Hace unas semanas atrajo mi atención una historia autobiográfica, narrada por Madeline de Figueiredo, una escritora freelance radicada en Houston, Texas, que trabaja además en temas de salud mental y tecnologías.

En el año 2023 había perdido a su marido Eli, muerto en un accidente con tan solo 27 años. Al cumplirse un año de su tragedia, ella se encontraba en un hotel de Montreal, repasando las fotografías que guardaba en su teléfono y pensando que ya no volvería a tener una nueva foto de él, ni otra conversación, ni otro momento de intimidad. Para Madeline, lo más doloroso del duelo era el sentimiento del fin, de que todo hubiese terminado.

Con toda mi consideración por su modo de expresarlo, debo decir que el duelo es en el fondo la negación de la pérdida, la resistencia a la idea del fin, la terrible lucha que supone elaborar algo tan misterioso como la muerte, que carece de toda representación en el inconsciente. Como parte de esa lucha, Madeline repasaba las fotos, y seguía pagando la factura de la línea telefónica de Eli para llamar a su móvil y escuchar la voz de él diciendo “Ahora no estoy disponible. Por favor deje un mensaje y le devolveré la llamada”. Ella, movida por un impulso incontrolable, se entregaba al doliente goce de marcar una y otra vez el número y escuchar la voz del ausente. Lejos de poder reconsiderar su pérdida, Madeline sentía la urgencia de hacer algo más por devolver a Eli al mundo que había dejado.

Conocedora de los avances en materia de Inteligencia Artificial, lectora de incontables artículos sobre el tema, la idea comenzó a infiltrarse en sus pensamientos con una intensidad comparable a la herida que no cesaba de sangrar. Puso manos a la obra e investigó en decenas de aplicaciones que instaló en su ordenador. Siguiendo las instrucciones, envió fotografías de Eli, mensajes de voz, datos de su biografía. Contrariando sus principios éticos sobre el tema de redes sociales , “me centré en la tarea a la que me había enfocado, me deshice de mis inhibiciones, sacrifiqué mis valores, a fin de tener la oportunidad de encontrarme con Eli en su vigesimoséptimo cumpleaños".

Alimentó con toda clase de datos lo que las aplicaciones de Inteligencia Artificial engullían como una boca monstruosa e insondable, insaciable: un agujero real. Pretendiendo extraer a Eli, Madeline ignoraba lo que inconscientemente estaba haciendo.

Y comenzó a "conversar" con Eli en esa suerte de purgatorio, ni en el Cielo, ni en el Infierno, una zona de penumbra en la que experimentó un puñetazo en la cara y las tripas, el sentimiento de querer escapar y al mismo tiempo estar cautiva de un goce siniestro que la aspiraba hacia el fondo de un abismo.

Aunque Eli --o mejor dicho su asombroso avatar-- le hablaba de amor, de deseo, Madeline, se debatía entre el espanto de repetir otra conversación, y la urgencia de rescatarse a sí misma de la locura algorítmica con la que se estaba suicidando. Hasta que un buen día, y sin saber cómo, decidió poner fin a todo eso.

Vació su computadora, su teléfono móvil, destruyó todos los discos duros, pero --según confiesa-- no consigue quitar de su cabeza el recuerdo de la voz de Eli. Peor aún, está convencida de que no lo conseguirá jamás.

La historia de Madeline es tan solo el comienzo de las consecuencias subjetivas que la Inteligencia Artificial y las aplicaciones de modelos generativos habrán de suponer para miles de sujetos. Para algunos, cabe la posibilidad de que en el terreno del dolor, el duelo y la locura, la Inteligencia Artificial y la Realidad Virtual puedan cumplir una función de anudamiento, y contribuir a ensamblar la descomposición de quienes han experimentado el estallido traumático de su vida. Ante ello, como psicoanalista, no puedo menos que inclinarme respetuosamente y repetir lo que he sostenido siempre: hay muchas formas dignas de buscar la curación. 

