A Lara y Katy

A los quince, o te ibas a Miami y a Disney a flotar en la cultura globalizada o esperabas ansiosa la antología de los Ramones y unos DVD de Almodóvar. Al margen de esa disyuntiva que pareciera tan opuesta, se trataba de dos almas en trance hacia un destino a punto de estallar.

El sortilegio de sus vidas recién se iniciaba, amparadas en tierras firmes de encantamientos florales, como en una fábula de Lewis Carroll.

Yo, como un amuleto supersticioso, observaba, mirando, para descifrar el significado del tiempo y sus latidos certeros.

Unas cuantas páginas de Borges metafísico. Artaud y su locura luminosa. Algunos discos de Spinetta. La solidaridad desde lo social humano. El compromiso con ideologías filosóficas direccionadas hacia una armonía de las almas. El arte como herramienta para la trasformación del ser y su realidad. Este ideario fue moldeando una manera de existir.

¿Quién se atrevería a dilucidar los momentos en la vida de las personas como en una estrategia de marketing? Los seres humanos en nombre de algún dios, o algún diablo con poderes taumatúrgicos, que, al exponerlos, terminan representando la farsa de la globalización y la despersonalización, que actúa siniestra, sobre los cráneos de la humanidad plena.

A los quince, no pasa nada, solo un año más en la vida terrena. Lo efímero de un festejo se esfuma en la angustia de existir y perecer.

¿Pero, quién podría decir que, ya sea en el capitalista Edén llamado Disney o en un lúgubre sótano escuchando a los chicos de Queens, no pasaba nada?

Allí ocurría lo que ellas querían que sucediera. Dueñas de sus intimidades. Diosas en sus laberintos matemáticos. Nunca quedaron en los quince. Nunca quedaron al nacer. Ellas avanzan como hadas con sus alas brillantes hacia confines eternos. Son tan precisas, que el cielo, al verlas, trasforma su blancura imperecedera, hacia un rosáceo poético de belleza inigualable.

 

Osvaldo S. Marrochi