Un primer libro es un acontecimiento singular. Se parece a un nacimiento. Pero lejos de la trillada comparación libro-hijo, es mejor decir que quien nace es un escritor. Que sus colegas estén presentes para recibirlo en el mundo de la literatura en forma de libro, eso espera quizás el rosarino Cristian Bautista, autor de un libro de cuentos cuyo título afirma en un tono agridulce: A veces el mundo es un buen lugar. Publicado en Buenos Aires por La Gran Nilson, el libro se presenta mañana jueves 18 de julio, a las 19, en un lugar acogedor: el bar cultural La Popular (esquina Santa Fe y Santiago, Rosario). Lo presentan Lila Gianelloni y Pablo Colacrai, los dos talleristas con quienes Bautista pule sus textos antes de publicarlos en medios como este o como el periódico El Eslabón.

Por supuesto que estará presente el autor, leyendo algún cuento, reponiendo aquel hálito vital que en la letra escrita de los diarios suele perderse. Hay un ritmo en la forma de leer de Cristian, un tono de su voz, que les imprime a sus relatos la música justa para que transmitan el universo complejo y sutil de emociones y afectos cuya letra jamás lo expresa directamente, sino de modo oblicuo. En estos quince cuentos, no se nombra eso que hace que el mundo sea (solo a veces) un buen lugar, sino que se construye el espacio de una ceremonia íntima donde se aloja el sentido de la vida, resplandece por un instante y se va, dejando su huella indeleble en el recuerdo. No importa el tiempo que separe, en la biografía ficcional del narrador, el momento de las escenas narradas y el de su evocación. La antigua dicha brilla a través de las décadas. La distancia con el tiempo de la infancia se mide en las marcas culturales que atesoran como posesiones los humildes personajes: unos discos, el auto familiar, una jarra en forma de pingüino traída de unas vacaciones en un hotel de los tiempos del primer peronismo. Aquellos objetos envejecen con sus dueños cuando dejan de simbolizar esperanzas y deseos.

Al comienzo del libro, una serie de tres cuentos conmueve al insistir en el tema del amor bien entendido: el amor como malentendido. Las silenciosas o explícitas expectativas de quien ama por quien es amado o amada se ven defraudadas inevitablemente, y eso se nos muestra desde una conciencia de autor que abarca y supera las de sus personajes: el amor consiste en dar cinco baldosas cuando solo nos pedían arreglar una plancha. 

Cada uno de estos quince cuentos constituye una respuesta a la pregunta por lo que nos hace humanos, ese espesor simbólico que nos despegó para siempre de la mera biología. Sus personajes no comen ni devoran: cenan, almuerzan, desayunan, toman mate o fuman, siempre ritmando la donación del alimento con la música de los gestos, las miradas y los diálogos, y en esa trama se teje lo inefable que une, y en esa trama se teje la literatura de Cristian Bautista. Sus cuentos siguen la tradición literaria que a fines del siglo pasado era asociada a Raymond Carver, y que hunde sus raíces en la teoría del iceberg de Ernest Hemingway, en la narrativa breve del dramaturgo Anton Chéjov y en eso que la teoría literaria acerca de la obra del maestro ruso del siglo diecinueve dio en llamar "la rodaja de vida". Bautista aporta lo suyo y lo propio de este tiempo. Ante una época en que todo lo humano parece zozobrar bajo los embates del discurso capitalista, él reconstruye con minuciosidad las ceremonias íntimas de un estar juntos todos, toda la familia, eso capaz de acunar una niñez y cuyas viejas canciones vuelven a la memoria.

Su cuerda más sonora es una nota menor pero de acorde profundo: los momentos que parecen banales pero cuyo mar de fondo traduce reacomodamientos de placas, indicio de lo cual aflora apenas en la superficie de la vida cotidiana compartida. Ese baile o ese juego o esa charla o ese paseo o esas vacaciones que pueden ser lo primero o lo último que hacen juntos todo un pequeño grupo, allí pone el foco el cuento al modo del ámbar que preserva, irradiando un humilde y perdido esplendor. La vida de un individuo, o las de un pequeño grupo de individuos, bajo la microscopía de estas viñetas narrativas es algo tan significativo como un continente o un imperio con sus triunfos y decadencias. 

Pero nada de eso se relata desde la jactancia sino que se ofrece a ser leído a media luz, a medias adivinado, atisbado entre líneas en lo entredicho. Solo en una rara ocasión en que intenta abordar la historia con hache mayúscula fracasa el autor al componer una escena inverosímil: es preciso decir que los cuerpos de Malvinas no volvieron, no fueron sepultados ni velados por sus familias. En lo demás es exacto hasta el delirio, sobre todo en esas playlists que destilan nostalgia de los primeros años setenta, y en su descripción de objetos y consumos culturales recargados de afecto: desechos sagrados, testigos del paso del tiempo que permanecen incorruptos en sus hogares de origen, por fuera de la categoría trivial de lo vintage. Cristian decidió que la foto de tapa de su libro (tomada por la editora, Alejandra Correa) sería la radio Spica trucha industria argentina de su abuelo. Investigó la historia de las radios Spica, fabricadas en Japón después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial; ojalá que sean materia del próximo cuento.