“La tiranía empezará el día en que los hombres crean realmente que la racionalidad de los sistemas técnicos aniquila el ´ruido´ inherente a toda situación de comunicación” escribió Dominic Wolton hace veinticinco años. Quizá el sociólogo francés no sea el más lúcido de los pensadores, sin embargo, cuando en aquel entonces, algunos movimientos como el ciberpunk o intelectuales como Jesús Martín Barbero, Manuel Castells o Henry Jenkins, caían bajo los encantos que ofrecían las “nuevas” tecnologías asociadas a progreso y libertad, donde se romantizaba la “navegación” y el cambio de la direccionalidad clásica de los medios masivos a la reticularidad que caracteriza las redes sociales parecía ofrecer una democratización en la que cada usuario se convertiría en productor de contenidos, Wolton ofrecía una perspectiva diferente. Se permitía, no solo desconfiar, sino alertarnos sobre algunos problemas básicos que internet potenciaría: la lógica de la inmediatez, la fantasía sobre el progreso, las soledades interactivas, la juventud como soporte de un “tiempo comprimido”, el problema de las “búsquedas” sin competencia y, principalmente, la ficción respecto a la información sin comunicación y la eliminación de las distancias entre producción y reconocimiento, como si las fallas en la interpretación fueran resultado de las imperfecciones técnicas y no un problema vinculado a la naturaleza humana.
El tiempo en las redes es “homogéneo, racional y liso” expresa Wolton, y toda respuesta debe ser inmediata. Esto opera tanto en el ámbito personal; necesitamos saber cuánto dura el semáforo, en qué lugar del recorrido se encuentra el Uber que nos viene a buscar o la persona con la que nos vamos a encontrar, las apps y/o plataformas nos avisan cuando la carga “está tardando más de la cuenta”: salir de casa sin celular se ha transformado en un síndrome (que lejos quedó nuestra adolescencia cuando salíamos por la noche y nuestros padres no sabían nada de nosotros hasta el día siguiente). Lo mismo en el ámbito laboral; la utopía del empleado nómade con su laptop realizando tareas desde cualquier lugar del planeta se sustituye por el empleado hiper explotado localizable veinticuatro horas. En Francia se ha intentado legislar al respecto sin mayores resultados ya que, como ha advertido Byung-Chul Han, hoy el individuo es el garante de su propia explotación.
Hace unas semanas se viralizó un tik-tok donde una influencer se quejaba por los libros que le habían hecho leer en el secundario. Según sus palabras, la IA había resumido en escasas páginas acontecimientos como la Segunda Guerra Mundial o la Guerra de Malvinas, que le habían llevado horas de lectura.
Cualquier hecho que involucre el tiempo nos resulta insoportable y ahí está la IA para eliminar los datos y el tiempo innecesario. Y esto comienza a operar sobre nuestros sistemas representativos: ¿para qué perder tiempo en interminables debates, en sueldos y transportes de legisladores, si existe la tecnología para gobernar a través de plebiscitos vía redes sociales sin movernos de nuestra casa? Los resultados serían instantáneos, se eliminarían las interferencias que generan las largas esperas de los conteos, así como las discrepancias entre los intereses del pueblo y sus representantes. Esta es la utopía de una democracia 2.0. ¡Javier Milei ya ha manifestado su idea de hacer una reforma del estado con ayuda de la IA!
Sin embargo, la democracia moderna, surgida a partir del liberalismo y la ilustración, se funda en el debate parlamentario; esto involucra un cambio sustancial respecto a un Ansien Régime adonde Dios era la garantía del orden. A diferencia de la lógica del statu quo pregonado por las instituciones medievales, el debate es performativo y supone una constante transformación (el “orden” no se encuentra dado). Durante la edad media, la “idea” ocupaba el lugar de la verdad (deidad deviene de esencia, o sea, lo que no cambia) frente a la materia, signo de corrupción. Contrariamente, con la modernidad el cuerpo se torna soporte del posicionamiento ético y encarna la palabra. En este sentido, tiempo y cuerpo resumen la lógica del sujeto de la modernidad y la democracia.
La utopía tecnocrática del capitalismo tardío o posmoderno nos retrotrae a un neofeudalismo que sustituye un tiempo proyectual por instantaneidad y disuelve toda corporalidad bajo el aspecto de una fachada digitalizada que transforma el debate en opinión sin cuerpo y, por tanto, sin responsabilidad ni fundamento. De este modo, no resultan extrañas las actuales democracias de baja intensidad en las que no observamos grandes compromisos y donde el voto, más que cristalizar demandas positivas que afiancen el vínculo social y mejoren las condiciones de vida de la población, es síntoma de una reacción infantilizada hacia candidatos cuyo discurso, en apariencia, opera por fuera de lo político pero que en la práctica no hacen más que legitimar patrones tradicionales y un statu quo que implica la transferencia de recursos desde los sectores que menos tienen hacia los grupos más concentrados.
El dilema de la verdad y la interpretación es un problema de naturaleza humana y, como expresó Aristóteles, el origen de lo político. Cualquier fantasía de solución a través del desarrollo o “progreso” tecnológico, lo único que puede proveer es una sociedad más totalitaria. A esto se refiere Wolton con la desaparición del “ruido”: el ruido es el humanismo.
* Docente UBA-UNSAM