Las coordenadas exactas son, por supuesto, top secret. Pero en algún lugar del Gran Manchester, en una discreta calle de las afueras, me encuentro ante un depósito cerrado. Nick Bennett, de 57 años, está a mi lado, armado con un tintineante llavero que rivaliza con el de cualquier conserje de escuela. Me hace prometer que no compartiré la ubicación de este lugar. Le aseguro que no soy un agente doble. Cuando abren la puerta y entramos en el local, comprendo apiladas hasta el techo con objetos valorados en cientos de miles de libras. James Bond.