En Los Blancos, pequeña localidad ubicada al noreste de Salta, una familia campesina camina treinta kilómetros por día para llenar bidones de agua potable debido a una disposición judicial que le impide hacer pozos de agua en el suelo en el que habitan. A unos pocos kilómetros de allí, en Bolivia, la comunidad indígena Whenayek continúa con su reclamo territorial en parcelas otorgadas por el Estado a grandes latifundistas. Y en el Chaco salteño, pescadores y cazadores de pueblos originarios cohabitan los lotes 55 y 14 con criollos que se dedican a la ganadería desde hace más de cien años. Además de la relación asimétrica con otros actores involucrados, estas historias tienen otro denominador común: el reclamo pacífico. Las comunidades campesinas e indígenas sostienen pedidos territoriales y de acceso a los recursos naturales a partir de la organización de base, el diálogo y la incidencia política. Y en esas zonas, donde no hay datos oficiales ni información precisa, fueron los propios pueblos rurales quienes diseñaron mapas del territorio para ponerle cifras exactas a sus reclamos e intentar llegar a un acuerdo. En diálogo con PáginaI12, Rogelio Segundo, cacique de la comunidad “Misión La Curvita” de Salta, explicó que “el conflicto con los ganaderos en el Pilcomayo tiene más de treinta años” y agregó que “como del gobierno no nos daban pelota, no quedó otra que sentarnos y solucionarlo entre nosotros”.
La cita estaba pautada en el Hotel Castelar. Hasta allí había viajado una delegación de wichís, criollos salteños, caciques de la Comunidad Aborigen Lhanka Honhat, una familia de campesinos de Santiago del Estero y hasta dos representantes de la comunidad indígena Whenayek de Bolivia, todos ellos invitados por FundaPaz y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) de Naciones Unidas. El objetivo era que los invitados dieran su testimonio sobre la resolución pacífica de disputas territoriales en el Foro sobre Acceso de Poblaciones Rurales a la Tierra y al Agua. Pero además de la charla, el viaje era una oportunidad para visitar el Obelisco, pasear por la avenida Corrientes y, en muchos de los casos, subirse por primera vez a un avión. “La verdad es que ya extraño mi casa. Ustedes están acostumbrados, pero yo soy wichí y me gusta estar en mi tierra”, contó, tímidamente, Néstor Montés.
La Mesa del agua
En el Chaco semiárido, al oeste de la provincia de Salta, la sequía puede durar hasta siete meses. Las lluvias desaparecen luego del verano y la población rural carece de agua potable. Así lo describe Lucía Luis, secretaria de la Coordinadora de la ruta provincial 81, que nuclea a diez organizaciones de base en el norte salteño. “Pedimos lo esencial para nuestras familias: tierra y agua”, agregó.
De acuerdo con las cifras del relevamiento realizado por parte de la Coordinadora en 2012, de las mil familias campesinas que viven en la región Rivadavia-Banda Norte de la provincia norteña, sólo el dos por ciento (20 familias) no tiene inconvenientes para conseguir agua potable. “El resto, en cambio, nos las arreglamos como podemos”, agregó Montés. La secretaria de la Coordinadora asegura que, en realidad, la falta de agua es consecuencia de la problemática territorial. “Todos los terrenos tienen alguna disputa judicial. En la mayoría de ellos pesa una medida cautelar de no innovar en el suelo, es decir, no poder hacer ni siquiera pozos para retirar el agua de las napas”, completó la campesina en su exposición.
En medio de reveses judiciales (tanto wichís como campesinos enumeraron decenas de órdenes de desalojos, juicios y detenciones que padecen las comunidades), la población rural salteña tomó conciencia de esa asimetría legal y decidió cambiar de estrategia en sus reclamos territoriales y de acceso a recursos naturales. Pese a los condicionantes territoriales –en Rivadavia existen alrededor de 250 parajes rurales en un territorio de más de 1.282.400 de hectáreas sin ninguna ruta o camino accesible– las comunidades se agruparon en base a un programa de Movilidad y Capacitación creado por Fundapaz para detectar las principales necesidades de las comunidades. Luego, los propios campesinos e indígenas generaron un mapa donde marcaron el terreno para las obras hidráulicas, ya sean cisternas, pozos o cosecha de agua.
Al proceso colectivo se sumaron el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), el gobierno provincial –a través del ministerio de Asuntos Indígenas y Desarrollo Comunitario– la Iniciativa Semiáridos de América Latina y el Programa Integrado Trinacional, entre otros actores, para conformar, por primera vez, una Mesa para el Acceso y Gestión del Agua en el Chaco salteño. El objetivo de este espacio es generar un mapa situacional en Rivadavia, financiar las demandas de obras concretas (hay cerca de mil obras necesarias identificadas, de acuerdo al mapeo participativo) y generar proyecciones para planes a futuro. Pero a diferencia de otras decisiones gubernamentales, esta vez, la dirección y coordinación de la Mesa quedó en manos de las familias de campesinos e indígenas.
