Mucho se ha hablado del ataque a la cultura de la derecha en general y de este gobierno en particular. Hay quienes la han defendido demostrando que es una industria que da dividendos y no pérdidas, hay quienes dicen que este modo de defenderla la quita de su propósito principal que nada tiene que ver con el dinero. La cultura como identidad, como narración compartida, como invitación a la fiesta en común, como la posibilidad de enfrentar la hostilidad del mundo con herramientas de la imaginación. Todo cierto. Incluso que la cultura es una industria que se atiene a las lógicas del mercado es tristemente cierto. Sin embargo, no estaría mal preguntarnos por qué los fascismos han invertido tantos recursos --dinerarios, humanos, estratégicos-- para combatir la cultura. O, para decirlo con un poco más de precisión, para combatir a una cultura no fascista. Puede ser un poco arriesgado tildar de fascismo a “La felicidad” de Palito Ortega, pero sólo tan arriesgado como señalar a la frase “algo habrán hecho” como mecanismo de condición necesaria para la existencia del fascismo en la Argentina.
¿Qué les importa que se hagan películas? Si está claro que de las películas se puede obtener dinero, que no es pura inversión (además de que ya sabemos que el cine se autoabastece con sus propios recursos). ¿En qué los puede afectar que se hagan las miles de obras de teatro que se montan por año en Argentina? La tesis de la “cortina de humo” queda más que corta. Incluso es una idea que no muestra más que el propio fascismo de las organizaciones del campo popular que hablan del feminismo como distracción. Porque, ya se sabe, ser (o decirse de) izquierda no ha salvado a nadie ni de ser machista ni patriarcal ni de tener prácticas autoritarias, conservadoras y, digámoslo: fascistas. Que ataquen a la cultura como forma de distraernos de las medidas antipueblo que se están tomando (como si la cultura no fuera un patrimonio del pueblo), es un argumento muy flojito de papeles. ¿Por qué lo hacen, entonces?
El hombre en el castillo de Phillip K. Dick es una ucronía que plantea un mundo en el que algunos hechos históricos fundamentales sucedieron de otra manera. El intento de asesinato de Roosevelt en 1933 no fue un intento, sino un hecho. Y, por lo tanto, Estados Unidos no se repuso de la Gran Depresión. Así las cosas, no participaron de la Segunda Guerra y los Aliados perdieron. El mundo se reparte entonces entre las dos potencias ganadoras: Alemania y Japón. La acción se centra en lo que antes fue Estados Unidos y ahora es un territorio dividido en tres: la parte colonizada por los nazis, el protectorado del Imperio del Japón y un pequeño corredor en las Montañas Rocallosas en donde los “nativos” siguen viviendo como antes. Ya han pasado casi veinte años desde que la guerra ha finalizado y después de bombas, de genocidio total del continente africano y de convertir el Mar Mediterráneo en un campo de cultivo por parte de los nazis, y de haber quemado por completo la selva amazónica por parte de los japoneses; es la era de la reconstrucción y el florecimiento económico de ambos imperios. Los blancos son los discriminados ahora, los ciudadanos de segunda. Los nazis son más propensos a la eliminación de la raza inferior, los japoneses se inclinan por el estudio antropológico y la colección de los objetos de la vida cotidiana de los nativos antes de que hubieran sido sometidos. Dos libros funcionan en la obra como metatexto: el I Ching que los japoneses, pero también los blancos americanos, consultan para saber cómo proceder antes de una decisión importante, y otro --prohibido en algunas zonas, pero muy leído en todas partes-- que ha escrito el “hombre en el castillo”. Por razones que no se develan, el libro se llama La langosta se ha posado y cuenta una realidad ucrónica en la que los Aliados ganaron la guerra. El libro causa extrañeza, entretiene, pero es tan lejano a lo que viven los americanos que no parece ser muy peligroso. Sin embargo, los nazis envían a un agente a asesinar al escritor. Un obstáculo inesperado le impide cumplir con su misión: una mujer que sabe defenderse lo deja desangrándose en una habitación de hotel. El escritor, que no vive en un castillo como cuenta el mito, se salva, pero sabemos que tiene los días contados. Cuando los nazis se proponen eliminar a alguien pueden retrasarse, pero nunca fallan.
