Romain Slocombe parece ser uno de esos tantos hombres del renacimiento. Es fotógrafo, ilustrador, cineasta y escritor, poco traducido al castellano, ya hace tiempo que es una de las revelaciones del noir francés. Acaba de publicarse en Argentina una novela de 2016 que vendió más de 120 mil ejemplares, El caso León Sadorski, volumen inicial de su Trilogía de los Colaboracionistas, y que se integra a una obra nutrida y multifacética que alcanza el medio centenar de libros. “El París ocupado era muy divertido, la gente quería evadirse, fue cuando se leyeron más libros y se fue más al cine”, ha dicho Slocombe en una entrevista, situando su trama por fuera de aquella París ocupada icónica del terror y la muerte, de la opresión y el desquicio nazi. En la ciudad hay destrucción y caos, pero también alegría y entretenimiento, incluso parece romántica, con la gente andando en bicicleta por las calles ante la escasez de la gasolina.

El inspector Sadorski, antihéroe abyecto y patriota francés, de origen tunecino, de antemano no despierta un gramo de empatía: es antisemita declarado, machista, anticomunista, violento, cínico, siniestro, ladrón, egoísta y, como si fuera poco, colaboracionista de los nazis. Estamos en París, la primavera de 1942. Así como hay una amplia literatura que se coloca en el lado de la Resistencia, Slocombe (París, 1953) da una vuelta de tuerca y crea, sin ninguna concesión, un personaje que trepa en la política de la Francia de Vichy mientras hace lo que mejor sabe: extorsionar, perseguir y arrestar judíos, militantes y miembros de la Resistencia. Tiene una pléyade de informantes, entre ellos un destacado periodista. “Todos moriremos de un día a otro; pero la verdadera astucia consiste en evitar, en la medida de lo posible, los episodios más desagradables”, le dice durante un interrogatorio a un cuadro político mientras lo tortura al borde de la muerte.

Dividido en dos partes, “La Gestapo” y “La vía pública”, la novela arranca con la deportación de los judíos franceses a campos de concentración. Sadorski siente pánico a los bombardeos aéreos, clasifica y anota las fichas con lápiz rojo: “Sospechoso político, peligroso para el orden interno; ex miembro de la subsección judía del Partido Comunista. Militante sionista y socialista, revolucionario, agitador político, peligroso para el orden público”. El inspector es obstinado, perspicaz y eficiente, se preocupa para que el detenido así clasificado tenga prioridad en las listas alemanas de rehenes “fusilables” cuando haya represalias por atentados. No importa la realidad tangible. Hitler, como siempre, había sido muy claro al dictaminar su código para los rehenes: “Por la vida de un soldado alemán, en general se considerará adecuada la condena a muerte de entre cincuenta y cien comunistas”.

Hace el amor más intensamente con su esposa pensando en los cuerpos voluptuosos de sus víctimas y a la vez es capaz de abrigar cierta compasión por sus víctimas, como cuando protege a una joven judía. El verdugo es acosado por malestares, dolores de estómago y fugaces remordimientos de conciencia hasta que pasa del otro lado, cuando es detenido e interrogado por la temible Gestapo, que no guarda piedad por nadie. Esta parte sobre el viaje a Berlín del protagonista principal fue enriquecida por la existencia en los Archivos nacionales de un informe detallado, escrito por un policía francés sobre su detención por la Gestapo en 1942, y que el propio Romain Slocombe, con técnicas de historiador, se encarga de citar en las notas anexas del libro, con un detallado glosario -con el “RG”, el Servicio de Inteligencia general de la prefectura de policía, como principal actor- e interesantes apuntes bibliográficos.

En la novela los parisinos, y por extensión los franceses, se muestran bastante indiferentes a la suerte de los judíos y viven la ocupación nazi con una cierta naturalidad. Asumen que podrían permanecer en el poder por un largo tiempo entre sus cafés y sus calles, tanto como Sadorski que, aunque les obedece y respeta y se planta como un agente al servicio de los ocupantes, conserva un odio interno a los alemanes: luchó contra ellos en la Primera Guerra Mundial. El inspector juega al gato y al ratón, acepta sobornos y abusa de su poder obligando a las mujeres a tener relaciones sexuales con él. Y la vida del cabrón se pone en jaque cuando la Gestapo encarga una misión especial repleta de traiciones, secretos e intrigas en el marco de una guerra que lo hace vagar solo entre las ruinas “hasta el alba”, con su pistola automática en las manos.

“Una lluvia de escombros cae sobre la espalda, las nalgas y las piernas de Sadorski. Medio asfixiado, tose, escupe tierra y trocitos de astillas. Se ha cortado la palma de la mano con pedazos de cristal. Oye aullidos de dolor. El humor se disipa poco a poco. Se ven miembros sanguinolentos por todas partes, entre los escombros. Muertos y heridos que piden auxilio. Las bombas y los fragmentos han caído sobre esa marea humana como el granizo sobre un campo de trigo”, se lee en uno de los tramos finales de la novela, y es imposible no pensar que los malos son parte de un estado salvaje que los ha creado a imagen y semejanza, donde las leyes y el orden han desaparecido. Ese mundo que se ha derrumbado bajo los escombros junto a Sadorski, esa humanidad que se consume en las llamas del apocalipsis.

Su hija cumple quince años y prepara un regalo especial mientras recibe una gratificación extra y unos días de descanso por su trabajo. Recibe las felicitaciones de su superior y una propuesta de medalla púrpura por haber identificado y eliminado a una peligrosa terrorista. “Sadorski se quita la peluca pelirroja detrás de un urinario y la mete, junto al bigote, en la bolsa de herramientas”, describe Slocombe al inspector en la intimidad de su oficio, disfrazado de gasista para capturar a un pez gordo.

Un atrapante thriller -bajo una linda edición de Malpaso, de tapa dura como en los tiempos que contextualiza la novela y con las páginas del libro tintadas en rojo-, la primera novela de seis libros en total que Romain Slocombe inauguró con su magnético protagonista, el cruel León Sadorski que, como en el perfecto manual del represor, es capaz de liquidar a sangre fría a sus presas mientras demuestra vigor y entusiasmo, si el tiempo lo permite, en hacer una jornada de ciclismo con su mujer Yvette a orillas del Marne. “La nueva bicicleta de su mujer le ha costado dos mil francos, pero lo valen”, escribe su creador, dando idea que no todo en la vida de los colaboracionistas nazis ha sido, en su cotidiano, la sinfonía del horror.