Berlín. Mayo de 1945. Un soldado veinteañero de rostro adusto y mirada intensa se abre paso entre los escombros que dejó el incendio de la Biblioteca Nacional. Huele a pólvora y a muerto. El frío y el hambre, pero sobre todo las calamidades de la guerra que suelen adormecer la moral de los hombres, no le impiden dirigir su aguzada curiosidad hacia los libros, restos sobrevivientes de la catástrofe. La circunstancia activa en él ese sentido de sabueso que cualquier lector de raza experimenta de forma casi involuntaria ante la presencia de un tesoro disponible. Yuri Knorosov deja su Kalashnikov a un lado y abre una caja tras otra. Su corazón late con fuerza, se siente vivo. De repente un volumen llama su atención. Es un grueso libro publicado en Guatemala con extraños dibujos que hechizan su alma de una vez y para siempre. Se trata de la edición facsimilar de tres códices que sobrevivieron a otro incendio sucedido medio milenio antes mediante el cual el obispo Landa pretendía, al quemar todos los libros mayas, extirpar las idolatrías indígenas.

Aquel joven soldado soviético que desde pibe se había aficionado a las lenguas y casi como un juego había aprendido por su cuenta el chino, el árabe y el griego, había sentido el enigma de la cultura egipcia que lo decidió por la epigrafía. En el primer año de la facultad, antes de ser alistado, ya leía los jeroglíficos como quien lee el diario. Ahora, en Berlin, al esconder entre sus ropas los códices, está a punto de iniciar el camino del descifrado de las escrituras mayas que había sido una pesadilla insuperable para los investigadores.

Un siglo antes, en las pampas argentinas, en la época de “la lucha contra el indio” -eufemismo con que se narra la apropiación territorial y el etnocidio de las naciones originarias- una partida del comandante Francisco Sosa, conocido como Pancho el Ñato, sorprendía al cacique Chocorí, solo, en un guadal. Como tenía todas las de perder, para poder escapar se quitó la coraza de cuero -una especie de armadura flexible con que los guerreros tehuelches protegían su cuerpo- y la arrojó al suelo. Alivianado, espoleó su pingo y logró huir. Sosa, solícito, recogió la coraza y se la obsequió a Juan Manuel de Rosas.

Por la época en que el soldado soviético Yuri Knorosov descifraba las escrituras mayas, el antropólogo argentino Alberto Rex González se fascinaba con la coraza de Chocorí que, en una vitrina del Museo de La Plata, le indicaba un pasado a descifrar. Durante una investigación en el Musée de L’Homme en París había descubierto una coraza similar que describió en un artículo de 1972. Al poco tiempo González recibió una carta de Sir Eric Thompson, donde decía: “Tu artículo ha sido para mí motivo de indudable emoción. Tu referencia al comandante Sosa se liga a recuerdos y relatos de mi niñez. Mi abuelo contaba que, siendo niño, el comandante Sosa realizó una leva en la estancia familiar en Magdalena. Se llevó, entre muchos otros animales, un petiso que era su montura predilecta y al que tenía gran afecto. Desconsolado por la pérdida siguió a Pancho el Ñato en su marcha por la pampa durante varios días. Al fin le dio alcance y le rogó que le devolviera su petiso, a lo que éste finalmente accedió”.

Pero ¿quién era ese Sir inglés que desde su retiro en Essex mentaba, intempestivo, a un ignoto montonero aindiado?

En el Prefacio a la primera edición en español de su Grandeza y Decadencia de los Mayas, Sir Eric Thompson le agradece al Fondo de Cultura Económica de México porque “sella una ya larga y estrecha vinculación de mi familia con los pueblos de habla castellana. Por mi apellido, por mi modo de hablar y por mis facciones soy netamente anglosajón; mas el español fue la lengua materna de mi padre y de mi abuelo paterno, y desde el año de 1808 el destino ha enlazado a mi familia con España y con América Latina, cuando mi bisabuelo, un soldado inglés que prestaba sus servicios en las campañas contra Napoleón, cortejó a una doncella española de Segovia y se casó con ella. Habrá tenido que ser audaz y determinado aquel hombre para vencer los obstáculos de una rigurosa disciplina militar y los prejuicios religiosos, tan formidables como eran en aquellos tiempos. Pocos años después se radicó en Argentina, donde se dedicó a la cría de ganado vacuno y lanar”.

Según el arqueólogo, historiador y etnógrafo que sería por décadas la máxima autoridad en los mayas, “Mi abuelo, ya argentino por nacimiento y gaucho por inclinación, fue también estanciero. Hablaba poco inglés. Y mi padre, como él, se crió en la pampa argentina: sabía montar a caballo casi antes de poder andar a pie, pero se trasladó a Inglaterra poco antes que yo naciera”. Efectivamente John Eric Signey Thompson había nacido en Londres el último día de 1898 y accedido, gracias a la riqueza producida por los gauchos argentinos, a una educación privilegiada que se vio interrumpida por la primera Guerra Mundial. Valeroso, fue herido en Francia, pese a lo cual volvió al frente de combate, llegando a alcanzar el rango de subteniente.

