"En una pequeña ciudad de Argentina acontece uno de los sucesos culturales más importantes de la historia del país", informa la nota preliminar de Ciudad, 1951, novela de María Lobo que obtuvo el 1° premio del Concurso de Letras del FNA 2022 y fue publicada este año por Tusquets. El gobierno de Perón le asigna a la universidad un presupuesto fastuoso para desarrollar un proyecto arquitectónico sin precedentes: la ciudad universitaria más grande de América Latina. Benita y Charles, dos jóvenes arquitectos, son convocados para participar de ese proyecto monumental en San Miguel de Tucumán y, a lo largo de estas páginas, mantienen una conversación ininterrumpida en una caminata que los lleva desde la ciudad hacia la obra, en la cima de la montaña.
La novela no está estructurada en capítulos sino que recrea la fluidez de una charla. Sobre esa estructura conversacional, la autora tucumana explica: "La decisión fue irreversible en un momento determinado porque me resultaba incómodo interrumpir la conversación. Esa decisión, ahora que lo pienso, tomó fuerza porque tengo mucha fe en la conversación entre las personas. La entiendo como un espacio donde pueden reconocerse, como un lugar de poder, en el sentido de que allí aparecen ideas que tal vez no sabemos que nos habitan. También como un espacio para transformarnos y transformar. No poner fin a la conversación fue decidir que todo eso, simplemente, sucediera".
La novela aborda un eje que Lobo viene trabajando desde hace tiempo: la tensión entre construcciones imaginarias que podrían identificarse como "centro" y "periferia" (el eterno dilema entre "civilización" y "barbarie"). Benita dice: "Provinciano es un adjetivo que las personas usan para acortar, para no tener que decir más palabras, es una palabra clave que les funciona. En esas pocas sílabas están diciendo un montón de cosas al mismo tiempo: atraso, para empezar. Provinciano significa falta de cultura. Significa lugar donde no hay asfalto. Gente con pocas ideas. Gente que no ha visto en realidad cómo es el mundo".
–¿Qué pensás en relación a esa tensión y al adjetivo provinciano?
–Es un tema que me ocupa y sobre el que pienso porque creo que no es un adjetivo inocuo. El uso de ese adjetivo tiene consecuencias que se han sostenido a lo largo de la historia y una de las secuelas más tristes es que, muchas veces, las personas que habitamos la provincia naturalizamos y creemos en ese adjetivo como si fuera cierto. Habitamos nuestro lugar como si fuera un espacio al que le falta algo, nos comportamos como si tuviéramos que validarnos, y no se trata de validar. Deberíamos poder salir de ese adjetivo y existir desde este lugar otro. Pero a veces no podemos y eso implica una sucesión de consecuencias trágicas.
–En alguna oportunidad hablaste sobre la idea de escribir en contra de algo como una operación que se fue haciendo cada vez más explícita en tu obra.
–Sí, realmente ha habido un proceso porque es algo que vengo pensando hace tiempo. El tema siempre estuvo, pero en los primeros libros no podía ponerlo en palabras quizás por temor o inseguridad, así que no me parece casual que aparezca en esta novela porque es una larga conversación y hay mucho del decir. Si bien podríamos leer la novela como la escritura en contra de la naturalización de ese adjetivo, también podríamos pensarla como una novela a favor de otra cosa. Quería escribir una historia en la que la provincia pudiera pensarse como un espacio-ciudad y no como suele aparecer muchas veces en nuestra literatura: la provincia como lugar pequeño o de atraso. Las provincias son ciudades a media altura y creo que en esa escala reside una enorme complejidad.
Ese adjetivo aparece asociado a una advertencia: cuidado con los indios. Se menciona a las maestras que Sarmiento "importó" de Estados Unidos para dirigir escuelas rurales y "refundar" la nación, mujeres que llegaban a la provincia completamente aterradas por temor a "lo salvaje". Lobo extrajo algunos datos de los intercambios epistolares que Laura Ramos recupera en su exquisito libro Señoritas. "En ellas se generaba un gran temor porque les tocaba ir a la provincia, casi como si fuese el infierno. Me parece que eso circula en los libros que se escriben hoy. ¿Cuántos veces leemos tramas en las que, si un personaje se va a la provincia, muere? No nos damos cuenta pero eso ocurre y no porque haya una decisión deliberada de los autores; sale naturalmente porque así opera el imaginario. La capital es el lugar seguro y la provincia es lo salvaje. Es sorprendente cómo aparece esto cuando empezás a leer con esa clave".
–En esta novela hay un trabajo interesante con el tiempo. Por un lado, porque sus personajes son capaces de recordar el futuro y, por otro, porque desde tu novela anterior (San Miguel) hay un pensamiento en relación a las formas verbales típicas de Tucumán: el pretérito perfecto compuesto. Todo eso se vincula también con la melancolía, una emoción que explorás en el libro. ¿Se conecta todo esto?
–Sí, todo eso, así, en ese orden, se me venía a mí a la cabeza mientras escribía. La cuestión del tiempo vinculada con el habla y la melancolía. Eso forma parte de un proceso de maduración; de alguna manera, perdí el miedo a poner en palabras esa incomodidad. En mi novela anterior trabajé el tema del habla en términos más teóricos porque los personajes hablan sobre el uso del pretérito. Nosotros hablamos con ese tiempo verbal y me parece que cuando salimos de la provincia hay cierto temor, una misma se siente diferente por esa cadencia que es un poco más lenta. Ese tiempo evoca algo que ha pasado pero tiene una continuidad en el presente. Y en ese acto de reconciliarse con el lugar donde has decidido vivir y escribir, hay una reconciliación con el habla: poder pronunciar la "r" como se pronuncia acá, usar ese tiempo verbal, no censurarse. Por otra parte, el gran riesgo era escribir una novela nostálgica sobre un pasado mejor o un futuro que no pudo ser, entonces recurrí a la melancolía porque son dos estados muy diferentes: la nostalgia me interesa menos, pero la melancolía me interesa muchísimo como autora y también como lectora.
En relación a sus influencias, Lobo reconoce "una deuda inmensa" con Ítalo Calvino y Las ciudades invisibles. "Fue inspiración en muchos sentidos. Tomé de él las ideas sobre las posibilidades infinitas que existen para pensar las ciudades sin estancarnos en su materialidad, su forma de entender las relaciones amorosas, su manera de trabajar la melancolía desde esa forma elegíaca tan hermosa que sobrevuela en su literatura. Y, sobre todo, fue inspiración para dejar de hacerle tanto caso a la historia real de la ciudad universitaria. Calvino me acompañó durante la escritura de la novela para poder dar ese salto sobre el sarcófago de la realidad, para subirme a las nubes de las ideas y usar los datos pesados de la realidad sólo cuando era necesario. Y tejer esa historia otra sobre la propia historia".