Comentaba un día, con una dama rusa, que dos de mis abuelos judíos, originarios de Bessarabia o, lo que es lo mismo, de lo que hoy es Moldavia, habían emigrado a la Argentina en los tiempos del zar Nicolás II. La dama abrió los ojos así de grandes para decir, con cierta fiereza, que ¡ah no! esos en Moldavia son todos gitanos, lo que me provocó la duda de qué sonaría peor, ser judío o ser gitano. En cuanto salí del ascensor y estuve en la calle, saqué un espejito de la cartera para mirarme. Me quedó la vista varada en mi intrincada cabellera enrulada, siempre tan enmarañada y me pregunté si sería una señal; y ahí parada como una turulata, en medio de la gente que caminaba apurada por la vereda, contemplándome absorta como una influencer presumida, pensé cuánto me habría gustado asomarme al pasado que mis pelambres pudieran esconder, para visualizar a algún ancestro con ancestra que se menearan sensuales, en un carromato colorido, estacionado a orillas del río Dniester, o liando caricias subrepticias en los trigales a las afueras del pueblo de mi bisabuelo Shloime, o nomás sobre su plantío de repollos, para mezclar los genes que me darían origen.

Pero no fue la única, la dama rusa. En tiempos en que organizábamos, con mi novio de turno, un recorrido iniciático por el este de Europa, el agente de viajes no dejó de asociar mi rostro afilado, mis rizos oscuros y desenfadados y mi genética moldava con los aires de la gitanería. La idea le encantó a mi tal novio de turno. Nada le pareció más sensual, rijoso, erótico y refinado que caminar la vida acompañado de mi imaginario, virtual o encubierto, costado cañí.

Más aún, cuando, años después, caminábamos al sol del mediodía por callejas antiguas de Sevilla, observando yo de cuál de esas casas podría haber sido expulsado alguno de mis antepasados, en épocas de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, para asentarse quizá en Grecia o en Turquía antes de pasar a Moldavia --quién sabe por qué razón-- y cambiar su hablar ladino por el ídish de los judíos ashkenazis, se acercaron unas jóvenes gitanas para sonreírme y leerme la suerte. Mi novio de turno nos miraba caminar y conversar desde la vereda de enfrente. Eras una de ellas, me decía --un rato después-- que sintió más que pensó; finalmente se la llevan, se encontraron y se la llevan, no, no es que se la lleven... se va, se va... se va con ellas...

Así intentó explicarme por qué cruzó la calle casi corriendo y me tomó con urgencia del brazo para separarme del corrillo de mis probables congéneras. En el apuro no conté cuántos billetes de mil pesetas les dejé porque de ninguna manera me aceptaban monedas en pago de sus adivinaciones, y yo no quería exponerme, por puro amarreta, a una maldición gitana.

Cuando alguna vez teníamos que alquilar un auto para viajar por el interior del país, mi todavía novio de turno recurría a una agencia regenteada por gitanos y la vez que decidimos vender un coche muy añoso que nos habían regalado, nos contactaron también gitanos que habían trasmutado el comercio de caballos que ejercían sus ancestros, no me acuerdo si en Rumania o en Hungría, por los rodados de estos tiempos. Vinieron a casa a cerrar los trámites y, mientras tomábamos té de mi samovar eléctrico, nos complacimos rescatando historias de nuestras familias migrantes y comparando nuestros samovares antiguos, el de mi abuela, que reina en la sala de estar de mi casa, con los samovares parecidos que habían traído los abuelos de ellos, de Europa del Este, y que la familia guardaba muy bien. Y compartimos juntos ese escalofrío de misterio que se siente ante los pasados desconocidos que nos habitan, venidos desde tan lejos.

