No era, evidentemente, un populista. Por lo menos en lo que dejan trasuntar sus textos canónicos –sus clases preparadas bajo el impulso del viejo profesor que había sido–, que condenan el caudillismo y todo síntoma de acción política que no se base en reglas y preceptos. En ese sentido decía haber llegado para interrumpir los ciclos caudillistas, sofocados por fin por un acceso específico a las fuentes sistemáticas del saber político. Había sin duda cierto positivismo en ese tipo de percepción de los efectos de la razón práctica –una obediencia racional y libre– antes que en el nebuloso acatamiento a un caudillo.
En los Apuntes de Historia militar (1931) se perciben muchos rasgos de este estilo profesoral, del maestro clausewitziano. Se sabe bien. Clausewitz fue su lectura mayor y su numen a la distancia, como el de tantas generaciones militares argentinas. La idea de batalla, de lucha de voluntades, de la esencialidad de ese encuentro violento y pasional que son los movimientos de masas armadas que confluyen en un punto del destino, la conflagración. Como Lenin, estudió a Clausewitz, el fundador austriaco de la escuela militar prusiana. A diferencia de Lenin, que a la luz de la Lógica de Hegel había leído a Clausewitz -en lo que Carl Schmidt declaró como el mayor acontecimiento lectural del siglo XX, Perón fue más sumario en los elementos de filosofía de la historia con los que acompañó aquel tratado de Clausewitz, que tenía casi una renovada fuerza aristotélica en la consideración del orden de las pasiones.
De joven había leído la vasta historia providencialista de Cantú, probable regalo de su padre, el perseverante agricultor Mario Perón y seguramente de allí obtuvo un cuño providencialista que en Cantú era cristiano y Perón convirtió en una referencia laica que terminó plasmada en la idea del “hombre del destino”, y en general a la referencia al destino con toques renacentistas, lo que incluía una pócima de infortunio necesario y la aptitud para “soportar” los más furiosos “golpes de la fortuna”.
De sus lecturas Perón obtiene esencialmente proverbios, un uso performativo, chacotero y de ambigua socarronería de la lengua política, y lo mismo hace con el célebre Vom Kriege, donde –nada inhabitual en la educación militar–, todo suele tornarse un tipo de frase aforístico y conductista, a los que también Perón solía llamar con un remoto vocablo helenístico, “apotegmas”. “Nada deseo más que una batalla” se le atribuye a Napoleón, pero es posible que redactado de otra manera también esté en Clausewitz o en Von Schlieffen. Juntos a estos y otros numerosos textos de formación militar –que son en su fondo último escritos sobre un mundo honorífico y no pocas veces sacrificial–, Perón lee de adolescente un libro que Mario Perón, el padre, se empeña especialmente que conozca: los consejos de Lord Chesterfield a su hijo. Aquí también hay fuertes indicios de cuál era la otra veta formativa de quien sería un brillante cadete de “perfil intelectual” del Ejército. Este libro es una recopilación de aforismos para el comportamiento “en la vida y en los salones” donde sobrevolaba cierta picaresca en relación al momento preciso en que se podía decir algo y cuando convenía llamarse a silencio, todo en tren de una sabiduría adquirida en un mundo galante de convivencia, en el cual cierta suavizada manera de la “lucha por la vida” debía ser conocido por el principiante.
