¿No es el desierto un gran escenario? Y la conquista de él ¿no es la gran trama del gran teatro de nuestra Historia? Los indios, los milicos y los gauchos ¿no son personajes, con sus complejidades, ambivalencias, sus defensores y detractores? Puede pensarse así. Esto es lo que dice la historia y también la literatura con la que se forjó, a fuerza de repetirla hasta el hartazgo, nuestra identidad nacional. Historia y Literatura, literatura e historia, se imbrican más que nunca en ese período inicial. El Martín Fierro y sus desventuras muestran este conflicto desde un costado (o dos). También lo hace el Facundo de D. F. Sarmiento. Y entre los dos libros se construye un relato (o dos) de lo que ocurrió para poblar esta llanura de norte a sur. Los sacrificios que hubo que hacer, los que salieron perdiendo y los que salieron –hasta hoy– ganando. No es raro que en esta historia no haya mujeres. Ni sus personajes, ni sus autores lo son. Como si ellas hubieran estado siempre ocultas tras las cuatro paredes de un rancho, en una casona estilo español, o como máximo, atrás de un mostrador de alguna pulpería.
Es contra todo esto que de algún modo se planta la nueva obra de Nacho Bartolone, desde su mismo título. La narrativa nacional habla de La conquista del desierto, el acto bajo el cual alguien toma dominio violentamente de un espacio que piensa despoblado. Pero La madre del desierto –tal es el nombre de la obra– cambia el foco de la cuestión: el desierto es parido, una mujer lo da a luz. Es cierto, el desierto que décadas después conquistará Roca y en el que deambulan los personajes de esta obra no son geográficamente el mismo. Una es la Patagonia y otro, del que aquí hablamos, es el de San Juan. Pero poéticamente pueden empatarse. De-sierto es, en este caso, un paisaje (y no alude malignamente a la ausencia de habitantes, como sí lo hicieron en las narrativas de la conquista) aunque también, los dos que caminan están bastante solos.
Caminantes no hay camino
Ellos son Deolinda y su bebo, nada menos que la amada, llorada, disimulada, luego honrada, idolatrada y negociada, Difunta Correa. Es este mito el que toma Bartolone para indagar y amplificar poéticamente, insuflando de nuevos bríos y electrificando ese relato arcaico y oral. Como si dejara de ser un mito y se convirtiera en un recital distorsionado, cuya vocalista es la enorme actriz Alejandra Flechner. Y el bebo, lejos de ser un muñequito de juguete (¡que raros se ven los bebés de utilería!) es Santiago Gobernori, un actor de otra generación, igualmente poderoso, extraño y perfecto para lo que le toca encarnar. Es así como todo ese mito se convierte en teatro en el mejor de los sentidos posibles, en misa pagana, poesía plebeya, la posibilidad de refundar un relato y volverlo joda, fiesta, pero también pensamiento, intervención, entramado ideológico. Como hacían los griegos. Nada menos.
La madre del desierto retoma una historia acallada, o más bien abandonada al terreno del paganismo, de los mitos populares, de los vendedores de muñequitos que cambian de color con el clima, de medallitas, de botellas plásticas de agua bendita, placas de bronce que recuerdan alguna mágica sanación. Pero Bartolone encuentra allí una serie de elementos valiosos que le permiten pensar la Historia y la Literatura, la literatura y la historia, desde una luz nueva: una falsa luz azul en la que un bebé balbuceante (poeta por naturaleza, como todos los que aprenden a hablar) y una mujer que recorre a pie el desierto, pueden plantear ciertas ideas sobre Argentina, que quizás hasta ahora no habían sido dichas. Claro que esto no es enunciado a voz en cuello, sino desde el mucho más poderoso lenguaje de las metáforas. El brutal modo en que altera el orden de las cosas que la que tome la palabra sea una mujer en el medio del desierto –no un gaucho que ahí se pone a cantar...– y un bebé que inventa una gramática.
