La mano de mujer se acerca al mechón varonil que termina en un esbozo enrulado. Tiembla de deseo, jadea. Los labios se humedecen. Los dedos se elevan y comban como acariciando el mechón rebelde. La mirada recorre el torso masculino. Se eleva en puntas de pie y estira el cuello hacia los labios carnosos que tienen el color de las cerezas, como los del galán de la telenovela venezolana de anoche, esa que le alborotó el avispero de las imprevisibles hormonas. Jadea, se estremece, se calienta. Suave y lascivamente el cuello y la boca entreabierta palpitan el beso. “Señora Cruz -la despabiló un inesperado monaguillo- la misa ya comienza”.

Cruz es una sesentona de aburrido matrimonio y mucha iglesia. Modista de pueblo chico. Viste también santos y angelotes de arrebolada porcelana. Su vida transcurre monótona y rutinaria hasta que un día, accidentalmente, su tablet le muestra una escena de porno fuerte que la atraviesa como un cuchillo. ¿Y el caparazón auto represivo? Quebrado.

Decenios sin desear ni disfrutar de un orgasmo y -de pronto- el mundo se torna mágico. Conviven el placer y la culpa. La pone cachonda también cuando una voz de mujer lee el Cantar de los cantares, del rey Salomón. “Me he desnudado de mi ropa, ¡oh!, si él me besara con los besos de sus labios”. En la sacristía, vistiendo a Cristo, a la mujer el deseo le renació de sus cenizas.

Mamacruz, de la directora Patricia Ortega, trata un tema de candente actualidad, molesto, tabú: la sexualidad de la mujer madura. Los prejuicios que el viejísimo desata en casi todos los ámbitos sociales inhibe los deseos y vitalidades de las personas mayores, las domestica. ¿Y el marido de Cruz? Ronca, en la sala, en la cama, en la mesa, ronca. Él se entregó a la vejez vegetativa, aunque no es inválido, aunque no está enfermo, aunque tiene la misma edad que ella. Pero solo come y duerme roncando su anodina vejez.

La gente -antes de llegar a la vejez- percibe esa etapa de la vida como algo que solo le ocurre a les demás. Las personas de menos de sesenta años, en general, se niegan a ver a viejos y viejas como sus semejantes. La sociedad es viejista. Por ejemplo, la película citada no se centra en el papel de abuela de Cruz (aunque lo cumple con esmero y cariño), sino sobre el deseo en un cuerpo de vieja. No obstante, la mayoría de las críticas cinematográficas hablan de “la abuela” de la película.

El periodismo patriarcal reduce a las mujeres mayores a ser únicamente abuelas. Médicos prestigiosos y mozos de bares suelen decirles “abuelas”, “muchachas” o “nenas”. ¿Qué les pasa? A ninguna persona desconocida nos referimos asignándole un rol familiar (prima, cuñado, sobrina) excepto a las vejeces. Les endilgamos abuela, abuelo y desaparece el nombre propio o la categoría correcta: señora, señor. Se les cuelga a les viejes el sambenito de la abuelidad obligatoria y universal. Un gesto negativo y hasta sobrador. “No soy su abuela”, les suelo decir a quienes no saben ubicarse y se permiten llamarme abuela (¿quiénes sos?, ¿quiénes son?). Si me dicen “joven” o “mamita”, descartándome simbólicamente desde sus apelativos confianzudos y fuera de lugar (por lo general provienen de varones), les digo que no se burlen de mi edad. ¡Más respeto que no soy su abuela!, y tampoco chica, nena ni muchacha. Soy lo que soy.

Esther Díaz tiene más de 30 libros teóricos, uno de memorias (Filósofa punk), un libro de relatos eróticos (El hímen como obstáculo epistemológico), una película que narra su vida (Mujer nómade) y Lengua de loca. Es columnista de este suplemento desde 2020, reivindicando siempre el derecho al goce. 

Andá decirle abuela a la tuya

Ser vieja o viejo es obligatorio (si se llega), pero ser abuela o abuelo es contingente (se puede ser geronte sin cursar la abuelidad). Ser abuela/o no define a un ser humano, lo relega más bien a un apéndice familiar. Demasiado machismo y viejismo atraviesan una cultura para que a algunas personas -por el solo hecho de tener cierte edad y sobre todo si son mujeres- se les niegue su completitud humana, se ignore su particularidad identitaria y se les meta en la bolsa de consorcio de una abuelidad abstracta. Decirle abuela o abuelo a les viejes -a esta-altura- ya resulta retrógrado y -a cualquier altura -, descalificante. A no ser que provenga de nietos propios. Fuera del ámbito estrictamente familiar no se es abuela/o de nadie. Abuela de la nada prefiero ser.

Además -sobre todo las mujeres- hemos sido tan colonizadas por la cultura viejista que, cuando le preguntan su nombre a la protagonista de la película, contesta “Mamacruz”. Las nuevas y desinhibidas amigas la miran asombradas. Entonces rectifica: “bueno así me llama mi nieta, soy Cruz”.

