En el mismo fin de semana que el Comité Ejecutivo de la AFA ratificó su ferrea negativa a aceptar el ingreso de las sociedades anónimas deportivas al fútbol argentino, dos de los grandes tradicionales, Independiente y San Lorenzo, jugaron sus partidos sin haber podido habilitar sus incorporaciones. En ambos clubes, la situación ha llegado a tal grado de deterioro que no pueden reforzarse por estar inhibidos y cuando logran levantar esa inhibiciones (o sea pagar sus deudas) tampoco consiguen que les habiliten los nuevos jugadores. Siempre les falta algo, siempre les queda un papel para presentar.
Independiente y San Lorenzo son la cara visible de un modelo que da signos de haberse agotado. Pero que no encuentra uno mejor que lo reemplace. Dentro del actual formato institucional (el de las sociedades civiles sin fines de lucro) los socios de ambos clubes apostaron a una privatización encubierta: en su momento creyeron que Hugo Moyano y Marcelo Tinelli vendrían a poner parte de su fortuna sobre la mesa para financiar grandes campañas y planteles campeones. Lo hicieron, pero el final fue exactamente el mismo: finanzas desfondadas, deudas por donde se mire, cheques sin fondos que empapelaron el país y malas campañas futbolísticas a repetición. Néstor Grindetti en Independiente y Marcelo Moretti en San Lorenzo asumieron en cada caso con la idea de dar una vuelta de página para emprolijar las cuentas y empezar a pelear campeonatos. Hasta el momento, son más de lo mismo.
Los socios de ambos clubes (y los de muchos otros en situaciones más o menos similares) podrían ver con alivio una variante privatizadora que les arrime fondos frescos para mejorar los números de la economía y potenciar las expectativas deportivas. Pero en paralelo, temen perder la esencia social y cultural de sus instituciones. Porque los clubes de fútbol son mucho más que eso en la Argentina. Los socios de Real Madrid, Manchester City o Bayern Munich demandan grandes jugadores, tardes y noches de gloria y estadios modernos y funcionales. Son espectadores de un espectáculo de lujo. Los argentinos además, quieren que sus hijos vayan a los colegios que funcionan en sus instalaciones y el día que hay partido, comer un rico asado con la familia en los quinchos o meterse en la pileta y después, ir a la cancha con el padre y los chicos.
En esa tensión entre lo futbolístico y lo social, los clubes argentinos se juegan su destino ante la avanzada privatista que empujan el presidente Javier Milei y el ministro Federico Sturzenegger. El socio quiere que su equipo gane todos los partidos y juegue todas las Copas. Pero al mismo tiempo pretende una institución que le dé servicios mas allá de la pelota. Los grandes capitales del mundo del fútbol van por lo primero. Y hasta pueden llegar a cumplirlo. Lo segundo es bastante más dudoso. Y no comprenderlo implica desconocer la lógica de los dueños del dinero y también, que significan los clubes como patrimonio social, cultural y emocional de la sociedad argentina.