Para los que no la tienen fresca, la leyenda de la difunta Correa dice así. Deolinda o Dalinda Correa fue una sanjuanina que vivió en la época de las guerras civiles. Su marido, Clemente Bustos, fue reclutado forzosamente, cuando aun existía la “ley de leva”. La soldadesca que viajaba a La Rioja lo obligó a unirse a las montoneras. Angustiada por su marido y a la vez huyendo de los acosos del comisario del pueblo o de un juez de paz según las versiones, Deolinda partió a buscarlo. Tomó a su bebé y siguió las huellas de la tropa por los desiertos de la provincia de San Juan llevando exiguas provisiones de pan, charque y agua. Cuando se terminó la bebida, Deolinda estrechó al hijo junto a su pecho y se sentó bajo un árbol. Allí murió de sed. Y allí también fue encontrada por unos arrieros que observaron que su hijito seguía vivo amamantándose de su teta, de la que aún brotaba leche. La enterraron en un paraje hoy conocido como Vallecito y se llevaron al niño. Con el tiempo la historia se conoció, comenzaron las peregrinaciones hasta el lugar, que se convirtió en un santuario y ella en una santa popular, si bien no reconocida como tal por la institución católica.
Hasta aquí los hechos de una leyenda que esta obra de teatro solo toma como base para avanzar. Y avanza, en múltiples direcciones y dimensiones, en cada uno de los haces de luz en los que se faceta la arcaica historia.
Resonancias magnéticas
Hay que decir que Bartolone viene revisitando la Historia argentina desde su primera obra: Piedra sentada, pata corrida, farsa civilizatoria (2013) y que continuó con La piel del poema (2015). Pero se podría decir que más que la historia en sí, lo que le interesa es lo que la literatura hizo con ella. Siempre sus obras discuten lecturas cristalizadas y lo hacen con las armas de la poesía tanto de las palabras, como de los cuerpos.
La Difunta Correa es una de las pocas figuras femeninas que existen en los mitos populares (recordemos al Gauchito Gil y a Ceferino Namuncurá que sí fue aceptado por la Iglesia), pero al mismo tiempo su sacrificio, el modo en que ocurrió, describe muy bien un momento de la historia. El episodio data de 1840, época de luchas civiles por la organización nacional. Mucho más acá en el tiempo tenemos la obra en la que una actriz magnífica modula a una Deolinda imaginaria. Esta mujer no está nada difunta, por el contrario, muy viva, vivaracha y deseosa va en la búsqueda de Baudilio, el poeta gangoso que es padre de su hijo y que fue llevado lejos por la fuerza de una violencia que podemos llamar pre-estatal. Una de las frases/versos que ella más repite es: “El alma a la intemperie, el trabajo de la búsqueda.” Una mujer sola, que camina en círculos buscando un ser querido que el poder se llevó por la fuerza es para nosotros una imagen resonante: uno de las múltiples ecos que dispara la obra. Luego, la muerte de esa misma mujer en el desierto, la aparición de su cuerpo sin vida, impotente frente a las luchas de los hombres, de las crueles antinomias, también tiene múltiples reverberaciones en nuestro país y en nuestro presente.
Estas ideas son novedosas en el lienzo replanchado del pensamiento de nuestro siglo fundacional. Otra de las frases/ versos que se repite como leitmotiv es “También los que duermen rigen el orden del mundo.” Si los que duermen son los que duermen el sueño eterno, se podría decir que es en nombre de todos ellos que habla esta mujer. Y es en nombre de esta mujer que habla la obra, escrita en una lengua poética que es también la de los que quedaron marginados de la Historia y la Literatura, la literatura y la historia. No por nada uno de los dos epígrafes que comienza el texto es el famoso latiguillo de Néstor Perlogher, aunque también podríamos decir látigo, porque son versos que vienen golpeando fuerte estos días: Bajo las matas / En los pajonales / Sobre los puentes / En los canales / Hay Cadáveres.
