Ignoro si le pasa lo mismo a todos los hinchas, pero en mis deportes elegidos siempre tengo a mi favorito absoluto y luego a un segundo atesorado, a quien le presto atención, que me interesa, por el que, incluso, me preocupo. Hoy mi amor completo en el tenis –quizá el deporte que más disfruto, después del fútbol-- le corresponde a Novak Djokovic. Por muchas razones, entre las que incluyo una importante tirria por los bien educados Federer y Nadal, cuya rivalidad y supremacía, indiscutible a nivel técnico, me impacientaba. Esta columna, sin embargo, no es sobre Novak Djokovic, el indiscutible mejor de todos los tiempos. Es sobre Andrey Rublev, número 8 del mundo.

Rublev –sí, se llama como el pintor y como la película de Tarkovsky-- es un tenista ruso de 26 años que juega sin bandera, como todos sus compatriotas, y es mi segundo favorito. Me enamoré por su nombre, por su insano comportamiento en la cancha, su afabilidad fuera de la pista y su belleza de bailarín del Bolshoi. No me pongo el cuchillo entre los dientes por él, como por Nole, pero me obsesiona.

Mi afecto y apoyo a Andrey, en este momento, atraviesa un momento crítico. Rublev se encuentra en una espiral descendente que da miedo ver. Sufro, pero aprendo lo que significa ser un deportista de alta competencia hoy: sus connotaciones geopolíticas, su relación con el esponsoreo y el dinero. Y cómo se maneja (o más bien, no se maneja) la salud mental en el deporte. Cierto que se ha empezado a hablar con timidez, con un tabú pesado como una montaña: falta mucho.

Andrey Rublev contó en varias ocasiones que atraviesa depresiones y no puede manejar la frustración. Y esto se traduce en que, por ejemplo, en 2018, después de perder un partido importante, se rompió la mano en su habitación de hotel, dándole golpes a una puerta. Hay videos en los que se lo ve en el club de infancia en Moscú, con su madre y entrenadora, Marina Marenko: ella lo amenaza con la raqueta diciéndole que le va a disparar si no presta atención cuando hace un mal saque. Rublev es de los pocos tenistas que no viaja con su familia, no la tiene en su equipo y les prohíbe ir a ver sus partidos. La versión oficial es que “lo ponen nervioso”. Se intuye un enorme desencuentro.

En la final ATP de noviembre de 2023, contra Carlos Alcaraz, perdió en dos sets: Rublev se golpeó la rodilla con la raqueta hasta lastimarse; la sangre hizo que tuvieran que llamar a un médico y parar el partido. “No pasa nada, no lo pude manejar”, dijo él después, bajándole el precio a su arranque. Pero hay que verlo. No es solo furia, es autolesión, es un profundo disgusto consigo mismo. Volvió a lastimarse en el más reciente Roland Garros, donde perdió la cabeza en un espectáculo doloroso de autolesión, gritos y angustia. Dio la conferencia de prensa casi llorando, cabizbajo, avergonzado, y dijo: “El problema es la cabeza. Si pudiera ser amable conmigo mismo, estos problemas de comportamiento no ocurrirían”. Los periodistas le preguntaron si pedía ayuda, si hablaba con alguien. Él les sonrió cansado. Tiene psicólogo en el equipo. La debacle de RG ocurría después de dos hechos increíblemente opuestos: en marzo de 2024 fue descalificado en Dubai, donde defendía el título, por insultar en ruso a el juez de línea. En mayo de 2024, dos meses después, ganó el Abierto de Madrid, un Masters 1000: estaba enfermo, sin dormir y casi sin comer, y venció al extraordinario Carlos Alcaraz, quizá el jugador más talentoso del circuito. En un podcast después del triunfo dijo que, ahora, ya no pasa tres días deprimido y con ganas de suicidarse después de una derrota, pero que no sabe cómo medir sus emociones. “El perfeccionismo es bueno, pero también me destruye el cerebro”, explicó.