Tras la contienda decidió conocer los pagos de su familia y se estableció por un par de años en Arenaza, cerca de Lincoln, en el oeste de la Provincia de Buenos Aires, donde como quien no quiere la cosa aprendió los fundamentos de la cultura gaucha. Entre vascos e irlandeses, como su madre, resaltaba aquel jovial e intrépido rubiecito que estaba preparándose, sin saberlo, para encarar el que será su oficio de toda la vida. Pues en Arenaza no solo adquirió el castellano y ciertas aptitudes útiles para el trabajo arqueológico sino que además descubrió la pasión propia de todo etnógrafo por comprender y vivir en una cultura diferente. “Muy inglés y joven de apenas veinte años, crucé el océano para ir a la tierra natal de mi progenitor. Allí aprendí a ensillar a mi pingo con recado criollo, y, andando a caballo, compraba tierras de vez en cuando. ¡Qué alegres aquellos lejanos años de mi juventud! Aprendí, también, a tomar mate amargo, a comer un churrasco asado bajo la sombra del ombú, y a bailar con las chinitas del pago, que era mío por herencia. No aprendí, sin embargo, a ser estanciero, y regresé a Inglaterra a seguir mis estudios.” A su retorno a Inglaterra publicó su primer artículo: “La experiencia de un vaquero: la marca de ganado en la Argentina”, en la Gaceta Diocesana de Southwark. Pero hacia 1926, recién casado, cuenta: “desembarqué en el puerto yucateco de Progreso y, como en amor a primera vista, me apasioné por México. Pasamos nuestra luna de miel en Chichén Itzá y en Cobá”. El siguiente medio siglo, hasta su muerte en 1975, lo dedicará a indagar en los enigmas de la que fuera una de las grandes civilizaciones de América, convirtiéndose en una referencia insoslayable.

Dueño de un estilo literario ameno, salpicado de citas eruditas y consideraciones personales que suelen ser incordio de historiadores y gratitud de lectores, Thompson narra en su primer libro, Arqueología Maya, su iniciación en ese universo al que entró de la mano de Sylvanus Morley, figura crucial de la etapa heroica de la disciplina. A lo largo del texto lo vemos haraganear en los cenotes, montar en mula, preguntarse por la continuidad cultural de los mayas actuales con los arqueológicos, chocar con las costumbres locales que contempla con curiosidad piadosa, descubrir ruinas devoradas por las selvas, ironizar sobre el pretendido salvajismo de los indios que los relatos de viaje propalaban por entonces, sentir el llamado de los dioses en los centros ceremoniales y comprender en profundidad, aunque su ética protestante lo distanciara, la ritualidad indígena aún en sus zonas más problemáticas, como los sacrificios humanos y las versiones sincréticas contemporáneas. La complicada aritmética vigesimal, el arte religioso altamente desarrollado, la astronomía de avanzada y la escritura jeroglífica serán sus temas, junto a la historia y la religión, que desplegará en Grandeza y Decadencia de los Maya, de 1954, y en Historia y Religión de los Mayas, del ‘70.

Pero su verdadera pasión era el descifrado, donde todos, incluido su maestro Morley, habían fracasado. Su compilación La escritura jeroglífica maya, de 1950, según Michael Coe, quien historió el problema, resultó la mayor obstrucción al desciframiento que capturó a sus discípulos obligatorios en sus zonas muertas. Pues entre el laberinto sin salida de sus creencias y las lagunas de su formación, Thompson, que no hablaba la lengua maya, nunca aceptó las claves dadas por el obispo Landa en Relación de las cosas de Yucatán. Que, aunque alfabéticas y por ende limitadas, permitirían, como sucedió con Knorosov, avanzar más allá de la función meramente numérica y calendárica a las que Thompson reducía los glifos.

Para él los glifos son anagógicos, es decir, expresan sentidos espirituales por encima de la literalidad, la alegoría y la moral, los otros modos de interpretación de un texto sagrado. Ayuno de lingüística, descreía de los avances de la disciplina que en cambio a Knorosov le permitieron ver en la articulación entre fonetismo e ideografía la clave para descifrar el código. Es entonces que estas historias se anudan. Pues el joven epigrafista soviético envió un artículo a un congreso en Londres a comienzos de los ‘50 donde básica y sencillamente desculaba el asunto. Y allí los instintos más rancios de Thompson, fervoroso anticomunista, lo llevaron a aferrarse a sus errores como si de virtudes teologales se tratase. Por lo demás, siervos voluntarios de la personalidad avasalladora de Thompson, los mayistas no se atrevieron a contradecirlo hasta su muerte. Sus últimas dos décadas de vida las dedicó a atacar tanto al ruso, según Coe, no solo por ideología y por su creencia en la necesidad de una lectura casi mística de los glifos, sino porque sabía que las teorías del soldado eran correctas. Esa tozudez lo disgració, como dirían los gauchos de Arenaza, porque, no sin injusticia, puso en cuestión toda su fabulosa obra.