Para Hollywood, Frankenstein es materia sin vida que puede reanimarse infinitamente. A lo largo de los últimos 100 años, se han realizado innumerables adaptaciones de Frankenstein, muchas de las cuales han desgastado y mutado la visión original de la autora Mary Shelley hasta hacerla irreconocible. Entre ellas se incluyen romances, dibujos animados y comedias, así como historias de terror más convencionales. Desde Andy Warhol hasta Abbott y Costello, todo el mundo intentó tirar de la palanca de sus propias películas de monstruos.
Pronto, el público tendrá la oportunidad de reencontrarse con una de las mejores películas sobre el tema: El joven Frankenstein (1974), que vuelve a la pantalla el próximo 4 de octubre para celebrar su 50º aniversario, fue concebida como una parodia cómica. Se burlaba tanto de la novela de Shelley de 1818 -Frankenstein o el moderno Prometeo- como de las adaptaciones de la Universal dirigidas por James Whale en los años 30, con Boris Karloff en el papel del monstruo con un tornillo en el cuello. El milagro, sin embargo, es que la propia El joven Frankenstein sigue luciendo tan fresca como siempre.
Después de todo, no parecía en absoluto una idea prometedora para una película. El actor Gene Wilder, que acababa de protagonizar Locuras en el Oeste (1974), tenía el deseo de escribir y dirigir sus propias películas. Como cuenta en su autobiografía de 2006, alquiló una casita en la bahía de Westhampton Beach, Nueva York, y empezó a trabajar en un guión, escribiendo a mano con un rotulador. Recuerda: "En la parte superior escribí 'El joven Frankenstein, el nacimiento de un monstruo' y luego escribí dos páginas sobre lo que podría ocurrirme si yo fuera el bisnieto de Beaufort von Frankenstein y me llamaran a Transilvania porque acababa de heredar sus bienes". A partir de este frágil comienzo, el proyecto fue tomando forma poco a poco.
Wilder conocía a Brooks desde que protagonizó junto a la esposa del cineasta, Anne Bancroft, una producción teatral de la obra de Bertolt Brecht Madre Coraje en 1963. Ya había protagonizado el primer largometraje de Brooks, Los productores (1967), así como Locuras en el Oeste. Brooks, por su parte, consideraba a Wilder una musa. Apreciaba el modo en que el actor de Willy Wonka podía ser "triste y divertido al mismo tiempo", en la línea de Charlie Chaplin, y se maravillaba de su "radiante inocencia". Era cierto: incluso cuando interpretaba los números más alocados, sucios y subversivos, Wilder siempre mantenía la expresión de un niño de coro.
Cuando el agente de Wilder, Mike Medavoy, sugirió a Brooks como posible director para El joven Frankenstein, el actor se mostró consternado. Estaba seguro de que su antiguo mentor no querría "dirigir algo que no había concebido él mismo". Sin embargo, Wilder se equivocaba. Brooks aprovechó la oportunidad de hacer una película de monstruos. Ni siquiera se quejó cuando Wilder le pidió que no protagonizara la película, por miedo a que su actuación como ladrón de escenas distrajera demasiado.
Los dos hombres trabajaron intensamente en el guión. El truco, decidieron rápidamente, era abordar el proyecto con la mayor seriedad. En la película terminada, Frankenstein y su monstruo aparecen bailando con sombrero de copa y frac al son de la música de Irving Berlin. El guión está repleto de viejos gags de vodevil que seguramente harían gemir al público. Contiene chistes groseros sobre grandes tetas que habrían avergonzado a Benny Hill o Russ Meyer. Reina el absurdo. Sin embargo, El joven Frankenstein también tiene todas las características de una verdadera película de terror. Literalmente: los realizadores utilizaron cráneos reales para dar verosimilitud a las escenas iniciales.
Brooks y Wilder se tomaron muy en serio su investigación. Estudiaron detenidamente la novela de Shelley y vieron y volvieron a ver las de Whale, Frankenstein y La novia de Frankenstein. Ambos estaban decididos a ser lo más fieles posible al "aspecto y ritmo" de esas películas. "Vimos que se tomaba su tiempo. Whale quería que todo fuera oscuro y lúgubre", observó Brooks más tarde.
La trama sigue al Dr. Frederick Frankenstein, un brillante académico estadounidense profundamente avergonzado de los "descabellados" experimentos de su antepasado europeo Victor para resucitar cadáveres (para distinguirse de su desagradable pariente, insiste en que su apellido se pronuncie "Fronkenshteen"). Sin embargo, cuando hereda la finca familiar en Transilvania, se ve inevitablemente arrastrado a repetir esos experimentos. Su audaz visión de crear una nueva vida se ve frustrada cuando su ayudante le trae el cerebro equivocado, el que pertenecía a una tal Abby Normal.
La película es mucho más comedida (y podría decirse que, como resultado, mucho más divertida) que algunas de las parodias cinematográficas posteriores y más dispersas de Brooks (esfuerzos tan endebles como Drácula, muerto pero feliz y Las locas, locas aventuras de Robin Hood). Una decisión clave, que aterrorizó a los financieros, fue filmar en blanco y negro.