El sueño de perdurar tras la muerte nos acompaña desde siempre, ya sea a través de religiones institucionalizadas o de creencias laicas e individuales. Ahora las grandes empresas tecnológicas se disputan la instrumentalización de ese fantasma digital, produciendo una transformación en la naturaleza del duelo, cuya dinámica es muy variable y en algunos casos puede perdurar toda la vida en el inconsciente. Una especie de renegación se mantendrá en un estado de detención, o retornará de manera inesperada ante la contingencia de un acontecimiento.

Hace tan solo unos años, el episodio “Vuelvo enseguida”, de la serie Black Mirror, era una distopía que en la actualidad ya es bastante realizable. Martha es una joven que pierde a su marido Ash en un accidente de coche. Para colmo, a los pocos días la mujer descubre que está embarazada. La tensión entre la muerte y la vida luchan en las noches subsiguientes, y tras muchas vacilaciones decide contratar a una empresa que le fabrica un androide cuya semejanza a Ash es casi idéntica. El cyborg va aprendiendo (tal como ahora sucede con la Inteligencia Artificial Generativa) a comprender la idiosincrasia de Martha, y trata de replicar las emociones, los sentimientos y las vivencias de Ash. Durante los primeros tiempos las cosas parecen funcionar, pero el final es siniestro, dado que para el ser hablante, la experiencia del cuerpo vivo no se reduce a una máquina perfecta capaz de hablar. Además, como en Blade Runner, el replicante ni siquiera es inferior a una criatura humana, y Martha se ve atrapada en una existencia donde el odio y el amor hacia ese ser que ella se ha procurado la condenan sin remedio.

La pérdida es una experiencia instituyente del sujeto, a la que se irán enhebrando, como las cuentas de un collar, muchas otras de variada importancia. El desprendimiento de una de ellas puede arrastrar consigo varias más, y los psicoanalistas sabemos, gracias a la perspicacia del genio freudiano, que la pena con la que un sujeto argumenta una demanda de análisis suele ser el desencadenante que reactiva pérdidas y duelos que permanecían en la sombra.

En la actualidad, nuestro paso por las tecnologías de comunicación, consumo y búsqueda de información deja una huella eterna, que no puede borrarse de ninguna forma. Se realiza así el sueño de la inmortalidad y al mismo tiempo se eterniza el proceso del duelo.

¿Cuánto dura un duelo? ¿Existe una estimación del tiempo promedio en que asimilamos una pérdida o el duelo es en verdad algo que nunca culmina, aunque en muchos casos se mantenga silente?

Muchas personas siguen mandando mensajes, correos electrónicos, fotografías, a sus seres amados que han fallecido. No dan de baja el teléfono, y se someten a sí mismas a la repetición de la pérdida, lo cual puede ser un modo de elaborarla, o probablemente una forma de abrirle camino a un goce propiciado por la repetición como tal.

Algunos sujetos, para exorcizar el pánico de la pérdida, no cesan de hacer copias de los datos digitales de aquellos que han muerto. Internet sirve para muchas cosas, entre ellas para sortear la castración, la vivencia del vacío, la desesperanza del desamparo más primario. No se necesitan testigos, ni un círculo de allegados, ni ritos religiosos o laicos.

Basta con la compañía de un teléfono inteligente.

Los riesgos de la Inteligencia Artificial ya son motivo de preocupación, incluso entre sus creadores, los ingenieros, los filósofos, y las instituciones de investigación repartidas por todo el mundo. Todos los recaudos son pocos ante un superpoder cuyas consecuencias son imprevisibles, y que no pueden objetivarse mediante los métodos científicos hasta ahora disponibles.

Pero los analistas no estamos por encima de nadie. No somos el Otro del Otro, ni los garantes de la verdad, ni los custodios de lo real. Alejados de todo juicio moral, dedicamos nuestra escucha a descifrar lo que cada uno trata de hacer con la contingencia que se ha cruzado en su camino.

Gustavo Dessal es psicoanalista.