La armazón genérica de lecturas del cadete y luego oficial Perón era la Biblioteca del Oficial, nunca bien estudiado repositorio de toda la bibliografía militar de la época, que durante varias décadas informó el debate militar argentino a la luz de las guerras mundiales. Iniciada a principios del siglo XX, en el ejército de Ricchieri, aún sigue saliendo. En su época de oro debería ser estudiada como lo fue Sur, y podría decirse que fue la Sur de los militares, un poco anterior pues en verdad coincidió en su mejor momento con todo el ciclo de la revista Nosotros (1907-1943). En esos años se publicaron las obras fundamentales de von Clausewitz, von Schlieffen, el Mariscal Foch, el Mariscal Montgomery, Füller, Liddle Hart (citado por Borges en “El jardín de senderos que se bifurcan”), Guderian, Bradley, Bouthoul, Huntington, Jomini (un teórico suizo, napoleónico) no faltaba la Ciropedia de Jenofonte (por la que Perón no pasará indiferente) y uno de sus volúmenes en la célebre La Nación en armas de Von der Goltz, que muchos vieron el texto más cercano a lo que después fue el diccionario básico peronista: allí se encontraba la idea de que una Nación es un sistema de movilización general de sus entes económicos, culturales y anímicos. Otros autores de esta Biblioteca sin la cual dudosamente Perón hubiera encarnado su vivaz lengua citadora, con Leopoldo Lugones, Juan José Güiraldes, José Pacífico Otero (el historiador de San Martín) y, desde luego, el propio Juan Domingo Perón.
En cuanto a Perón, sus publicaciones son sobre la Guerra Franco-Prusiana (1871) y la guerra Ruso-Japonesa (1905), una de ella en colaboración, y dígase que no dejaron de causarle cierto disgusto, pues obtuvo una acusación de plagio de otro militar que motivó que debiera aclarar el caso ante un tribunal militar.
¿Qué clase de escritor era Perón? Porque sin dudas, escribe. Ya treintañero, con el grado de mayor, escribe a pedido del general Sarobe, una memoria sobre el golpe del 30. Las titula como testigo, lo que en verdad no fue. El escrito es animado y tiene aspectos indudablemente humorísticos, provocados por la impericia y desorganización de los conspiradores. Perón toma con su habitual socarronería “criolla” estos deslices pero se pone serio al señalar ante la falta de lo que sería uno de los lemas de lo que privilegió siempre: “sin organización ni preparación...” y luego explotar el éxito, nunca se llegará a nada.
Se pueden cotejar otros momentos de la escritura de Perón, ceñida a cierta elegancia protocolar militar, con alguna cortesanía de salón que no obstante sabe adquirir matices de furia cuando la situación lo exige, con ceremonialismos diversos que pronto lo vuelven a poner en la vía sentenciosa y, por cierto, un tanto solemne de la prosa que cultiva, que tiene por dentro, también, sólidos andamios de orden.
Los que acompañaron al peronismo lo hicieron con distintos tipos de actitudes, cuya historia hoy no está plenamente escrita. Jauretche ya había fijado desde los años treinta una lengua gauchi-política, cuya máxima expresión había sido el Paso de los libres prologado por Borges en 1933. Scalabrini era el discípulo antibritánico de Macedonio Fernández, su lenguaje era el del “colectivo profético de comunidad” y su metodología provenía de una teoría moderna del imperialismo.
No fue fácil la convivencia, aun bajo el signo de acuerdos comunes muy amplios. Los que venían desde armazones intelectuales que ya estaban consolidadas en los años 20, mostraron con la lengua diseminada colectivamente por Perón, distintas disparidades. Jauretche muy tempranamente, Scalabrini después, guiado por la discordancia con la política petrolífera postrera del primer peronismo. Surrealistas, anarquistas, católicos sociales, socialistas y comunistas –Rodolfo Puigrós, Bramuglia, Elías Castelnuovo, César Tiempo, Xul Solar, Marechal. Gálvez-tuvieron distintos matices en cuanto a su relación con el linaje del cual provenían y la lengua masiva que había creado el peronismo. La “izquierda nacional” buscó sus antecedentes con Manuel Ugarte –que había sido embajador de Perón en Cuba y que también provenía del modernismo rubendariano, latinoamericanista-socialista, no enteramente asimilable por la rítmica y la retórica identitaria de Perón, plantea algunas diferencias hasta hoy no muy estudiadas– y, en general, trazó una línea histórica que en el fondo podía no haberle desagrado a Perón, identificándolo con un supuesto estatismo y anticlericalismo de Roca.
