A mis cinco años pensé en la muerte por primera vez. Papá miraba en la televisión cómo un camión transportaba chanchos al matadero y untaba una galletita con paté; mamá hacía el almuerzo, y en mi cuaderno del jardín yo pintaba una familia de cuatro integrantes mientras los chanchos se empujaban, chillaban desesperados y movían los ojos fuera de sí. A dónde los llevan, le pregunté a papá mientras dibujaba el pelo de un hermanito que no tenía, y él me dijo que a morir. Qué es morir, le dije, y él me respondió: ir al cielo. ¿Nosotros vamos a ir al cielo? Sí, algún día. ¿Y cuándo es ese día? No sé, pero ahora no, me dijo y se metió la galletita entera en la boca mientras en la pantalla un hombre mayor se calzaba unas botas de goma blancas para después agarrar un balde y un cuchillo.

Me pasé toda la noche pensando en que yo podía dejar de existir, con la angustia de quien no está seguro de cuándo pasará pero sabe que será algún día. Sin pegar un ojo en toda la noche, varias veces entré sigilosa a la habitación de papá y mamá para tocarles el cuello y comprobar que respiraban, hasta que mamá se despertó asustada y, entredormida me dijo qué haces, hija. Me voy a morir como los chanchos de la televisión, le dije, y muerta de miedo me largué a llorar.

No me morí, pero los años se llevaron mi promesa de nunca volver a comer carne porque en casa el lechón era el protagonista de la cena navideña y yo no iba a perderme cada año semejante exquisitez. No importaba cuántos grados hiciera de este lado del hemisferio sur, cinco horas antes de que llegaran los invitados el tío Pablo comenzaba los preparativos para asar a la cruz la bestia que, adobada ocho horas en el congelador, alimentaría a toda la familia el día del nacimiento del niño Jesús, y aunque lo que más me gustaba de juntarnos a festejar era comer esos manjares calóricos que durante el año nadie quería cocinar y ver al tío hacer malabares para llegar a las doce disfrazado de Papá Noel y asustar a los primitos, aquel año no era ese el motivo de mi excitación.

Sucedía que una tía lejana de mamá vendría desde Paraná a pasar las fiestas con nosotros y me había prometido por teléfono que en Navidad me trasmitiría el arte de curar el empacho. Sólo puede hacerse en Nochebuena, dijo antes de colgar y me explicó que tenía que ser sí o sí a la medianoche del veinticuatro, el momento de mayor iluminación espiritual del mundo, ideal para transmitir la enseñanza de las Buenas Artes. 

Eso no es arte, vos te comés cualquier verso, me dijo el primo Santiago mientras ayudaba al tío a clavar el asador en el jardín. Arte o no, yo voy a poder sanar y vos no, cachivache envidioso, le dije yo, y el tío nos dijo que dejásemos de pelear. Ya vas a venir llorando a pedirme que te saque el dolor de panza de los pedos sarnosos que te agarrás en el baile con esos vagos zaparrastrosos que llamás amigos, le dije antes de irme corriendo a ayudar a mamá y a lo lejos escuché que el tío se descostillaba de risa y el primo recibía un tatequieto por haberme gritado pendeja bruja y atorranta.

Aunque el noticiero anunciaba para la noche un clima espectacular, mamá igual decidió que cenáramos dentro del quincho porque sino la comida se iba a llenar de bichos molestos, y como de la organización se encargaba ella, no hubo lugar a debate: puso tablón, mantel blanco, y me pidió que acomodara platos, vasos y cubiertos. Me enseñó a doblar las servilletas de forma que el resultado fuera una especie de flor bastante incómoda para limpiarse la boca y después me pidió que ubicara a la perfección los centros de mesa, todo un detalle que seguro quedaría arruinado por la grasa del lechón, pero igual puse todo mi empeño porque a partir de ese día ya no me sentaría en la mesa de los primos más chicos y a mis dieciséis me abriría camino en el mundo de los grandes. Es injusto, dijo Santiago, yo tuve que comer con los chiquitos como hasta los dieciocho, pero el tío lo cortó en seco y ledijo que si seguía quejándose iba a volver a comer ahí, entre codazos y salchichas con puré.

En mi habitación escondieron los regalos para todos y colgaron el traje que usaría el tío; a los primitos les prohibieron la entrada con la vaga excusa de que tía Enrica seguro iba a tirarse dormir un rato después del largo viaje y al ser la invitada había que agasajarla como a una reina. Y así fue, porque cuando Enrica llegó con su hijo, la mujer del hijo y el nieto, un niño regordete de tres años, por poco mamá no les arranca los bolsos de las manos y les masajea los pies. Pronto los invitados se fueron a dormir la siesta y mamá me planchó la ropa para el gran día.

