabe, y menos esta columna, cuándo ni cómo terminará esta pesadilla. Pero lo que es seguro es que va a terminar. Y por eso la recuperación de “Almafuerte-Palacios” es oportuna e importante. No darse por vencidos ni aún vencidos es, puede ser y debe serlo, un grito de esperanza para recuperar lo que perdió la Argentina: democracia, paz y soberanía.
Tres valores, tres conceptos, tres urgencias irreductibles. Tres mandatos morales, antes y mucho mejor que todos las sarazas y chácharas políticas.
La poesía de Almafuerte siempre cuestionó al poder y representó las voces de los pobres, los humildes y los oprimidos. Lo que le acarreó no pocos problemas con los gobiernos de inicios del Siglo 20. También con seudónimos como Plutarco o Juvenal, su más potente y perdurable es, obviamente, el más representativo de su espíritu, temperamento y obra poética.
Si hasta el enorme poeta nacional –sí que también cáustico, y mordaz– Jorge Luis Borges, lo calificó oligárquicamente, al decir de él que: “Como todo gran poeta instintivo, nos ha dejado los peores versos que cabe imaginar, pero también, alguna vez, los mejores”.@