El golpe del 55 suavizó estas cuestiones que se hacían cada vez más pesarosas a mediados de los 50, y nada obsta para que hoy volvamos a preguntar sobre ellas. El esfuerzo por atenuar la diferencia entre la diversidad de corrientes intelectuales argentinas y el modo en que el peronismo opta primero llamarse laborista, después Partido de la Revolución Nacional hasta apoyarse exclusivamente en la unicidad del nombre del conductor, en una historia específica que sigue siendo perentorio analizar. De alguna manera se puede decir que la “doctrina del Conductor” mostró su fracaso en el magno encuentro y confrontación dramática de Ezeiza en 1972, cuando el regreso de Perón. También ahí se estaba elaborando un conflicto subsidiario entre la izquierda nacional del peronismo que rechazaba la lucha armada y los grupos armados que provenían de distintas izquierdas que el Perón exilado hizo esfuerzos por retener con distintos virajes que siempre tenían recursos disponibles en su sistema de locución y su régimen provocativo de señales, lo que se expresa bien en la revista que dirigía Hernández Arregui, un marxista nacionalista que provenía del radicalismo cordobés, que pasa de llamarse Peronismo y Socialismo a Peronismo y Liberación, luego de la muerte de Perón.
Habla de las dificultades de la identidad de los socialistas del “marxismo nacional” ante la percepción de que los hechos aconsejaban cierta retracción aspiracional de los nombres más platónicos que se utilizaban. Perón exilado, a su vez, hace una opción contraria a esta: abre su gabinete de palabras y con los cortinados más receptivos calla o aprueba cuando escucha los nombres de Tercer Mundo, maoísmo, castrismo, montonerismo, hasta la crucial discusión, también de índole retórica –no por ello menos mezclada con la sangre– entre el concepto de “formaciones especiales” y el de “vanguardias armadas”.
Volvamos a la formación inicial. En una de sus bibliotecas, que se conserva en el Archivo Histórico Nacional, está el libro de Gustav Le Bon sobre la evolución de la materia subrayado por Perón posiblemente hacia fines de los años 30. Allí se encuentran explicaciones que seguramente le parecieron útiles sobre la congregación, separación y mutua atracción entre átomos. Perón, sin duda, no bebe agua de una única fuente conceptual. Pero hay una huella, que a veces se hace nítida y otras se volatiliza, de un primer positivismo de sustrato biológico en su inicial formación, que sin dudas provenía de la influencia familiar –Tomás, el abuelo era un médico biólogo que pertenecía a los núcleos positivistas de la época, José Ingenieros incluido–, y el Ejército que lo acoge imparte nociones honoríficas tanto como higienistas, tomadas también del acervo intelectual en que esa fuerza militar se está modulando.
Y otros nacionalistas católicos que lo acompañaron (junto al primer y decidido apoyo de la iglesia, del que al cabo de menos de una década, sólo quedaba la interesante figura del padre Benítez), ya lo habían abandonado. Sin contar el golpismo de Lonardi, ostensiblemente colector del nacionalismo católico que toma toda clase de temas, incluso el de las concesiones petrolíferas (por lo cual casi llegan a interesar a Scalabrini). Y al que durante mucho tiempo, aunque en el exilio muchos intentan volver a acercarse, los considera “piantavotos”, expresión habitual en él.
El caso de la “doctrina peronista” como lengua primera aglutinante de un blasón político, planteó siempre y sigue planteando un especial problema a la vida intelectual autónoma que vio y sigue viendo con interés las tribulaciones y el equilibrismo de esta extraña pero perseverante y oscilatoria identidad política.
Fragmentos del artículo “Perón en la vida intelectual argentina” Perón: una filosofía política (Paso de los libres), recopilación de Juan José Giani.