Cuando el 10 de mayo de 1980 Ariel se presentó por primera vez en el teatro IFT, ya hacía muchos años que había atravesado los carnavales de José C. Paz con el disfraz de gaucho que le confeccionó para siempre su abuela, ese que le servía tanto para la murga como para cantar en los actos escolares el repertorio completo de Rimoldi Fraga. Y hacía algunos años que organizaba actividades clandestinas con otros músicos “para juntar guita que necesitaban las Madres de Plaza de Mayo y otros organismos de derechos humanos”.
Faltando media hora para comenzar ese, su primer recital, cayó en la cuenta de que no tenía apellido, ya que su padre le había prohibido usar el suyo “si no vas a laburar” entonces un violinista de la banda le regaló el propio y así fue que se llamó Ariel Prat.
Ariel habla mirando a los ojos o a su guitarra. O a las paredes de su casa llena de señales claras: la foto del abrazo de Nestor y Cristina, pañuelos de Las Madres, Reconocimientos de lugares cercanos y perdidos. Una foto de Vera. Nada la pasa desapercibido. Todo lo apasiona, hasta el recuerdo de su padre a quien “entendí. El laburaba duro de verdad. Trabajaba en el puerto, en la junta nacional de granos, era pintor de casas y caramelero en el cine Los Ángeles y además fue en otra época, dirigente sindical en la General Motors. Salía de casa a las cuatro de la mañana, entonces para él, laburo era trabajar duro” dice, mientras recuerda con lejana ternura su paso a una vida mejor cuando “nos mudamos a José C. Paz, a una casa que era un ranchito de material sobre calle de tierra, la cocina era parte del dormitorio de mis viejos. Era una casa de ningún living, una pieza y farol de kerosene. Pero por lo menos allí éramos cuatro. Veníamos de vivir diez en el mismo lugar”.
Candombe, murga, tango. Prat guarda una sonrisa de nostalgia viva para cada cosa que va deshilvanando de la memoria. Dueño de una historia hecha de pequeñas historias, zurce retazos de una vida no lineal pero continua, por eso “yo siempre usé y uso la rítmica para decir lo que pasa, pero desde lo vital. La murga, el candombe de Buenos Aires es algo vivo. Si decido no ponerle música a la historia, escribo un libro” donde cuenta por ejemplo que cuando pensó que se dedicaría al futbol “jugué con el Diego, en el ´72 y el´73, después yo me fui a Chacarita y después me encontró la música de forma definitiva”. Lo que significó trabajar en una verdulería o repartiendo diarios en un barrio donde no consigue caminar dos cuadras sin las muestras de cariño de sus vecinos.
“No podés hacer algo genuino si no tenés adentro lo que tu lugar te da. La introspección de tu lugar es lo que te pone el sesgo en lo que hacés. Luego ves cuál es tu lugar y cómo lo asumís. A mí el barrio me dio todo. De ahí tomo lo que soy y hago. Mirá a Zitarrosa, Pugliese, el Sabalero, Florián, Troilo. Se respira de dónde son”. Y de la lista sale la pregunta que se encuentra con la respuesta firme de “no existe ni la murga ni el candombe rioplatense. Los uruguayos hacen una cosa y nosotros otra. Yo respeto mucho lo que hacen en Uruguay, pero no tiene nada que ver con lo que hacemos en Buenos Aires”. Y no termina la frase sin rematarla: “La murga es parte del ADN nuestro, que ni siquiera tiene que ver con el carnaval, es mas de candombe, de nuestro candombe. Nuestra murga es el secreto mejor guardado y peor cuidado de la cultura popular. El repentismo, la coralidad, la rítmica, esa cosa del futbol. Eso es argentino. Y está escondido”.
El barrio le dio olores, colores, y en la mirada, motivos para sus temas y “el pasado de mi abuela, con un linaje negro en la sangre del que no se hablaba y yo reivindico” dice quien aun siendo casi blanco se nombra como El Negro Prat, con quien es imposible hablar de cualquier cosa sin que tenga y ponga referencias históricas y sabe que “en Argentina el movimiento negro es enorme y comenzó a negarlo Sarmiento en su primer censo categorizando como pardo, trigueño, zambo, y va blanqueando la sociedad argentina. Y después el tango clásico que niega lo negro. Así como la historia” y entonces atiza su propio fuego dictando con el dedo como en clase que “en 1851, dos negros, Casildo Thompson y Lucas Fernández armaron el movimiento Democracia Negra, y eran argentinos. Y sacaban un periódico que se llamaba El Proletario, un proto peronismo contra la explotación”. Y no es raro que use el tono efusivamente didáctico agitando los brazos. Es parte de lo que enseña en su catedra de la UNDAV: cultura popular y carnaval en Buenos Aires, en la licenciatura de gestión cultural, desde hace diez años.
Por sus canciones pasa todo: la vida, el barrio, el país, los amores contrariados y los otros. Tangos, murgas, milongas, la vida a veces, su hija Vera a quien le escribió “y salta mi murguita hecha canción, Matanza que da vida al corazón. Sos vos, y vos sos yo” y que grabó con Lito Vitale.
Es difícil hablar de música con Ariel Prat y poder escribirlo, porque cualquier explicación viene con voz de murga y ritmo sobre la mesa porque “no, ´Al final del carnaval´ era un tema distinto, porque sonaba quin quin, can can, tup prabarabaraba tum tum”. Porque canta, toca, rumbea siempre hasta que llega a la letra “Travestis empapados, bonita excusa para armar un rocanroll, y una piba en la vereda que se irá con poca histeria, detrás de aquel murguero, a algún rincón”.
Desde aquel mayo hasta hoy, pasaron infinidad de conciertos, mas de doscientos temas propios y cinco libros escritos, más uno que Pablo Vazquez escribió sobre él y que se llama Corazón y memoria. En la misma lista hasta hoy, figura que el padre lo perdonó, que la madre va a sus conciertos y a sus ochenta y cinco años baila sus murgas bastón en mano y algún recuerdo de algunos libros de infancia, porque “a los seis años leía a Jauretche y a Horacio Quiroga. Era lo que había en mi casa” y lo dice con mas carcajada que falso orgullo ya que “era eso y la radio. O sea, tangos”.
Atrás quedaron cosas. La maestra de guitarra que le pegaba cachetazos para que siendo zurdo toque como diestro porque lo quería llevar a festivales, las milanesas de mortadela, los conciertos suspendidos por pura persecución, los actos de solidaridad y las felicidades que se van juntando andando por la vida con una sonrisa porque “al final todo está bien ¿sabes? Yo siempre elegí mis batallas. Y acá estoy, cantando”.