Binomio transigido si los hay, no solo desde la crítica y la academia, sino también por los actores concurrentes de dichos ámbitos. Tanto se declama la relación, que pueden erigirse en un eufemismo-diríamos un fantasma conceptual-, o bien el consabido significante vacío, con respuestas e idilios de ocasión. Pero en un gesto irresponsable, obviando las generalidades de rigor, podríamos trabajar la correspondencia con esta pregunta: ¿Cómo opera la literatura en la realidad? y en esto los argentinos, tenemos mucho para decir.

Allá por los treinta del siglo XIX, surge “La Generación del 37”, con el tridente, que sentará los cimientos de lo que conocemos como la Nación Moderna: Echeverría- su líder-, Sarmiento y Alberdi. Desde sus textos el porteño nos lega la metafísica del desierto- la pampa- (La Cautiva) y también la costumbre de la contestación violenta (El Matadero); el “padre del aula” un determinismo geográfico perenne (Facundo); y el tucumano “manfloro”, como le decía Domingo Faustino, Las Bases (hoy sinónimo de ómnibus). Pero en el escenario no se encontraban solos. En las antípodas estaban los denominados “Gauchipolíticos”. Y el último de su estirpe marcó el esplendor de su especie; también la derrota del proyecto político/productivo autónomo que sostenían. El Martín Fierro, de José Hernández, habla a las claras de ello.

Luego y en las postrimerías del siglo XX, con Rubén Darío en el país -y por él-, emerge un grupo de intelectuales destinados a trazar la Argentina casi como la conocemos hoy. Uno de ellos, el más desgarrado y contradictorio, Leopoldo Lugones, intentó sintetizar en La grande Argentina el reservorio mítico occidental -dada su ascendencia al Simbolismo-, con el legado de los pueblos originarios; para ofrecerle al país una democracia “superadora” a la representativa burguesa. Incomprendido por el gobierno golpista de entonces, buscó la muerte en un recreo del Tigre, no sin antes nutrir a una nueva generación, de una renovada herramienta contestataria elaborada desde el almácigo literario. El grupo Sur, con Borges a la cabeza, tomaría el guante.

A mitad del siglo, con la ascensión del Movimiento Justicialista brota un sujeto social desconocido por las burguesías linderas al Atlántico. Invisibilizado por décadas; el “cabecita negra” se plasma en la realidad del peronismo, y muestra al país profundo. Dentro de la “inteligencia argentina” sucede una ruptura mínima ante este hecho. La mayoría se mantiene monolítica a la matriz liberal, sea por derecha o por izquierda. Borges, las Ocampo, Martínez Estrada, y hasta un párvulo Cortázar (recordemos la recopilación de cuentos llamada Bestiario) ponen el pecho de la cultura ante el “aluvión zoológico”. Al enfrentamiento lo efectúan por dos vías: una directa, de confrontación airada (la revista Sur; por ejemplo), y otra alusiva, Borges y Bioy Casares, desde la dirección de Emecé Argentina crean la serie “El Séptimo Círculo”, donde traducen y compilan el policial duro producido en los Estados Unidos. Esta operación que significa “a los gobiernos populares se los piensa desde el código penal”, no solo encuentra la variante reaccionaria o conservadora; le florece una astilla, definitoria para los próximos lustros.

Hacia el año 1956, a la oficina de la editorial Hachette llega un anónimo que dice: “Hay un fusilado que vive”. Lo toma un hasta ahí sofisticado escritor/periodista llamado Rodolfo Walsh y nada más fue igual entre la literatura y la política. Él enlazó de manera indisoluble ambos conceptos, haciéndolos prácticamente uno, veinte años más tarde en Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Después la oscuridad más abyecta lo cubrió todo. Los senderos, en esa gran noche, se bifurcaron. Meros escarceos en los ochenta, hasta llegar al noventa con La Revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera. Viejo lobo de redacciones, Marcos Ribak –tal era su nombre- trajo un plan definido de lectura: revisar nuestra historia desde el presente. Así su crítica emanaba del propio marco de producción: el período menemista. Arribando así, solo con lo puesto, al siglo XXI.

 

La segunda década del milenio no nos encuentra ni unidos ni dominados. La literatura explora su cauce en homologaciones sectoriales: el género, las identidades, lo digital, las nuevas plataformas y hasta la inteligencia artificial. Se nota todavía, la falta de un relato. Una narrativa que describa e interpele el bestial retroceso, venido paradójicamente -o no-, desde las urnas.