Es que los sucesos que nos ocupan en estos días abrieron resquicios, me retrotrajeron a momentos de mi infancia lejana, que hoy suenan graciosos, y que fluyen desde lo más recóndito de las discriminaciones enquistadas en el folklore popular. Mis cavilaciones zíngaras me traen a la memoria cómo me escondía detrás de la enredadera que cubría la verja del patio de delante de mi casa del barrio Quinta Galli, en mi Avellaneda natal, sureña y proletaria, cuando pasaban las gitanas por la vereda, para espiarlas sin que me vieran. Porque usted recordará, memorioso lector, que los chicos huíamos de ellas cooptados por la vox populi de que merodeaban las calles cimbreando la cintura y ondeando sus polleras fruncidas, floreadas y coloridas, con los pasos displicentes de sus zapaticos muy caminados de medio tacón y la cabellera sujeta por un pañuelo, a la manera de las babas rusas, para robarse a los niños. Sí, eso decían: que las gitanas --entre las que este relato me incluye, porque una nunca sabe lo que le pueda deparar una historia personal desconocida--  se roban a los niños. Bueno, confieso que más terror me inspiraban, en mi lejana infancia del siglo pasado, los hombres uniformados, se tratara de mi primo cuando aparecía vestido de soldado conscripto o del barrendero municipal con su traje gris y su gorra de visera de aspecto militar, empujando su carrito cilíndrico y sus escobillones. Yo rajaba pa’ dentro con el corazón saltándome hasta los dientes.

Pero no, resulta que no. Le comento, crédulo lector, que los que se roban a los niños no son los gitanos; los que se roban a los niños son Ellos.

A Ellos, cómo describirlos, cómo definirlos…

Son los que le quitan vida a los muchachines marrones del Congo; como son chiquitos, caben en lo hondo de los túneles estrechos de donde extraen el coltán, en una mina de cierta legalidad o de ninguna, botín de guerrilleros, mercenarios, ejércitos regulares, traficantes y contrabandistas, del Congo, de Uganda o de Ruanda, pero cuyo destino último son las corporaciones multinacionales que fabrican los condensadores electrolíticos de tantalio, para que usted maneje, nomás con su dedo índice, la pantalla de su smartphone, su tablet o su laptop... y se engulla todas las boludeces intencionadas sobre la guerra en Ucrania que Mark Zuckerberg le mete con la metavirtualidad. O los ponen a soldados infantiles que empuñen las armas, esas armas que engordan al complejo industrial militar, la producción más rentable del planeta. También le quitan la vida a los niños de Gaza con una bomba, con hambre, con saña de colapso humano y genocida, quizá para rapiñar el gas del mar Mediterráneo o para descalabrar a las naciones de la orilla occidental del continente asiático. El paco y el fentanilo, entre tantas caras visibles del narcotráfico y los laboratorios que los producen, curran con la incertidumbre de futuro que agobia a los jóvenes y, por último, está la trata de personas, y de órganos necesarios para la supervivencia de los niños ricos que tienen tristeza.

El rapto tanto de niñas como de niños, que todavía serpentea callado, oculto, libidinoso, escurridizo, jabonoso, inaprensible, por los sótanos más sórdidos de la moral humana y de todas las facetas del poder, económicas, políticas, sociales, judiciales, culturales y digitales adopta, además, un nuevo status en la conciencia social liberal libertaria --que espantaría al propio Adam Smith y desmayaría de incredulidad al príncipe Kropotkin y a Severino Di Giovanni-- que incita y aprueba la decisión individual de comerciar a los hijos, en pieza entera o por pedazos.

Tal vez el término Estado profundo --aun teniendo claras las reservas en cuanto a los campos ideológicos que lo utilizan-- sea, en las áreas de la globalidad macro, como en las pequeñas miserias del feudalismo provincial micro, una manera de retratar la casta posible que nos amenaza, de fotografiar lo invisible.

 

Así es la cosa, mi querido y empobrecido lector. Si la plaza seca de pesos le dificulta llegar a fin de mes, ya sabe... puede vender sus dólares del colchón o entregar a su hijo. Mamma mia, ¿cómo llegamos hasta aquí?