En el libro no hay ninguna organización que resista la dominación alemana ni la japonesa. Las tensiones que se ven tienen que ver con la guerra fría y peligrosa que libran los dos imperios. Los personajes sufren la opresión, pero no la combaten. Tratan de salvar el pellejo, de adaptarse, de ganar el pan de cada día en un mundo en el que las oportunidades están destinadas a arios y nipones. Los japoneses leen el libro con el candor de los colonizadores por las ocurrencias de los nativos. Los nazis se irritan como buenos fascistas que no aguantan ni una duda, ni una broma, ni una licencia poética, aunque está claro que no es el objeto fetiche de ningún grupo clandestino, de ninguna resistencia. No representa ningún peligro inmediato ni a mediano plazo. Sin embargo, se empeñan en talar árbol de esas frutas urticantes de la cultura. ¿Por qué?
Podría aventurarse que un libro que muestra una realidad distinta puede lograr que se les ocurran ideas acerca de la no inevitabilidad de las relaciones sociales existentes. Aunque ahora parezca un entretenimiento, una especie de novela de la tarde un poco picante que se comenta en las sobremesas y en los bares, puede ser la chispa que encienda alguna mecha. Muy cierto. Bertold Bretch, que hizo del extrañamiento una política del arte en sus obras, solía ubicar sus piezas en los lugares más exóticos posibles. Que todo quedara lo más lejos que se pudiera para que la sensación de espejo fuera más eficaz. No nos vemos mejor en lo que se nos parece sino en lo que se desnaturaliza. Así, el mundo en el que los blancos son una “subespecie”, unos “brutos”, una “pobre gente”, en el que los sometidos no hacen nada más que indignarse y disimular para vivir un día más; en el que la bandera nazi ondea en todos los edificios públicos y los japoneses les dicen “yanks” a los americanos y toman café en vez de té para darse importancia en los círculos más snobs de la sociedad; parece lejano, absurdo. Por eso mismo, tal vez, sea un modo brutal de ver el mundo en el que vivimos. Puede ser ese, entonces, el peligro que encierra ese libro, el libro, los libros, lo que llamamos cultura. Aunque tampoco es seguro que ese espejo, ese mirarse y tomar cierta consciencia de que lo que nos parece normal es horrible, sea un peligro en sí mismo. Al menos un peligro inminente.
A lo mejor, entonces, lo más peligroso de la cultura es que nadie sabe para qué sirve, ni si sirve para algo, ni qué efectos tiene ni sobre quiénes. Nadie lo sabe a ciencia cierta, al menos. Incluso cuando parece que una pieza ha quedado domesticada e incluida en el mercado, de pronto se corre de eje y empieza a girar como un trompo loco y sin control. Rodolfo Walsh escribió el libro Operación Masacre para denunciar a los asesinos de la masacre de José León Suarez y que fueran presos. No lo logró. En ese sentido, fue un fracaso rotundo. Inútil para lo que había sido creado, sin embargo, se convirtió en un ícono de la resistencia durante los dieciocho años de proscripción del peronismo.
La cultura es una potencia, un sinsentido, un disparate, un sueño escurridizo que nadie puede contar a la mañana siguiente. La cultura es eso que el capitalismo cree que empaqueta y vende en el mercado al mejor postor y cuando menos es lo espera le explota en la cara.
La cultura --toda la cultura, incluso la que los que saben mucho llaman berreta-- tiene que ser defendida hasta las últimas consecuencias. Nunca se sabe cuándo, un “La felicidad” de algún Palito Ortega puede ser el himno que se cante sobre los escombros de los últimos bastiones de un mundo de mierda.