Hace unos días estuve de vacaciones en Chapelco, disfrutando en familia de las vacaciones de invierno. Pasamos momentos increíbles y avancé mucho con el esquí, a tal punto que puedo bajar hasta la base esquiando. Eso me permitió disfrutar mucho con mis hijos.

Sin intención de victimizarme, debo decir que ya estoy acostumbrada a que personas completamente extrañas irrumpan en mi vida para exponer su ideología y sus opiniones sin que nadie las haya pedido. No fue la excepción este viaje. Durante una de las jornadas, mientras esperaba en uno de los medios de elevación, se acercó una mujer muy amable y con un tono de voz dulce me saludó. Me pidió que me acercara a ella, así que yo salí de la fila de la aerosilla y fui hasta donde estaba. Con exclamación de maestra ciruela, en seguida reveló sus intenciones aleccionadoras: “Yo te respeto mucho, pero no digas que sos mamá”. “¡¿Qué?!”, esbocé sin caer del todo. “Mamá soy yo, que tengo ovarios”, retrucó. Entonces tuve que frenarla: “¿Quién sos vos para decirme qué palabras puedo utilizar o no?”. Sin amedrentarse, ella continuó con su propia “ibiología de género” sin que le importara si yo quería escucharla: “Las mujeres que perdieron sus ovarios y decidieron adoptar, ¿qué son para vos? Mujeres, ¿no?”. Quedé muda y al rato reaccioné: “No tiene que ver con los ovarios, ustedes se creen dueños del lenguaje y todo lo que esté fuera de lo normal o binario no debería existir”. Por suerte me salvó mi hija, que desde la fila me gritó: “mamá, vamos”. Miré a esta mujer y le contesté: “ahí tenés tu respuesta; te guste o no, soy mamá”.

Aunque parezca algo ingenuo o anecdótico, el tema del lenguaje no lo es. En los últimos años hemos escuchado a personajes como Cynthia Hotton decir que no debería existir el término “mujeres trans” y que habría que buscar otra palabra. Bajo su lógica conservadora somos hombres. Yo tengo lolas, así que tampoco entro en la categoría “hombre”. El suyo no es un caso aislado: el diputado Bertie Benegas Lynch, hace unos meses, expresó públicamente que le hacía “ruido” que se nombrara con la palabra “casamiento” al matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Su argumento se basaba en la idea de que mater era la unión natural que existe de la familia entre hombre y mujer.

¿Por qué hablo de lenguaje? Porque no hay otro modo de expresar una visión de mundo. Pensamiento y palabra no pueden divorciarse. Y esto tiene una consecuencia: el modo en que los hablantes se apropian de la lengua siempre ha generado diversas polémicas y conflictos en diferentes contextos.

Históricamente, el uso del idioma ha sido censurado por gobiernos o entidades, restringiendo la libertad de expresión y generando resistencias y movimientos, como el caso de ciertos países que limitan el uso de lenguas minoritarias o dialectos.De hecho, en la época del colonialismo, las potencias europeas impusieron su lenguaje a las poblaciones indígenas, lo que llevó a la suspensión de muchas lenguas nativas. En la actualidad, muchas de estas sobreviven a duras penas o incluso no se han podido preservar. En muchos países, el idioma se ha convertido en un símbolo de identidad cultural y nacional. Por ejemplo, el uso del idioma catalán, en Cataluña, el euskera en el País Vasco o el gaélico en Escocia generaron tensiones entre las poblaciones que se identifican con esos idiomas y aquellas que utilizan mayoritariamente la lengua dominante, como el español o el inglés. En definitiva: nunca es ingenuo el uso de un lenguaje, de un dialecto, de un vocabulario e incluso, de un término. Detrás de una palabra como “mamá” o incluso de una vocal que pretenda cuestionar lo binario siempre va a existir tensión, resistencia, conflicto y, obviamente, una lucha por imponer una ideología.

Sin ir más lejos, en nuestro país, en estos últimos cuatro años, ha habido infinidad de debates sobre el uso del lenguaje inclusivo. Esto generó polémicas sobre la forma en que nos expresamos y sobre quién tiene el derecho a definir la evolución del idioma. Hoy parece algo tan lejano, pero recuerdo la indignación que generaba en algunes: “¡A mí no me van a obligar a usarlo!”. “¡Quéestupidez! ¿Quién los discrimina?” “¡Ustedes se excluyen solos!”. Muchxs piensan que el gobierno de Alberto Fernández utilizó el lenguaje inclusivo, la verdad que no sé. Para mí, cualquier política que incluya siempre será bienvenida; los retractores, en mi opinión, no tenían argumentos sólidos a la hora de cuestionarlo. Nunca es bueno ni imponer u obligar: eso siempre va a generar rechazo.

Es claro que el problema no es el idioma, ni siquiera el lenguaje inclusivo. El problema son las personas que esperan que el mundo no sufra cambios y se ajuste siempre al que conocieron acríticamente. Son la intolerancia y la falta de empatía los valores que se expresan en tanta defensa de una palabra o de un modo de usar la lengua. Hoy los avances de los derechos humanos han reformulado todo y muchxs no lo pueden soportar: odian la libertad de las personas como yo, que eligen vivir su identidad. A ellxs les digo: no es necesario renunciar al deseo para tener una familia y disfrutar de los privilegios de los cuales solo gozan las personas heterosexuales. Podrán decirnos cómo se usa el idioma, pero nosotrxs vamos a seguir habitándolo para expresar cómo vemos al mundo que queremos: en un cambio constante y hacia la aceptación de la libertad.