Hacía mucho frío ese mes de julio, pero quise ir igual a la Plaza del Congreso a esperar la resolución de la votación en senadores por la Ley de Matrimonio Igualitario. Unas amigas me esperaban en el bar de la esquina de Entre Ríos e Hipólito Yrigoyen. Nos turnábamos para cuidar la mesa. Mientras algunas salíamos, otras entrábamos. Escondida bajo la bufanda, dentro de la campera y disimulando el frío representaba un poco como vivía.

Fue una noche larga. Por momentos recordaba la vergüenza que sentí de niña cuando me daba cuenta de que los varones no llamaban mi atención. Buscaba información a escondidas sobre homosexualidad y encontraba muy pocas cosas, épocas en la que no existía Internet. Tampoco tenía con quien hablar de lo que me pasaba. El mantener oculto lo que sentía hizo que no fuera parte de ningún grupo de pertenencia en la adolescencia.

Era de madrugada cuando festejamos la aprobación de la Ley. La ansiedad se convirtió en felicidad, mientras que la sensación de extrañeza continuaba sin nombre. Tuvieron que pasar muchos años para que pueda nombrar y ponerle palabra a eso que me traspasaba la piel, que no elegí y que se apoderó de mí. Esa noche fue la primera de tantas donde no me sentí sola.

Al día siguiente, la mañana fue menos incierta que las anteriores. Salí de casa temprano para ir al trabajo. Algo había cambiado, pero no llegué a dimensionar los efectos de vivir en una sociedad que tiene una ley que avala el matrimonio entre personas del mismo sexo. Este 15 de julio se cumplieron catorce años de igualdad.

Cristina Fernández de Kirchner, presidenta en ese momento, después de la votación dijo “al otro día de una sanción tan importante de una ley me había levantado exactamente con los mismos derechos que había tenido, antes de la sanción, cosa rara porque cada vez que se aprueban cosas importantes alguno queda siempre tambaleando o con algo menos, por lo menos es la historia de esta Argentina y del mundo. Sin embargo, yo estaba con los mismos derechos y había cientos de miles que habían conquistado los mismos derechos que yo tenía. Nadie me había sacado nada y yo no le había sacado nada a nadie; al contrario, le habíamos dado a otros, cosas que les faltaban y que nosotros teníamos”.

Argentina fue el primer país de América Latina y el décimo en el mundo en reconocer este derecho ganado en el 2010, bajo la Ley 26.618. La conquista no fue fácil. A fines del 2009 las organizaciones civiles, sociales y la militancia fueron quienes lograron poner el tema en agenda y el gobierno nacional decidió acompañar esa iniciativa. En la Cámara de Diputados se logró la media sanción con 126 votos a favor y 110 en contra y se terminó definiendo en el senado.

La salida de esta ley rompió la idea de que hay una sola familia posible. Abrió la posibilidad de armar diferentes tipos de hogares y por sobre todo legitimarlos. Una madre, una hermana, una sobrina puede decir, después de la ley mucho más livianamente, que su hijx, hermanx, tíx es homosexual porque la promulgación dio derechos y también generó un consenso social.

Tuvieron que pasar varios años para que pueda nombrarme lesbiana y con orgullo, porque entendí que es una identidad compartida intra generacional. Donde no importa la clase social ni la edad que se tenga. Ese nombrarnos nos une y nos define.

Ser lesbiana es una manera particular de ver y habitar el mundo. Es pisar sobre una baldosa distinta a las demás. Propicia una mirada otra al no formar parte del modelo hegemónico. Comprendí que eso lo hace hermoso y también doloroso.

Nombrarse es un acto político por el peso social que hay detrás en invisibilizar, ocultar y silenciar. También implica ponerle palabras y pensamientos a situaciones que existían, pero se ocultaban y callaban. Por otra parte, abre debates donde no los había. Salir de la mudez y romper el silencio son modos de hacerse de un lugar, del mismo modo que crear una identidad y formar parte de un grupo de pertenencia. No hay mayor honestidad que nombrarnos cómo nos percibimos y cómo nos sentimos.

Es muy importante el uso del lenguaje porque en función de cómo hablamos, pensamos. Si lo modificamos, cambian las estructuras de poder hegemónicas. En toda relación humana hay dominación y el lenguaje es cómplice. Alterarlo es una herramienta para liberarnos de ese sometimiento.

El Estado y la iglesia tienen una estructura patriarcal en la que reproducen un concepto de familia como institución dominante. Ese sistema impone mecanismos de poder contra las minorías disidentes que no responden a la categoría cis-hétero-normativa. Fueron muchos años de trabajo para concientizar e incorporar una perspectiva de género en las diferentes capas institucionales y sociales para llegar a entender que donde hay una necesidad, hay un derecho.

Construir derechos lleva años y destruirlos, un par de decretos. A nadie le gusta perder lo ganado. Una de las cuestiones más importantes es no olvidar y tener memoria. La ultraderecha ataca los derechos porque piensa que son privilegios.

Aprender a convivir con lo otro, con lo extranjero y con lo que nos interpela es lo que nos hace ser parte de una construcción social en la que estemos todes adentro, porque en definitiva todes somos el otro.