Obediente al mandato despersonalizador comete auto viejismo: se identifica a partir de la abuelidad solamente, mutila su plenitud. Se reduce. Pero el contacto con mujeres joviales le produce una transformación en su cuerpo, en sus sentimientos, en su alma. No hay techo existencial para seguir reafirmando la vida. Entre la monotonía aburrida y enriquecerla con goces profundos, elige lo segundo. Y, sin cruzar ciertos límites familiares, se entrega al disfrute.

Desde una supuesta superioridad moral, suele decirse que hay que aceptar la edad, que no sirve negarla y que rellenarse arrugas es indigno. ¿¡Qué!? ¿Por qué? No hay argumento que valide que la piel arrugada es más digna que la retocada e hidratada, ni que quien acude a la medicina estética es para negar la edad (estos son prejuicios que huelen a podrido por no analizarlos sin pre conceptos viejistas). Acaso. ¿es indigno que los viejos se afeiten?, ¿o ponerse dientes postizos es negar la edad? Lo “natural” sería que los hombres se dejasen la barba, que “envejecieran dignamente”. ¡Por favor! ¿Desde qué lugar se juzga la apariencia de las personas? Indigno es inventarles apelativos domésticos a quienes no son de la familia y descartarles en su plenitud de personas.

Cruz es una mujer pueblerina, católica, trabajadora y vital, acepta sin pensar el rol que la cultura le impuso a la vejez, como si el único destino de las personas mayores fuera cambiar pañales. No, así no es. Aun quienes sienten satisfacción de ser y ejercer la abuelidad, son degradados como en su humanidad si se les quita su identidad personal.

No por rechazar ese rol familiar, sino porque solo somos abuelas para nuestros nietas y nietos, algunas incluso ni siquiera son abuelas en la realidad. Pero hay que cargar esa “cruz”, esa desubicación cultural. Gran parte de les periodistas de espectáculos, que abordan la crítica de este film, caen en viejismos diciéndole abuela al personaje principal o hablando de una película sobre “la sexualidad de los abuelos”.

Sí, Cruz es abuela, pero antes que abuela es mujer. Y esa mujer tiene nombre y pertenece a una franja etaria llamada senectud, vejez, ancianidad, adultez mayor. ¿Por qué ese reduccionismo de la vejez al abuelismo?

Esto no va en detrimento de la función abuelar. Hay personas que disfrutan de esa condición y es una opción valiosa. Pero ejercer la abuelidad con satisfacción, tampoco autoriza a nadie a jibarizar la vejez acotándola a cumplir únicamente ese rol. ¿Por qué des-sexualizar a las personas únicamente porque traspasaron cierta edad?

Las estadísticas coinciden en que después de los sesenta y cinco años aproximadamente, solo una de cuatro mujeres sigue obteniendo orgasmos, mientras en los varones el porcentaje es casi el doble. La des-sexualización de las viejas es política.

Cruz, después de ser zamarreada por imágenes de besos televisivos y por el estímulo del pantallazo digital de un coito, busca ayuda por internet. Se entrega a mirar tutoriales de seducción y hasta pornográficos. Hace un curso presencial de masturbación y -por primera vez en su larga vida- se relaciona y disfruta con amigas diferentes a las señoras prejuiciosas de la parroquia. Aunque enciende una vela culposa a la Virgen cada vez que disfruta un orgasmo, aunque nunca abandona sus obligaciones familiares, pero sí las parroquiales.

Cruz descubre que el cuerpo es inagotable fuente de placeres, a cualquier edad. 

* * *

Sabido es que, si las vejeces manifiestan los mismos goces, reivindicaciones y deseos que las juventudes, causan rechazo, escándalo, asco. Sin embargo, la sexualidad es para toda la vida (aunque a veces duerma el sueño de los justos). Cruz, ante la inacción del marido, al que intenta vanamente seducir), se relacionó con amigas alegres que -sin tener relaciones sexuales explícitas- la inician en el uso recreativo de dildos y estimulantes. Aprende así a acariciar su piel, regala sus ojos y oídos, autosatisface sus urgencias sexuales. Aprendió a sacarle el jugo a su cuerpo. Aunque el marido ni la toque, aunque las vecinas moralinosa chimenten porque se arregla el cabello, aunque el cura le pase factura sobre sus faltazos a misa, Cruz reafirma la vida estimulando el deseo, reivindicando el goce y abriendo las puertas a las líneas de fuga de las amistades alegres y de edades y gustos diversos. La transformación placentera del cuerpo y la fantasía de Cruz derraman serenidad. En la última escena, su cuerpo -desnudo y acostado- bailotea imaginariamente entre el fuego entregándose a los misterios del sexo, de la música oriental, de los tornasoles de las volutas de los sahumerios, mientras una luz se desprende de sus entrañas surgiendo rauda desde su vagina e iluminando las piernas semiabiertas mientras se apagan -lentamente- todas las velas de la culpa.