Debajo del desierto
Pese a todo lo dicho La madre del desierto, está lejos de ser una obra con tintes trágicos o lacrimógenos. El clima es de gran vitalidad y permanente chichoneo ente los actores. Uno de los elementos más conmovedores y a la vez más divertidos de la pieza –aunque ya sepamos su triste final– es precisamente eso: la relación madre e hijo. En medio de un de-sierto beckettiano, solo atravesado por los fulgores del atardecer y una música de cactus, ellos son la alegría uno del otro. Si bien sus vidas están en peligro constante, estar juntos es una gracia, una pagana bendición. Deolinda dice: Velloncito de mi carne, que en mi entraña yo tejí, ¿no lo ha visto pasar a su papaí? Y el Bebo PuraLeche contesta A mi papá yo no lo vi... ¡Tetas vengan a mí!
Se disfruta en principio la decisión de que el bebé sea una adulto corpulento y que la madre sea una mujer menudita. Todas las combinaciones posibles entre sus cuerpos son probadas y generan sentidos: fragilidad, humor, erotismo. Pero más allá de las diferencias físicas, la teatralidad de este vínculo se plantea de una forma muy particular porque Alejandra Flechner es una actriz emblemática de los 80, miembro de las célebres Gambas al Ajillo, grupo central del off de esa época. Y Santiago Gobernori es un actor y director de una enorme potencia y recorrido de lo que es el off del 2000 hasta hoy. Son dos fuerzas que se juntan y colisionan. Dos estilos de actuación únicos, pero con mucho en común: la enorme entrega física, la capacidad de encarnar seres o estados que nada deben a lo conocido, a los modos de representación canónicos o realistas.
En este sentido es que el mito se torna festivo y contracultural. No solo por lo que representan ellos dos como actores –la leyenda que precede a Flechner y Gobernori– sino por lo que hacen arriba del escenario. Ella dice: “Como la tonada mía tiene algo de llorona voy a hacer el esfuerzo de no ponerme lastimera. Io soy La Deolinda, este es mi hijo y su papa no está, se lo llevaron, y a buscarlo voy a salir porque así lo arreglamos. Dentro de poco te vamos a bautizar, y después te voy a destetar, un destetado de tu raza vai a ser vos mi bebo. La raza láctea. Lo pequeño de lo pequeño, mi bebo Puraleche. El viento, caldeado como aliento de perro no afloja nunca, ni ahorita que es noche y io voy a salir a encontrar a mi marido, el gangoso, tu papaí, porque así lo arreglamos.” Y él dice: “El paisaje es mío en mí ahora. Porque io soy El Bebo, y soy El Todo. Y es que así es, hasta los seis meses, es. El bebo se percibe así, no complemento no, si todo si. La vastedad arenosa ocre amarillo pillada y El Bebo: ¡Uno! La trasparencia tornasolada indefinidamente suspendida en el sofocante aire del amanecer San Juanino y el Bebo: ¡Uno! Los cactus jodidos, arbolito algarrobo, arbusto´ vago e´ mierda, eróticos pajonales y El Bebo... ¡Uno! Místicos zorros, escarabajo negro, vinchucas malvadas, chicharras que cantan contra la erótica del sueño y El Bebo: ¡Uno! El viento zondeado no para y el Bebo: ¡Uno! La mamá dormida cansada y El Bebo: ¡Uno!”
Es difícil encontrar un dramaturgo contemporáneo que escriba así, en tan compleja articulación de imágenes, referencias, formas reconocibles de habla norteña, con modismos contemporáneos y otros decididamente poéticos, rítmicos, sonoros puros. Es algo que Bartolone viene desplegando y que en esta obra llega a un punto muy alto de ejecución.
Y al mismo tiempo es muy difícil que alguien pueda actuar eso sin convertirlo en un recitado solemne o una ilustración de lo dicho. Flechner y Gobernori son dos que elevan y pulverizan las palabras. Bailan con movimientos como de friso bidimensional o gateos ridículos de dibujito animado, crean gestos insólitos, sonoridades inauditas, quiebres de registro, voces autóctonas y barriales. Figuras y más figuras que parecen venir del fondo de la historia, pero que pueden estar casi a la vuelta de la esquina, o arriba de un escenario y se meten muy adentro de nuestros ojos y oídos, de ese modo que ocurre cuando el teatro verdaderamente cobra vida.
La madre del desierto, de jueves a domingos, a las 21 en el Teatro Cervantes.