Desde Jacksonville, Florida

Las elecciones internas en Estados Unidos fueron de una singularidad histórica. Tanto Trump como Biden se habían quedado sin competencia casi al arrancar, a principios de año. Aunque esta ausencia de disidencia interna no dejaba mucho lugar para la imaginación, algunos dudábamos que finalmente fueran estos los candidatos de noviembre. O uno caía por sus muchas demandas legales o al otro lo retiraban por sus problemas intelectuales- para el caso, problemas de imagen-.

Dos candidatos con diferencias en política popular (políticas de identidad, género, aborto, raza, etnia, religión) y muy similares en la política del poder (del poder financiero, militar y mediático) demostraban que el poder estaba cómodo con cualquiera de los dos. De hecho, ambos fueron presidentes y el poder corporativo-financiero-militar nunca se sintió cuestionado, sino todo lo contrario. Hubo algunas dudas, debido a un Trump ambiguo en lo que se refería a la OTAN y su relación con Rusia. Si bien es cierto que tanto un sector minoritario de los demócratas como otro de los republicanos coinciden en sus críticas a la OTAN, no era Biden el candidato dubitativo o problemático para el poder.

Había, sin embargo, una debilidad en tanta confianza, en tan poca disidencia interna. Entre los 258 millones de adultos en un país que se precia de ser la gran democracia líder del Mundo Libre, el sistema electoral, herencia viva del sistema esclavista, no pudo elegir sino a dos ancianos excéntricos que ya habían sido presidentes y que una gran cantidad de estadounidenses rechazaba, pese a la propaganda que logró dibujar a uno de ellos, Trump, como un mesías renacido. Según una encuesta reciente de PBS-NPR, el 55 por ciento de los estadounidenses no se sienten a gusto teniendo que elegir entre Trump o Biden. Encuestas anteriores arrojaron resultados similares, confirmando la extendida frustración de los electores por el callejón sin salida por el que habían entrado. Un detalle de poca importancia para el gran poder corporativo-financiero-militar y de gran importancia estratégica para la campaña demócrata en busca de un reemplazo para Biden.

La otra debilidad que vimos antes fue que, aunque el poder de los lobbies y de las corporaciones capitalistas se encontraba con una elección fácil de ganar, sin terceros en disputas, Trump había dado algunas muestras de independencia en geopolítica, algo que fue solucionado (es lo que entendemos, aunque aún sin pruebas) por el reciente atentado contra su vida y la elección de J. D. Vance como vicepresidente, un candidato joven comprometido con las grandes corporaciones (sobre todo las tecnológicas) y los mismos lobbies de siempre (como el más influyente de todos, el lobby pro israelí AIPAC) que lo catapultaron al poder en apenas un año y a los cuales no traicionará sin pagar un precio muy alto.

El anuncio de Biden sobre el resultado positivo en una nueva prueba de Covid fue apenas la confirmación de lo que se esperaba. En cuestión de horas, figuras como Nancy Pelosi y el mismo Barack Obama comenzaron a manifestarse a favor de su renuncia a la candidatura. La presión del partido era creciente e imparable, por lo que sólo se podía esperar que Biden renunciara. Cuanto más tardase, peor, porque las disputas y el desgaste interno iban a disminuir las chances de éxito en las elecciones de noviembre y porque le dejaba menos tiempo para maquillar a la figura reemplazante como futura presidenta.

Aunque la constitución no prevé ningún orden de reemplazo de un presidente que no ha muerto, la candidata natural por orden jerárquico parecía ser Kamala Harris, quien ha recibido el apoyo de Biden, con Pete Buttigieg como vicepresidente, lo que confirmaría el perfil de la política de identidades en la que los demócratas y la izquierda posmoderna se sienten más cómodos: una mujer negra y un hombre homosexual. Pero un sureño conservador como Roy Cooper podría atraer a clientes más del centro. Como sea, serán figuras que no desafiarán el poder  corporativo que gobierna este país, como sí podían haberlo hecho, en alguna medida, el socialista Bernie Sanders y los actuales candidatos independientes, el profesor Cornel West del Partido Socialista y la doctora Jill Stein del Partido Verde, ambos adherentes a una izquierda más tradicional (sesentista, obrera, antiimperialista) y abiertamente en favor de los derechos humanos de los palestinos.

Increíblemente, las teorías conspirativas surgieron solo cuando ocurrió el atentado contra la vida de Trump. La parte ingenua no radica en las teorías sino en la idea de que los grandes poderes que dominan la política y la vida de los habitantes de este mundo solo conspiran cuando un candidato a la presidencia de un país hegemónico es asesinado, como J. F. Kennedy. Estos hechos están marcados por el morbo de un individuo asesinado y de un crimen nunca o casi nunca resuelto, algo propio de la literatura y del cine comercial anglosajón. Es decir, otra de las debilidades ancestrales de la especie humana, aumentada y explotada por la comercialización de la existencia.

Pero es necesario ser demasiado ingenuo, y un ingenuo funcional, para creer que el poder se toma vacaciones conspirando a su favor. El atentado contra Trump, la enfermedad de Biden, son apenas detalles si consideramos las múltiples guerras y masacres que son provocadas por los mercaderes de la muerte, los mismos que se benefician económicamente de ellas y los mismos que expanden su poder no sólo en otras comarcas del mundo sino en sus propios países de residencia, succionándoles impuestos y deudas ficticias, aterrorizando a los incautos con inminentes peligros de los cuales debemos protegernos y para los cuales debemos pagar y renunciar al derecho de los pueblos a saber. Todo en nombre de la seguridad y de la libertad―de la seguridad del poder y de la libertad de los poderosos-.

La renuncia de Biden era inevitable. El extraño y adelantado debate entre dos candidatos sin nominar y sin público, sólo podía ser un movimiento estratégico de los demócratas que querían exponer a Biden y forzarlo a caer por la borda antes de que el barco se hundiera. Luego de la catástrofe del debate que dejó aún más claro sus problemas intelectuales para fingir que el poder está en sus manos, las encuetas terminaron por enterrarlo en vida. El ala izquierda del club exclusivo de El Uno entró en pánico, mientras del otro lado del salón los republicanos se servían más champagne. Si no renunciaba lo renunciaban. Si no era con un Covid de advertencia sería por un accidente doméstico.

Un presidente con demencia senil estaba erosionando la fe de los votantes en un sistema anacrónico y sin alternativas reales, propio de sus orígenes esclavistas. De ser confirmada, Kamala Harris o cualquier otro candidato le dará una bocanada de oxígeno a los demócratas y, en consecuencia, al sistema. Un hombre que renguea no camina bien. El sistema de democracia política y dictadura económica necesita dos piernas que, en apariencia, se oponen en sus movimientos, pero una colabora con la otra para caminar.

Por el momento, seguirá caminando y la dirección seguirá estando en el verdadero poder corporativo-financiero-militar. No en el pueblo.