Tito La Spada se ha muerto y lo velan en la peluquería. Un paño con los colores de Ñuls sobre el cajón le tiende un aura marina por aquello de los films donde el ataúd cae al océano. El género se irá a la tierra con él. El cajón labrado y adentro está Tito, con la foto de todos los muchachos de la barra entre sus dedos. 

No nos perdemos ni un detalle. Los percherones en la puerta, el crespón sobre los espejos, el aroma de las calas saturando el recinto que huele a tabaco y a jabón de tocador. Es nuestro primer muerto y nos lo dejan ver a través del vidrio: el espejo lo devuelve y se parece un poco a Boris Karloff con su barbita en punta, su frente alta empolvada y ya en otra dimensión que no entendemos porque la muerte resulta una impostura, una ficción que altera el movimiento y deja todo planchado e inerte. 

Parece un actor dormido. Será porque no sentimos nada de pena, solo curiosidad por ese cuerpo trajeado de azul. El florista que desde temprano trabaja en la escena ha decorado los rebordes del cuerpo con estrellas federales en sustitución de las orquídeas. Una corona preside la entrada: lleva flores rojas y negras enlazadas alrededor de la cinta violeta que reza: “Tus amigos del Parque”. 

Empieza a garuar y como nos impiden quedarnos adentro nos cruzamos al alero de la carnicería cerrada, en donde los domingos solemos armar un cabeza a cabeza por la dimensión perfecta y las marcas de cemento en la vereda que delimitan el perímetro exacto para el match. Alguien aporta una de goma, de esas duras, negritas, que dejan un chichón invisible.

“Respeten el luto”, nos amonesta Doña Coquito, con su culo enorme de avispa señorial, paraguas en mano, cruzándose hacia el velatorio. La pelota pica encabritada y como absorbe manchas de humedad detecta con perfección el sitio donde picó, convalidando el gol o no. Hoy está hecha una bengala; como un animal de piel brillosa que estuviese confinado en los bosques durante milenios y subiera a la superficie por algún encantamiento. Se nos escapa de las manos, nos ataca, nos perfora el pecho y la frente. Decidimos cambiarla, buscar una más suave y grande, una de plástico, de esas que chasquean cuando uno las patea de chanfle, pero el ruido resultaría descortés.

“Falta un gol”, se queja Azuli, que tiene el partido controlado por primera vez y está jadeante de emoción bajo la garúa. Lleva una remera como la del Celtic y debe ser la primera vez que está arriba en el marcador. Dan ganas de que pierda. Un solo golcito y podrá contar la gloria de haberle ganado al Antonioni, el gigante negro e imbatible. Un tiro corto para el pecho de Azuli que remata ya solo frente a un rival vencido y la pelotita, como un duendecito borracho, pega en el reborde de un balcón, salta al medio de la calle y al ser embestida por el lateral de un Siam Di Tella que justo sale disparada como bola de acero hacia la vidriera de la peluquería y hace estallar los vidrios como si se deshiciese estrepitosamente un mar de cristal. Azuli se tapa la boca. Hay un silencio atroz; huimos hacia calle Alsina, que ya es una boca ensimismada en las sombras de los altos plátanos por la ausencia de luz. Corremos. Recién nos detenemos en el centro de la plaza Buratovich, donde en la fuente reseca una Venus de bronce nos acoge, con sus manos en plegaria, sus tetitas, sus alerones de plumas. Nos tiramos debajo de ella como en una trinchera: se oye nuestra respiración afanosa. Arriba sale la luna; ya escampó y advertimos el frío en nuestras remeras aún empapadas de sudor.

—Deben estar buscándonos —articulamos como si fuésemos una patrulla de Combate.

—Sonamos —aludo yo con mi optimismo lozano.

Y saltamos la fuente hacia la gramilla emprendiendo el retorno a la crucifixión: hay una resignación de entregarnos, hartos de lucha y escondrijos. Es por la superstición del finado que lo hacemos

—¡Que ninguno arrugue! —grito. Al llegar a la peluquería-velatorio nos recibe un camión de bomberos. No sabemos qué sentir ante el suceso extraordinario, por la fortuna que seguro ayudará a tapar las pistas. Deducimos rápido que los hechos se han torcido a nuestro favor, por eso entramos en escena despaciosamente, curiosos de verdad. Resultó que en el momento de entrar la pelota por el vidrio, se desmoronó el techo sobre los presentes y tras un cortocircuito rápidamente se empezó a incendiar el local. Afuera vemos a Troilito, el peluquero, acongojado por la pérdida dual: la de su amigo y la de su local. Llora por partida doble y lo consuelan entre varios. Tito La Spada, salvado de morir por segunda vez yace en el cristal del carro fúnebre .Se acrecienta su fama de yeta.

—No hay que lamentar víctimas —dice alguien.

Suerte inusitada la nuestra: justo en el momento del impacto ardió Troya. El florista está aún con un ramito inconcluso, abrazado a su novia. Tiene restos de cal sobre sus hombros de camisa negra y le tiemblan los dedos.

Mi tío, que ha estado fumando en la esquina, comenta por lo bajo: —Era el campeón de los mufas. ¡Qué pedazo de fierro! ¡Hay que rajarse antes de que acabe con el barrio entero, muchachos!

Nosotros, como cuises salvados de un zorro, agradecemos a todos los piedra, los fúlmines, por la suerte que parece habernos regalado. 

—Lo único que no sé es qué hacía esta pelotita cachuza adentro —dice un tipo gordo. Y nos interroga: — ¿Es de alguno de ustedes? —mostrándola derretida por el calor bajo su zapato. Negamos, negamos, negamos todo, mientras hacemos los cuernos por detrás, por las dudas, hasta que nos duelen todos los dedos.

 

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