Con motivo del cincuentenario de la fundación de La Plata, el escritor cordobés Arturo Capdevila escribió Loores platenses. El libro es un antecedente formal a la obra La musa platense, Canto epinicio y loa a la ciudad de La Plata de Pericles Siafas, que comentamos en nuestro artículo anterior, con esta tendencia de la intelectualidad argentina por querer ser Grecia.

Dardo Rocha, fundador de La Plata, es presentado por Capdevilla como “un nuevo Eneas” que en éxodo voluntario llega a ocupar los nuevos palacios erigidos sobre la planicie antes “maldecida por cicutas y cardos”. También, es “el Cadmo platense” el héroe mitológico fundador de Tebas. La Musa Platense, en esta ocasión, se presenta como el alma de la ciudad, “una hija de los cielos”, y la universidad es la “casa consagrada a la divina Atenea”. El 19 de noviembre de 1882 es la fecha de la fundación de la ciudad que “Pitágoras habría aprobado”. Aparte de las loas a Rocha, siguen por turno los loores a Almafuerte, un “aquilón”, Ameghino, quien al probar la existencia de la Atlántida da una merecida satisfacción a Platón, y Joaquín V. González, el creador de la casa de Atenea, quien en el Samay Huasi de su Rioja natal dispuso la erección de “unas graves puertas etruscas”.

Finalmente, Capdevila nos aclara que La Plata es ciega si no hay un poeta que la cante [en este caso él], de otro modo la ciudad moriría sin saber cómo fue. En todo caso, los intentos de Capdevila nos presentan a La Plata como una Nueva Atenas, con algo de Tebas y de Roma. En este sentido nos vemos precisados de advertirle al lector desprevenido que La Plata es La Plata, y que no fue ni es ninguna de esas otras cosas.

Jorge Luis Borges afirmó en más de una oportunidad que los argentinos somos los verdaderos europeos. Nuestro polígrafo suponía que un español, un italiano, un inglés, un alemán, antes que ser europeo, era —por limitaciones administrativas y de nacimiento— antes que europeo, español, italiano, inglés… En cambio, nosotros, argentinos, al estar desdibujados por el exilio, podíamos ser mejores herederos de Occidente y de Grecia, o debíamos —según Borges— tratar de merecer tal herencia. Que Borges tuviera “una gota de sangre guaraní por ahí”, no contaba según él “mayormen­te”. Esta afirmación idealizada de nuestro escritor primero, circunscripta a Las Heras y Callao más que a cualquier otro territorio donde podamos encontrar “argentinos”, parece no tomar en cuenta el conjunto: una mezcla de mujeres quechuas, guaraníes, mapuches, más la suma de Ulrico Schmidl, Pedro de Mendoza, Florian Paucke, Juana Azurduy, José Ingenieros (Giussepe Ingegnieri), Giovanni Batista Giusto (más conocido como Juan B. Justo), el coronel Borges, Manuela Padilla, el ministro Mendeville, Mitre de los Demetrios, Mariquita Sánchez, Doña Paula Albarracín, descendiente del grupo bereber Banu Razin, el mismo Sarmiento, descendiente de un cacique de Angaco, César Tiempo, Santos Guayama, el gringo Pellegrini (su padre Carlo, nacido en el Reino de Cerdeña, prefería presentarse como francés y que le digan Charles), el prusiano Rauch, el cacique Arbolito, el vasco Urquiza, más el negro Raúl, Falucho, María Kodama, el Barón von Holmberg, Manuel Belgrano, descendiente de chipriotas, French, Beruti, Mori-Koenig, Lanusse, la catrielera Eva Perón, San Martín, posible cruza entre una guaraní y Alvear padre, Raninkeo, Capitanich, somos —aseguraba Borges— más europeos que Europa y herederos de ese continente “que hunde en Grecia sus más profundas raíces culturales, y por tal los argentinos también “somos griegos”.

Se puede decir que uno no solo es lo que es sino lo que imagina y desea ser. En tal sentido Sarmiento quería ser adoptado por Francia, incluso por Estados Unidos, antes que observar sus raíces hispanas (y mucho menos amerindias y bereber). Borges aprendía el olde norse sin que se le ocurriese alguna vez contemplar el guaraní (aunque sí recurría al expresivo ¡che!). Don Atahualpa Yupanqui, por otro lado, nacido como Juan A. de la Peña, prefería acudir a su cuarta parte quechua antes que a sus tres cuartas partes de la vascongada. El Río de la Plata nos otorga estas posibilidades: un libre albedrío anarco-genético y vocacional.

En El escritor argentino y la tradición, publicado en 1955, Borges elige un ejemplo extraño como medida de la “argentinidad” para contraponer al Martín Fierro y a la tradición gauchesca. Pone el caso del poema La Urna de Enrique Banchs publicado en 1911. Nos dice que la mención de los tejados, en vez de azoteas, y el recurso de los ruiseñores, un pájaro más imaginado que presente en el cielo bonaerense, son metáforas del pudor argentino: “El ruiseñor —nos dice el autor— es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura y la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina [¿?]; la circunstancia de que Banchs, al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado [es] significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad.”