No hay nada en El joven Frankenstein -los créditos iniciales con inquietante música de violín, relámpagos crepitantes, truenos retumbantes y un lento zoom sobre un castillo siniestro y distante- que sugiera que se trata de una comedia. Hay que esperar al menos dos minutos para oír la primera carcajada de verdad (gracias a la interpretación de un esqueleto).
Si la película tiene un extraño parecido con las películas de Boris Karloff que la inspiraron, no es por casualidad. Brooks y su equipo habían conseguido localizar el equipo de laboratorio que la Universal había utilizado 40 años antes en las películas de Whale. Todo estaba guardado en el garaje de Santa Mónica del diseñador de producción y creador de efectos especiales de Whale, Kenneth Strickfaden. "Milagrosamente, todo seguía funcionando", recuerda Brooks de los artilugios y aparatos que proporcionaron los famosos rayos que resucitaron a Karloff.
Para evitar infringir los derechos de autor, el monstruo (interpretado con gran dulzura por el actor Peter Boyle) no podía llevar un rayo, así que le pusieron una cremallera en el cuello. Todo lo demás era perfecto, desde el maquillaje hasta el peinado de nido de abeja que luce un personaje posterior, que encaja a la perfección con el peinado de Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein (1935).
Curiosamente, El joven Frankenstein fue mucho más fiel al material original que la mayoría de las adaptaciones anteriores o posteriores. Es cierto que esa fidelidad no se percibe inmediatamente al ver la joroba móvil del actor Marty Feldman (que cambia de hombros a lo largo de la película) y sus enormes ojos saltones en su papel de Igor, el ayudante de Frankenstein. A diferencia de Brooks, Shelley no escribió una escena en la que un anciano ciego (Gene Hackman) confunde el pulgar del monstruo con un habano y le prende fuego. Tampoco encontrará en el libro de Shelley ninguno de esos chistes lascivos sobre la enorme joroba del monstruo. Sin embargo, entre los chistes, las inanidades, las referencias fálicas y los incesantes dobles sentidos, el clásico de Brooks incluye casi todos los elementos que se encuentran en las versiones más tradicionales.
El retrato elegante y romántico del Frankenstein moderno de Wilder, con su pelo ondulado a lo Albert Einstein, no tiene edad. Tampoco el talento cómico de actores como Cloris Leachman (la siniestra pero sensual Frau Blücher, que toma su nombre del vencedor prusiano en Waterloo); Teri Garr (Inga, la voluptuosa sirvienta a la que le gusta revolcarse en el heno); Kenneth Mars (que hace gala de un virtuosismo similar al de Peter Sellers en el papel de un fornido inspector de policía con un impenetrable acento teutón, un brazo artificial y un monóculo sobre su ojo ciego); y Madeline Kahn (como la prometida Elizabeth, que se enamora del monstruo).
Algunos elementos de la película irritarán a los espectadores contemporáneos. Su política sexual es problemática. Escenas como la del monstruo de Boyle a punto de violar a Elizabeth (que luego canta arias de ópera orgásmicas tras mantener relaciones sexuales siete veces seguidas), o la del Dr. Frederick acostándose casualmente con su ayudante Inga, no se habrían interpretado con tanta confianza hoy en día. Aun así, la película no deja de sorprender por su delicadeza e ingenio. Uno de los mejores momentos llega justo cuando uno espera que el monstruo mate a la niña. En lugar de eso, se sienta en el columpio y su enorme peso la catapulta por los aires y la devuelve sana y salva a su cama. Wilder y Brooks no temen a las ideas abstractas. En la brillante secuencia de la conferencia inicial, el Frankenstein de Wilder explica lúcidamente la distinción entre impulsos nerviosos reflejos y voluntarios pateando a un anciano en los testículos.
Difícilmente podría haber un momento mejor para que El joven Frankenstein recobrara una nueva vida cinematográfica. La manía por el monstruo está de nuevo en alza; una primera edición de la novela de Shelley se vendió en una subasta en Texas este año por la asombrosa cifra de 843.000 dólares. Y hay dos nuevos rivales sobre Frankenstein, películas que actualmente se están editando. La adaptación de Guillermo Del Toro para Netflix está protagonizada por Jacob Elordi (de Euphoria) en el papel del monstruo y Oscar Isaac en el de Victor Frankenstein, mientras que la de Maggie Gyllenhaal ¡La novia! cuenta con Christian Bale como la criatura y Jessie Buckley como su compañera.
Brooks, que cumplió 98 años el 28 de junio, calificó El joven Frankenstein como "por gran diferencia, mi mejor trabajo como guionista y director". Más allá de cualquier consideración relacionada con el gusto y su amplia fimografía, es difícil discutir su valoración. Esta mezcla de monstruos está tan viva que, en comparación, hace que la mayoría de las demás películas de Frankenstein parezcan moribundas.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.