En Wimbledon se fue en primera ronda. Volvió a autolesionarse la rodilla y declaró que “no lo haría si nos dejaran estrellar la raqueta contra el piso”. Nadie más se autolesiona en público y, salvo entre sus fans, no se habla mucho del tema, excepto en titulares de diarios y memes. Pocos jugadores cuentan sus luchas de salud mental: lo hicieron la valiente Naomi Osaka, el australiano Nick Kyrgios, la legendaria campeona Julie Heldman. Andre Agassi escribió en su maravilloso libro de memorias, Open, que odiaba el tenis y jugó un US Open drogado para ver si lograba un doping positivo: ya que él no podía dejar el deporte, que el establishment del tenis hiciera el trabajo sucio.

El público está dividido ante Rublev. Para algunos su mala conducta debe ser sancionada y su comportamiento resulta un capricho infantil. Para otros, es necesario que intervengan las autoridades o que cambie de equipo técnico para determinar si necesita tratamiento psiquiátrico. En una lectura amateur y rasante, que debo agradecer a mi amigo Gonzalo Fiore Viani, averigüé que el doping en el tenis no está demasiado estudiado, y que las drogas psicotrópicas no están prohibidas, aunque no queda claro cómo podrían ser compatibles con el trabajo de un atleta de elite.

Si el público está dividido, no pasa lo mismo hacia adentro del tenis. Sus compañeros le tienen afecto. Alcaraz dijo, hace poco, que era el más divertido de todo el tour –y esto después de verlo lastimarse, boquiabierto--. Zverev lo llama “mi hermano menor”. Grigor Dimitrov juega a que tiene un romance con él y las muestras de afecto, más allá del chiste, son frecuentes y sinceras. Daniil Medvedev es su mejor amigo y compadre: Rublev es el padrino de su hija, Alisa.

En el último torneo que jugó, en Suecia, Rublev se fue en primera ronda, otra vez. Al menos pareció contenido. Su posición en el ranking se precipita, pero cada semana aparece una nueva fecha de torneo, como si no pudiera parar de jugar. Quizá no puede. Le pasó a Agassi. Aunque claro, Agassi es una leyenda del deporte. Andrey Rublev es un gran jugador, pero orbita en esa medianía en la que deslizarse al olvido es cuestión de un parpadeo.

El afecto de sus compañeros y de parte del público se sostiene también en actitudes nobles. En febrero 2022, después de un partido, escribió en la cámara –lo usual después de los partidos--: “No más guerra por favor”. Las tropas rusas acababan de invadir Ucrania. Poco después hizo un video con su colega y amiga Daria Kasatkina: ella condenaba la guerra, se solidarizaba con Ucrania y salía del closet como lesbiana, al mismo tiempo que criticaba el tratamiento a las personas queer en su país. Andrey, como estrella del deporte ruso, le daba la derecha y su apoyo. Rublev no tiene sponsor: cuando varios atletas rusos se quedaron sin marcas por las sanciones, él abrió una línea propia, Rublo (su apodo). La primera colección fue 100% a donaciones. Ahora la marca está en período de prueba, a ver si puede sobrevivir, cubrir costos y salarios. No es fácil cuando la cara visible de la ropa se está desmoronando en cada partido. También acaba de abrir una Fundación para ayudar a niños con problemas de salud. Todo esto es más presión: tiene que comportarse bien y ser exitoso para que sus emprendimientos funcionen. Y los emprendimientos son solidarios. Así que si no le va bien, decepciona y deja de ayudar a quienes reciben su ayuda. Es un laberinto que él mismo se construyó.

El miércoles pasado la red de contenido de la ATP estrenó un video de Rublev y Medvedev, en el que hablan de su amistad de veinte años. Se los ve relajados y afectuosos. Una de las preguntas de los productores fue: “¿Qué se desean el uno al otro?”. Daniil, sin dudarlo, le dice a Andrey, con ternura: “Yo te deseo que seas más feliz”. Y Andrey, después de reírse como el hombre joven carismático y payaso que es, baja la cabeza y responde: “Lo voy a intentar”.