"Eppur se muove", Galileo Galilei.

Mientras transito la sesión, Mimi me alienta en cada expresión sinsentido. “Ahí va”, “eso es”, festeja cada suspiro-sonido-espamo-inacción. Escarba en mi cuerpo que le confío desde hace un tiempo.

Hablamos y trato de llegar a alguna conclusión para que desde diferentes puntas me ayude a ponerle palabras a un dolor real, físico y concreto que tengo en un costado desde hace dos meses. Esbozo ideas anatómicas, psicosomáticas, emocionales e históricas. Ella me mira, me escucha y me sonríe como diciendo qué sé yo hasta que sentencia: “a veces el dolor es una reseña, ¿no?”.

Intento ir otra vez a una explicación posible: ¿qué es una reseña? ¿qué me está reseñando esto? pero wow, qué maravilla: el dolor es una reseña. Ahora sí lo entiendo.

Todas las causas juntas, allí apelmazadas en una partecita que se muestra como el todo. Una partecita que se te ilumina con luces de neón para decirte que en ese callejón algo hay.

Desde que me dijo que el dolor es una reseña no puedo parar de llorar. Y vuelvo a intentar poner en palabras algo: ¿qué estoy llorando? Ni siquiera llego a un mínimo punteo claro. Cada vez peor, ahora resulta que lloro un dolor reseñado.

Hay un punto ciego en el lenguaje. Un punto en el que ninguna perspectiva llega: las líneas se unen, se funden todas juntas y lo que queda es un cuerpo dolido.

Voy a llegar a casa y voy a escribir algo sobre este dolor. Algo sobre el silencio. Algo sobre el lenguaje, me digo. No me sale nada. Sin embargo, estoy escribiendo con claridad sobre un aspecto del cuerpo que no me parece nombrable.

Este imposible me lleva a otras formas posibles y, de pronto, estoy pintando como cuando entraba en ostracismo a mis 9 años, y ahí estoy pintando sobre mi misma algo que son flores, flores que me llevan a centros y me sacan hacia las hojas y se deslizan en tallos. ¿Estoy pintando un cuerpo con un dolor reseñado al pintar las flores más venusinas que puedo pintar?

Eso que están haciendo mis manos me deja en un vacío más liviano. Mis manos están resolviendo algo que mi mente no puede. No lo puedo decir mejor yo que Sor Juana Inés de la Cruz: “¿Pues qué os pudiera contar, señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Ver que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por el contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no. Por no cansarnos de tales frialdades, que sólo refiero para daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa, pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”.

Una nueva textualidad aparece y se remite a la sintaxis del cuerpo, a la organización de la estructura en estructuritas organizadas a través de un flujo constante como fuerza de vida, allí donde las manos concretas llegan a tocar y a mover algo, “una cosa”, que estaba no vista ni sentida en detalle y que, quizás, deba esperar mucho más para poder ser nombrada.

 

Dejo mi dolor en reposo hasta que se desvanezca, que el cuerpo lo sintetice como mejor pueda para que después pueda contarlo, es decir, ordenarlo en una linealidad posible.