Me abren la puerta de la celda para que salga al patio. No quiero salir. Prefiero quedarme aquí. Tampoco quiero ir al comedor. Me traen una bandeja. Me cuesta tocarla. Huele a la sopa de hospital que le daban a mi abuela. Por mí, tampoco como, pero tengo que comer algo porque me amenazan. Dicen que van a internarme y ponerme suero. Ellos creen que no los entiendo, pero sí entiendo.

Sé que es de noche cuando me apagan la bombita. Se escuchan chirridos y algunos gritos, pero hay más silencio que durante el día. Cuando prenden la bombita se abren puertas, hay pasos, conversaciones, insultos y a veces risas. ¿Son risas? Eso no me molesta. Sí me molesta que me insistan, que me digan lo que tengo que hacer.

Mis padres me visitan. Mi mamá se encaneció de golpe y el viejo me abraza y llora. Al principio me ponía tenso. Ya no. Ahora le doy palmaditas en la espalda. La verdad, no me joden. Están como sedados. No parecen ellos.

Un hombre que no conozco también viene a verme. Me hace muchas preguntas. Yo no hablo. Me olvidé cómo se hace. ¿Cómo se ordenan las palabras para formar una oración? Y cuando se logra, ¿cómo se hace para que esa oración pueda pasar de la cabeza a la garganta y de la garganta a la boca? El camino es larguísimo e infranqueable. En todo caso, yo no lo recuerdo. Eso no, pero sí tengo otros recuerdos y hasta nostalgia de mí mismo. Este que soy ahora es un desconocido encarcelado. ¿Qué hice? ¿Por qué estoy aquí? ¿Alguna vez estuve esposado?

Me miro las muñecas y sólo veo mis tatuajes. Son dibujos que un día elegí y que me llevan al que era. Un chico que andaba en bici por el barrio todo el día, de aquí para allá, haciendo huevo. Después me conchabé como delivery de la pizzería para dejar de escuchar a mis viejos que me decían que estaba tirando mi vida. “¿Cuándo vas a ponerte a estudiar?”, repetían.

Yo seguí andando de aquí para allá, pero con propósito. Eso les decía a mis padres. “Ahora trabajo”. No tenía seguro, ni contrato, ni nada. Bueno sí. Tenía casco. Me obligaban a usar casco. Yo no quería, pero tenía que usarlo igual para seguir cobrando todas las semanas. Empecé a cobrar un sueldo y a ahorrar para comprarme una bici buena, de esas con las que podés salir a la ruta y ponerte detrás de un camión para ganar velocidad.

El hombre me sigue haciendo preguntas, pero no le puedo contestar. Me pide que escriba lo que quiera. Lo miro largo sin pestañear. Él tampoco pestañea. Parece que va en serio. Me deja papel y lápiz y se va.

Estoy sentado en el borde de un banco sin respaldo. Oscilo hacia adelante y hacia atrás. Trato de acomodar mis isquiones para permanecer en equilibrio y derecho. Al cabo de un rato, los hombros se van doblando. Sigo en el borde del banco. No tengo respaldo. Apoyo los pies firmes en el piso para dejar de balancearme. Lo hago en forma de v corta. Vuelvo a erguir la espalda. Me molesta. Me duele. Se me ocurre clavar los codos sobre los muslos y abrir las manos lo suficiente como para poder apoyar mi mentón. Me quedo mirando el piso, con la cabeza entre las manos. Ya no corro peligro de caerme, pero miro el piso y no el horizonte. No hay horizonte, sólo paredes. Concluyo en que para mantenerme recto por mucho tiempo necesito respaldo.

No está mal balancearse para buscar el equilibrio. Tampoco está mal estar al borde de la caída, correr riesgos, pero no quiero caerme otra vez y no tener donde apoyarme me vuelve frágil. Cualquier movimiento podría voltearme.

Me recuerdo tirado en la calle sobre el pavimento duro. Tengo la imagen de un auto y un nene. ¿O era una nena? Sí, era una nena. Tiene sangre en la cara. Yo también tengo sangre resbalando desde de mi frente. Mi casco está atado al manubrio. No lo tengo puesto. Recién hice una entrega y la señora me dio conversación. Yo con el tráfico y el casco no escucho bien. Pero ahora sí escucho y me ensordezco con los gritos y el ruido de sirenas. Estoy rodeado de gente. No puedo respirar. Quiero levantarme y subir a la bici para volver a casa. No me dejan. Unas manos no me dejan moverme. Me ponen algo en el cuello. Tengo frío. El pavimento está mojado. ¿Llueve? No lo sé. Tal vez llovió.

 

La nena está muy cerca. Puedo tocarla. Tiene los ojos abiertos. ¿Dónde está mi bici? ¿Es la que está sobre la nena? ¿Es la que están sacando despacio? Hay un hombre que grita por sobre los demás. Me grita a mí. ¿Cómo te cruzás así, hijo de puta? ¿No viste el semáforo? Se me abalanza. Parece que quiere trompearme. No lo dejan. También hay manos que lo sostienen. Quiero hablar. Es aquí cuando todo se vuelve confuso. Las palabras se me volaron. Estoy solo en mi celda. Tengo papel y lápiz, pero no puedo escribir porque mi banco no tiene respaldo y si me muevo, me caigo. Me vuelvo a caer y no sé qué hay debajo.