Ahora bien, ¿cómo se hace para mantener esa actitud pacífica y colectiva cuando todavía no se resolvieron los conflictos? Rebeca Solaire, del pueblo Los Blancos, se toma unos segundos para responder. “No es fácil. Hay que aguantar las injusticias, las órdenes de desalojo. A mi padre lo quisieron apresar por reclamar que no nos desalojen, que no nos quiten lo que es nuestro. Pero nunca vamos a romper la paz social, principalmente porque somos nosotros los más débiles y quienes nos llevaríamos la peor parte”.
Un mapeo participativo
La antropóloga italiana Chiara Scardozzi explica en su libro Territorios en negociación que el primer contacto entre criollos e indígenas en los lotes 55 y 14 del Chaco salteño se dio en 1904 con la expedición Colonia Buenaventura (ver aparte). A esa región habían llegado pobladores ganaderos, empujados por la expansión de la frontera agropecuaria y en búsqueda de buenos pastos para sus animales. En el Pilcomayo, en cambio, ya vivían wichis, chorotes, chulupíes, tobas, y tupi-guaraníes. “Las comunidades indígenas del monte son cazadores y nosotros, en la costas del río, somos pescadores y recolectores de frutos”, describió Francisco Pérez, cacique de comunidad Cañaveral, en su presentación del Foro.
Los conflictos sucedieron, desde principios del siglo XX, por las diferentes costumbres y formas de relacionarse con el entorno. “Siempre fueron por cosas cotidianas: un animal que se pasó de la frontera, otro que mataron para que no coma la cosecha”, indicó Pérez, también coordinador de la Asociación de Comunidades Aborígenes Lhaka Honhat. “Vivimos en territorios superpuestos, por eso el enfrentamiento. Pero no somos enemigos, algunos puestos rurales estaban en plena comunidad indígena”, completó Dante Albornoz, de la Organización de Familias Criollas. En las 643.000 hectáreas del territorio (6430 kilómetros cuadrados) no existían trazados, rutas, caminos, ni siquiera mapas que definieran la división de parcelas. Y a esa falta había que sumarle un sinfín de disputas judiciales, que incluyeron, entre otras cuestiones, resoluciones provinciales que iban quedando sin efecto, la incorporación de personería jurídica tanto para los pueblos originarios como para los criollos y un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) donde se reconocía la violación del derecho indígena por parte del Estado argentino.
Para hacer frente al panorama adverso, ambos grupos decidieron resolver sus conflictos con un trabajo en conjunto. Primero realizaron un mapeo participativo, en conjunto con Fundapaz, que consistió en una capacitación de GPS, para que las comunidades diagramaran, con cifras exactas, su reclamo territorial. “El mapeo participativo nos permitió comprender cuáles eran nuestros límites, qué terrenos no estábamos ocupando y cuánta tierra nos pertenece. Todo eso se resolvió en asamblea”, contó el cacique Segundo y agregó que “también nos hizo saber qué territorios reclamaban los criollos e intentar ver desde su punto de vista”.
Este trabajo en conjunto de criollos y wichís arrojó como resultado el uso de 530.000 hectáreas de las comunidades indígenas y unas 400.000 hectáreas ocupadas por las familias criollas. Es decir, 290.000 hectáreas más que el total que había en el terreno fiscal de los lotes 55 y 14 de Chaco salteño. Un segundo mapeo permitió achicar esa diferencia. Así, con la recopilación de los datos del mapeo participativo, sumado a una encuesta socio-económica y un estudio sobre el estado de los recursos naturales de la zona, las poblaciones rurales continuaron con las etapas finales de la resolución pacífica: incidencia política y acuerdo reglamentado, según la sistematización brindada por Fundapaz.
En 2007, indígenas y criollos –representados por Lhaka Honhat y OFC– llegaron a un acuerdo ratificado en el decreto provincial 2786/07 en el cual se reconocieron 400.000 hectáreas a la población indígenas bajo la forma de título único y 243.000 a la criolla con derecho acreditado. Por su parte, debido al proceso de relocalización, 462 familias campesinas obtuvieron el título de propiedad en otra zona que aún no definió el gobierno provincial. Tiempo después, ese acuerdo quedó asentado en el Registro de Inmuebles de la Provincia y se convirtió en el primer decreto de la región donde la regularización territorial fue resuelta por las dos partes involucradas en el reclamo. “Un hecho sin precedentes”, sintetizó Luis Gómez Almaras, ministro de Asuntos Indígenas y Desarrollo Comunitario de Salta.
Al finalizar la exposición, los caciques Pérez y Segundo se acercaron al criollo Albornoz en el lobby del Hotel Castelar. “Todavía hay que exigirle al gobierno el traslado de las familias criollas, no nos podemos quedar de brazos cruzados”, coincidieron ante la consulta de este diario. Un mozo llegó con una bandeja de canapés de jamón crudo y tortilla de papa. Los tres miraron con disgusto. “No hay nada como la comida del Picomayo”, dijo Albornoz. Los dos indígenas asistieron.
Informe: Jeremías Batagelj.