Yo estaba ansiosa, feliz y también algo nerviosa porque sí tía Enrica me había elegido a mí por algo debía. Es cierto que yo era la única mujer joven de una familia de engendro-hombres, pero seguro no era por eso. Debía haber algo más. Poco me importaba que el primo dijera que curar el empacho eran tonterías, porque él no sabía que yo había esperado este momento desde que era un piojo y la abuela me llevaba a la casa de esa bruja que, con el centímetro, curaba todos los males. Alcira me daba miedo y admiración, y lo que yo quería era tener ese poder que ella compartía con tía Enrica y seguro con otras tantas mujeres, esa noche era lo único que me importaba en el mundo y hubiese matado a quién fuese por conseguirlo, porque a mi edad un don así es algo genial. Como no veía la hora de que llegaranlas doce, hice caso a todas las órdenes, hasta cuando me mandaron a hacer un rato la siesta, aunque el miedo de que algo fuese a arruinar mi momento no me dejó dormir.

Veintidós, dijo papá al arrimar una silla que cargaba para su amigo Oscar, que ese año pasaba la Navidad con nosotros, así que esa noche los que nos reuníamos a comer éramos veintidós: siete niños que miraban al cielo en busca del trineo de Papá Noel, y adultos que habían gastado una fortuna en regalos. Mamá estaba inusualmente hermosa, con un pantalón negro que dejaba ver un poco de sus sandalias y una blusa blanca con canutillos bordados en el escote; Papá tenía lucía su famosa camisa celeste y los zapatos Grimoldi que usaba para las ocasiones especiales, y yo un vestido amarillo patito con pequeñas flores blancas que combiné con unas sandalias doradas, adelanto de mi regalo de Navidad. Con la comida lista y servida, nuestro querido asador se acercó a la mesa limpio y perfumado, justo a tiempo. 

Las bandejas con lechón circulaban de derecha a izquierda al igual que los elogios para las manos mágicas del tío, y en la mesa de los grandes se descorcharon varias botellas de un vino que me dejaron probar y me resultó asqueroso. Chistes, risas, debates políticos, peleas que se apaciguaron con más alcohol, y llegadas las doce, cuando el tío fue a disfrazarse con la excusa de que tenía que cerrar el auto que había dejado abierto, mamá fue a poner algunos regalos en el arbolito del living y tía Enrica me vino a buscar. No podemos esperar al brindis, me dijo, tiene que ser cuando el reloj marque las doce. Nerviosa, asentí y la seguí a una de las habitaciones de casa, la más alejada del bullicio del quincho, donde nadie podía molestarnos o interrumpirnos. La familia ya había empezado la cuenta regresiva al compás de Crónica TV, cuando Enrica buscó en su valija un pequeño costurero para sacar de él una cinta rosada de medir. La compré esta mañana en la mercería del barrio, agarrala sin miedo, me dijo, y yo la tomé entre mis manos sudadas al tiempo que explotaban los fuegos artificiales y se escuchaba a los primos gritar asombrados por ver con sus propios ojos al mismísimo Papá Noel. En el barrio se escuchaban gritos y a mí me temblaban las piernas porque no podía creer que al fin esto fuera a pasar; Enrica, que me notaba nerviosa, me dijo que me concentrara. Concentrate, gurisa, que esta es mi herencia materna y te la estoy por confiar. Así, como en una especie de danza hipnótica, empezó a mover los antebrazos y a susurrar unas palabras, justo cuando escuché que mamá pegaba un grito de muerte igualito al de los chanchos de la televisión.

Tenía que ser el tío Pablo el que nos arruinara a todos la Navidad. Con los años no sólo yo lo odiaría, sino también los primos más chiquitos, que de grandes recordarían en cada almuerzo familiar la imagen del tío parado sobre el techo del quincho, arrancándose la barba blanca que le llegaba hasta el pecho y el traje de Papá Noel teñido de un rojo profundo, el que sólo puede dar una bala perdida un 24 a la noche. El tío no murió. Lo trasladaron de urgencia al hospital y el postre riquísimo que había llevado la abuela lo comimos en la sala de espera mientras al tío le hacían una cirugía para sacarle la bala y los más chiquitos, presos del engaño, preguntaban si en verdad existía Papá Noel. ¿Papá Noel existe? ¿El tío se va amorir? ¿Qué es morir?, repetían como loros barranqueros sin respuesta. 

Esto sí es arte, me dijo Santiago un rato después, al mostrarme una foto de los puntos que le habían cosido a Pablo en la herida, pero yo no tenía ganas de discutir y no le dije nada. Perdoname, me dijo tía Enrica, esta vez no va a poder ser, quizás el próximo año si sigo viva y el reuma no me quita movilidad. Ante eso, todo lo que yo hice, al borde del llanto, fue decirle que no se preocupara, que seguro ya habría otro momento. Pero pasó que Enrica se volvió a Paraná y al tiempo falleció. Yo me pasé el resto de la adolescencia y parte de mi adultez deseando tener esos poderes que recién adquirí a los treinta años.