Gobernar una provincia es muy diferente a gobernar un Estado nacional. Si bien los gobernadores están a cargo de un “subestado” prácticamente no pueden hacer política económica. No pueden hacer política monetaria –aunque podrían encontrar mecanismos para emitir cuasi monedas, pero al costo de desatar la furia del Estado Nacional– y sus posibilidades de hacer política fiscal se encuentran también muy acotadas por el gobierno central. Que no puedan hacer política económica significa que no disponen de la principal capacidad que supone el manejo de un Estado: movilizar las fuerzas productivas. El resultado práctico es que un gobernador es generalmente apenas un administrador. A diferencia de una economía nacional las economías provinciales sí se parecen a la de una empresa. Los gastos están estrictamente restringidos a los ingresos, aunque se pueda tomar deuda, y los gobernadores funcionan como gerentes, con escasas posibilidades de manifestarse como “estadistas”.
Los gobernadores que llevan algunos años al frente de sus provincias, los que vienen de antes de diciembre de 2015, ya experimentaron en carne propia lo diferente que es administrar bajo un estado expansivo que bajo uno contractivo. Los mismos gobernadores que tenían las cuentas ordenadas y superavitarias, con el adicional de reducir año a año sus pasivos, en los últimos dos años y haciendo exactamente lo mismo, sintieron como el piso se les desmoronaba bajo sus pies. Mientras sus presupuestos se volvían deficitarios mes a mes, los más activos comprendieron rápido el mensaje del gobierno central y se sumaron como patas locales a la fiesta del endeudamiento externo, la única manera de equilibrar sus números y, en el mejor de los escenarios, hacer alguna obra.
Siempre se criticó a los gobiernos nacionales por manejar las relaciones con las provincias con la billetera, pero Cambiemos no sólo capitalizó las lecciones del pasado, sino que las sofisticó, tarea que resultó clave para que un gobierno de minoría construya impresionantes mayorías legislativas.
Pero a casi dos años del cambio de administración los números comienzan a pesar. Con prescindencia de los particularismos locales, el deterioro de las finanzas provinciales es inocultable. Según reseña un informe del ITE-Fundación Germán Abdala, se destacan los casos de Jujuy y Santa Cruz, que en 2016 registraron déficits primarios por encima del 20 por ciento de sus ingresos. Le siguieron provincias como Chaco, Chubut, Misiones y Rio Negro, con déficits por encima del 10 por ciento de los ingresos. Incluso las beneficiadas Buenos Aires y CABA, registraron rojos del 6 y el 3 por ciento, respectivamente. Sólo una decena de jurisdicciones salieron empatadas o con números levemente superavitarios. ¿La mayoría de los gobernadores se volvieron súbitamente dispendiosos con el cambio de gobierno? ¿Cambiaron el estilo de sus administraciones? No, sólo comenzaron a desenvolverse en un contexto recesivo y de achicamiento. Desde el Estado Central el próximo paso es que el ajuste baje de lleno a las provincias. Pero, en el próximo paso, será en forma indirecta.
Más allá del énfasis discursivo en los compromisos con la responsabilidad fiscal, lo cierto es que la reforma impositiva que se viene hará énfasis en una redistribución de ingresos en favor de la coparticipación federal y el Fondo del Conurbano bonaerense, una herramienta que el oficialismo considera imprescindible para su construcción política en la provincia y por extensión inmediata: nacional. De este Fondo depende, además, el sostenimiento de la legitimidad política de la gobernadora María Eugenia Vidal.
El gobierno nacional se propone destinar al Fondo 20 mil millones de pesos y, en teoría, sin afectar la coparticipación federal. El mecanismo propuesto es redistribuir otros tributos. En concreto dos, Ganancias y créditos y débitos bancarios (“al cheque”).
Vale recordar que en la contabilidad nacional la magia no existe. Los recursos que se redistribuyen siempre salen, por definición, de algún lado. Continuando con los cálculos del ITE, quien perderá será la Anses, que en 2018 dejaría de percibir, en principio y en el mejor de los casos, casi 68.000 millones de pesos. Esto es así porque se le restaría (y mandarían a coparticipación y al Fondo del Conurbano) el 20 por ciento de lo recaudado por Ganancias, un estimado de 128,3 mil millones de pesos. En compensación ganaría el 30 por ciento de lo recaudado por del impuesto al cheque, unos 60,5 mil millones de pesos.
Pero la película no termina aquí. La pérdida podría ser aun mayor si se considera que en la propuesta de reforma tributaria que se discute se evalúa la eliminación del impuesto al cheque bajo la conocida ficción de ser utilizado como “pago a cuenta” de Ganancias. Dicho de otra manera, sólo quienes no puedan descontarlo, como los monotributistas, pagarán dicho impuesto. Aunque este punto aun no está definido, se discute que sólo entre un 50 y un 75 por ciento del impuesto pueda destinarse a pago a cuenta de ganancias. Y lo mismo podría ocurrir con Ingresos Brutos. Los números provisorios respecto a las previsiones para 2018 es que la Anses dejaría de recibir entre 169 y 219 mil millones de pesos. Y ello sin contar potenciales bajas en los aportes patronales. Estos recortes resultan impensables si, al mismo tiempo, no se cortan prestaciones de la seguridad social. Si el presente es mal momento para jubilarse, el futuro será peor. Todo ello en nombre de la coparticipación federal, las provincias y el conurbano. Y con la plata de los jubilados.