Algunas cosas, cuando irrumpen, nos llenan de inquietudes; no hay retorno.

En mi caso comenzó con el comentario de una compañera activista. Apenas se refirió al tema, pero mencionó un libro: Las voces que no escuchamos (Paula Mejías Rosa, editorial Traficante de Sueños).

El libro, nada fácil de obtener, enumeraba un sinnúmero de información metódicamente sistematizada. Todo provenía de Europa, como el libro. Pensé en América, en Latinoamérica, en Argentina pensé.

Estoy hablando de la escucha de voces, una vivencia que las disciplinas sanitarias suelen definir como síntoma de enfermedad mental, rotular como alucinación y signar con el código de un diagnóstico, al que le sigue, por añadidura, la prescripción de un químico.

Entre la información obtenida hallé que la experiencia podía ser entendida desde otras perspectivas, y que de toda esa información (en rigor, grupos de escuchadoras y escuchadores de voces), acá, en Argentina, parece haber muy poco.

Trabajo en una oficina judicial de la ciudad de Córdoba en la que mi tarea consiste, entre otras cosas, en monitorear las internaciones impuestas a personas que han cometido ilícitos. La mayoría consideradas inimputables por su padecimiento psíquico, la mayoría cronificadas por el sistema clásico de salud mental, la gran mayoría justo en ese cruce nefasto entre crimen, locura y castigo. En ninguno de esos casos (no, no son casos, son personas), en ninguno, digo, alcancé a registrar la noticia de que su malestar, cuando de oír voces se trata, podía encontrar un cauce distinto al habitual. Sencillamente no sabían, no saben. Sencillamente no hay dispositivos que lo permitan, o no se conocen.

Nuestra legislación dice que el acceso a la información es un derecho inalienable. Si está podado, recortado ¿no es lo mismo que alienado?

Fue ahí cuando decidí hablar con Lorena Berrios Ibacache. En sus palabras: activista loca, sobreviviente de la psiquiatría y ecofeminista. En las mías, todo eso sí, pero también mi amiga chilena que accedió a brindarme algunos detalles de eso que tanto me inquieta. Lo que sigue forma parte de nuestra conversación.

Lore habla con esa musiquita que lleva la gente del otro lado de la cordillera, yo la escucho y pregunto con esta tonada que ineludiblemente me marca.

Ella me advierte, todo el tiempo, que lo que cuenta “es subjetivo”, que es su experiencia la que está narrando. Yo pienso, a cada rato, que en sus palabras lo subjetivo lleva la carne de lo colectivo.

Lorena Berrios Ibacache


Escuchadores de voces

"La escucha de voces para ser grata, para salir del corsé biomédico del trastorno, debe ser comunitaria. Escuchar o ver cosas que nadie más ve es una experiencia individual, pero en los espacios de quienes se identifican como escuchadores de voces se hace colectiva o comunitaria. Es desde ahí desde donde puedo identificar la experiencia. En conjunto puedo sobrellevarla. No es la búsqueda de la razón de porqué veo u oigo cosas que nadie más ve u oye, sino el encuentro de un espacio seguro para hacerlo, para decir algo que en espacios neurotípicos puede parecer aterrador, o en el espacio biomédico puede generar alarmas. Los entornos de salud estandarizados no han logrado dar respuestas a estas experiencias, no han logrado alojarlas amorosamente", dice.

¿Qué es neurotípico?, me pregunto mientras la oigo. No se lo digo, busco la definición por mi cuenta, pero en lugar de encontrar la respuesta me cruzo con la palabra opuesta: neurodivergente. La definición no me satisface, la siento muy lejos de lo que me cuenta Lorena, decido quedarme con algunos ejemplos: quien no se acomoda a la norma, quien desafía lo que acríticamente se llama cordura. Linkeo con los feminismos, diversos y múltiples, creo que en alguna medida tienen varios puntos de contacto con la experiencia de la escucha.

Lore continúa, la manera en que entona impone ritmo a la conversación. Ella se nombra como “la Lorena”, ella me dice “hermanita”, ella puede narrar lo político con la punta de un pie en la militancia y el talón sobre lo íntimo.