No sabemos muy bien a qué clase de argentinidad se refiere Borges al buscar este ejemplo. Posiblemente su modelo de argentino haya sido en aquel momento un espejo de sí mismo. Dejando de lado las oleadas de psicoanálisis recibidas, lo que hace de este pasaje sobre la “reticencia” un modelo de anacronismo, especialmente teniendo en cuenta que este ensayo tan resonado fue publicado sin enmiendas años más tarde cuando el pudor argentino se había ido al garete. En todo caso, y en su momento, Borges excluyó con el comentario a los expansivos hijos de la inmigración, abiertos en sus emociones y muy dispuestos a declarar sentimientos.

“Nuestro patrimonio es el universo” decía Borges mirando a Europa como sinónimo de Occidente. Un Occidente —habría que aclarar— que queda al Oriente del Río de la Plata. Por nuestra parte sostenemos que el universo es una versión multiplicada del cosmos local, pero que no somos dueños de ese universo. Por el contrario, somos patrimonio de este, el cual nos ofrece sus características y propiedades. Además de ser el Occidente de Europa somos a la vez el Oriente de Asia. Cuando Borges asegura: “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental” nosotros estamos de acuerdo de que nuestra cultura puede ser occidental, y que tomándola prestada de nuestra rioplatinidad, se la podemos prestar al Oriente, es decir, a Europa.

Pero Borges y sus aseveraciones no venían de la nada. Un extenso grupo intelectual que partía de la generación del 37 ya pensaba en Europa y en Grecia como deseo y herencia idealizada.

El poema Atlántida del entrerriano Olegario V. Andrade (1841-1882) fue escrito en 1877. El texto trata sobre “nuestra raza” a la que Andrade compara con aquella de la Antigua Roma. A esto le suma una interpretación personal de la Atlántida de Platón. El poeta parece encontrar tal promesa entre los viejos hispano-criollos y en los nuevos inmigrantes italianos:

¡La raza que despierta

como enjambre irritado, en las sombrías

hondonadas del Lacio,

es la raza latina, destinada

a inaugurar la historia

y a abarcar el espacio

llevando por esclava a la victoria!

Esta raza heroica se lanzó impaciente —según el poeta— en pos de sus destinos inmortales. No importa si germanos, godos, longobardos, árabes y normandos pasaron por arriba de la bota de Italia. Como siempre ese es, en el imaginario itálico, un breve paréntesis de 1500 años. Un arco diminuto que no se compara con la gloria pasada y la que reinicia su avance a partir de la unidad italiana de 1860. El poema continúa con el apogeo de Roma y la caída de todos los que se oponen a su imperio. Hasta que llega el fin, pero lo importante y lo que Andrade nos quiere decir es que la sangre heroica de aquel imperio se mantiene y ya podemos intuir hacia adonde vamos: la sangre heroica romana pasa a España y de ahí… al Plata:

España despertó con fuerza nueva,

y unidas en eterno maridaje

la pasada romana fortaleza

y la savia salvaje

del hijo del Pirene, diestro en lides,

engendraron la raza destinada

Otra vez: no importa si alanos, godos, francos, suevos y un milenio de cruzas previas a la colonización de América hayan hecho lo suyo. Tampoco si la raza reparte su simiente entre doncellas guaraníes, quechuas, querandíes y bantúes. El poeta necesita que Roma llegue intacta por el río de la historia, por el Paraná hasta el Riachuelo y la Ensenada. No obstante, Andrade escribe en términos greco-latinos, desde Buenos Aires, y dentro del monoteísmo, de modo que la raza latina llega con Colón:

Pero Dios reservaba

la empresa ruda al genio renaciente

de la latina raza, domadora

de pueblos, combatiente

de las grandes batallas de la historia!

Y cuando fué la hora.

Colón apareció sobre la nave

del destino del mundo portadora.

Es así que el genio inquieto de la vieja raza encontró la tierra fértil para renovar su imperio en pos de grandiosas ilusiones, / la libertad, la gloria y el progreso! No falta nada entonces. Los latinos llegaron, están en un nuevo territorio para mostrar sus habilidades y su futuro prometedor. A esta altura el poema se vuelve un salto entre Hernán Cortés, Bolívar, el imperio Inca y Gualeguaychú. Estamos —según Andrade— ante la Atlántida encantada que Platón presintió, una promesa de oro reservada a la raza fecunda predestinada por la Historia. La raza de los Césares del genio y de la espada, la raza que va a realizar lo que en el mundo antiguo no pudo:

la más bella visión de sus visiones!

¡Al himno colosal de los desiertos

la eterna comunión de las naciones!

Es posible que la mención de los desiertos refiera a la Pampa y Patagonia. Más aun teniendo en cuenta que el poema es de 1877: Adolfo Alsina construía a la sazón su “zanja” a la manera del muro de Adriano y avanzaba con las centurias de Levalle, Villegas y Vintter en contra de aquellos símiles de scotti, pictos y celtas que podían representar Catriel, Pincén y Namuncurá. Lo de la eterna comunión de las naciones podemos entenderlo como panamericanismo. Sin embargo, la reciente Guerra del Paraguay (1865-1870) con medio millón de muertos no dejaba mucho espacio para la utopía… En fín, la idea de la Atlántida soñada de Platón aparece en el diálogo Critias, un texto donde la voz del sofista asegura que los dioses decidieron castigar a la Atlántida y a sus habitantes por su soberbia, pero eso Andrade no lo dice.