Voy a contar una experiencia personal. El año pasado volví a oír voces, hacía mucho, más de diez años que no las oía, y volvieron. Volvieron porque había muchas cosas que me estaba guardando. Para mí, ahora, con herramientas, estrategias de supervivencia que en el pasado no tenía, habitar los espacios de oidores de voces fue toda una experiencia. Yo estaba involucrada en esos espacios como activista pero no como vivenciadora, pero ahora, como nuevamente oidora, fue un desafío habitarlos. Fue una seguridad saber y encontrar adónde contarlo, tener la certeza de que no iban a llamar a mis familiares para que me internen.

“Para que me internen”, se repite en mis oídos como un mantra. Todos los días leo expedientes sobre internaciones, todos los días me encuentro con una voz que habla por otros. Hay voces que se invalidan y hay voces que tienen un peso arrollador. Insisto, la escucha de voces y los feminismos; conectan.

Y agrega Lore: !Haber sobrevivido esta vez sin que me internen, sin que me mediquen, que vean la crisis y se pregunten y me pregunten por esa manifestación, fue positivo".

Es ahí cuando regreso a mi interés inicial; la carestía de registros de experiencias de este tipo en Argentina, la falta de intervención del Estado para procurar la proliferación segura de estos espacios, el derecho a la información como mucho más que una consigna. En Argentina, sí, pero no menos en Chile y en otros tantos países de esta parte del continente.

Yo creo que muchos de nuestros compañeres no tienen acceso a grupos de escucha porque no han tenido una experiencia emancipadora. Todavía hay un gran riesgo de caricaturización. Es imposible llegar cuando no se permiten experiencias alternativas e innovadoras. Pero no se permite muchas veces desde los mismos compañeres, porque el objetivo está puesto en el modelo capacitista y normalizador. Lo que uno quiere probablemente la mayoría de las veces es ser normal. El asunto es que quienes encarnan desde uno y otro lugar los espacios de la psicología o la psiquiatría, lo hacen con la pretensión de verdad, y esa es la falla, porque son aproximaciones, no verdades. Para estas disciplinas si ingreso en una clasificación, un código, soy eso, y cualquiera que comparta ese código lo es. No importa la diferencia. Por eso yo no creo que un día el sistema vaya a oírnos para transformar todas sus prácticas, hay intereses económicos ahí. Quizá de lo que se trata es de comenzar a incursionar en espacios pilotos de buenas prácticas. Prácticas híbridas.

Quedo prendida a esta última afirmación; la necesidad de generar recursos híbridos. No puedo dejar de sumar, mentalmente, el número de intervenciones judiciales ligadas a la falta de esos recursos, me resulta imposible ignorar la variable “mujeres”, desestimar que mucho antes de oír voces dejaron de ser escuchadas.

—¿Qué movimientos van a ser aliades nuestros? — se pregunta Lore.

—¿Qué movimientos? —repito yo.

Así como nosotras, locas, somos aliadas del espacio feminista, lo esperable sería que ellas también lo sean. Pero cuando estamos ahí vuelven a cuestionar nuestra crítica hacia lo biomédico, ponen en duda nuestro cuestionamiento hacia el diagnóstico y la medicación. Olvidan que a la salud mental la hace la comunidad.

Lorena es contundente, habla desde la experiencia, ¿quién podría invalidar su narrativa? En sus palabras, la demanda por un feminismo que aloje genuinamente a la locura se convierte en una urgencia.

Y entonces ocurre un silencio incómodo, o una pausa necesaria. La pantalla que nos reúne pierde ritmo, la imagen se congela. Son segundos pero la conectividad se torna muy mala. Lore me cuenta rápidamente sobre una niña indígena que fue apartada de la escuela por oír voces; la cosmovisión animista de su tribu fue ignorada, la sospecha de una psicosis la marginó.

Después, pixeladas, nos despedimos. Mientras apago la computadora recapitulo. Nuestra versión del mundo es pequeña y precaria. ¿Cuántas voces neutralizamos? ¿De cuántas nos privamos? ¿Cómo se puede ser feminista y desconocer todas estas cosas?

Si, la escucha de voces y los feminismos necesariamente deben dialogar. Lorena tiene razón, es preciso generar alianzas. Lorena no se equivoca cuando hilvana todo eso con el acceso a la salud mental.