Santiago Loza nació en 1971 en una casa católica, criado por una madre muy creyente en la provincia de Córdoba. Creció con la certeza de quien sería en el futuro: un sacerdote. Pero algó sucedió durante su adolescencia, cuando era catequista, que lo hizo dejar de creer. Perdió la fe en la religiosidad para, mucho tiempo después, creer en otras cosas. “Lo artístico tiene que ver con la fe, con ciertas creencias”, me dice con su tonada cordobesa. 

Loza se mueve al ritmo de su escritura. Serena, pausada, ondeante. Tiene una voz blanda, un sonido sutil como el masticar de una ardilla. Me recibe en su casa y respeta el tiempo de cada acción, espera que hierva el café contemplando los garabatos que dibuja el humo en el aire. Acaba de publicar dos nuevos libros, además de estrenar una obra de teatro hace pocas semanas. Tengo demasiadas preguntas para él, intento hallar pistas en los objetos abarrotados de su biblioteca. Vírgenes, bolas de nieve, un Topo Gigio, una figura de Superman, souvenirs de otras tierras, trofeos alojados en lo alto con cierto pudor, una pila de VHS con etiquetas decoloradas.

Loza es muchas personas en una, habla diversos lenguajes, repta sigiloso entre la dramaturgia, el cine y la literatura como una serpiente que va cambiando de piel para averiguar qué hay más allá. La prosa de Loza ilumina el castellano del interior, palabras que no tienen sinónimos porque son únicas. Sea en una obra de teatro, en una película o en una novela, el autor tiene el don de mirar con extrañeza los paisajes íntimos de la casa, y en ese gesto literario nos permite salir del adormecimiento mecánico de los días que parecen iguales. En sus relatos no hay héroes, tampoco hay perdedores. Su obra es un destino posible donde los personajes encuentran en el terreno queer una forma de escape, la oportunidad de descubrir otra vida en la que lo único prohibido es el tedio.

Tras publicar las novelas Yo te vi caer, Mi primera casa y El hombre que duerme a mi lado, este año amplió su universo de personajes forasteros con Un espíritu modesto (Tusquets). Una historia atravesada por la fe, los exorcismos y la fuerza del deseo desviado como antídoto a la amenaza de muerte. Loza se acerca a la religiosidad aunque no crea en un dogma. Parece montarse con los vestidos de las mujeres que dirigen el relato, de la misma forma que lo hace un personaje masculino de la novela que abraza el consuelo probándose la ropa de su esposa recién fallecida. Un espíritu modesto retoma con una potencia cinematográfica algunos temas que componen su cuerpo de obra: el abandonar la casa, romper con la familia primaria, perder el control, ser alcanzado por la locura.

Dirigió una docena de películas, entre documentales y piezas de ficción, y creó más de veinte obras de teatro repartidas en los libros Textos reunidos, Obra dispersa y Empiecen sin mí. Esperó paciente el momento indicado para relatar con distancia un episodio de psicosis de la juventud (Diario inconsciente, de editorial Bosque energético), una internación psiquiátrica que lo llenó de interrogantes sin respuestas; se entregó completamente a la poesía en el libro Noventa y nueve naturalezas muertas (Gog & Magog); desnudó los procesos zigzagueantes de la escritura en Nadadores lentos (Ediciones Documenta). Viajó al otro lado del mundo para presentar su trabajo y transformó la incomodidad del exotismo en un libro narrado en segunda persona: Pequeña novela de Oriente (Editorial Entropía). Un texto que traza la ruta accidentada y sin épica por Corea y Japón de un cineasta argentino que solo ambiciona con encontrar algún rastro de familiaridad en una cultura tan ajena.

Viento blanco marca el regreso de Loza al teatro. Una obra marica que presenta a Marito, un joven frágil y apesadumbrado de hablar consigo mismo que todo lo que hizo fue atender un hotel junto a su madre en un pueblito del Sur. Pero una visita inesperada sacude a este personaje que extraña a su madre, una mujer que hubiera preferido tener un hijo que posea la crueldad de los hombres. “Hay que vestirse de la madre para entenderla”, dice Marito. Cuando un viejo amigo reaparece convertido en cura algo se despierta en el protagonista. Dirigida por Valeria Lois y Juanse Rausch, y protagonizada por el cuerpo y la voz lírica de Mariano Saborido, Viento blanco dialoga con sus libros recientes en una suerte de brújula para lograr perderse.

En esta entrevista exclusiva para el suplemento SOY, Santiago Loza habla de la materia prima de sus personajes femeninos, de los permisos para ponerse en los zapatos del otro, de su relación con la fe, de la locura estigmatizante, de cómo ganarle a la inteligencia artificial y de la difícil tarea de crear una ficción que compita con la realidad Argentina.

Hoy en día hay mucha necesidad de la literalidad y la metáfora queda relegada. ¿Cuándo elegís ser metafórico y cuándo literal en el discurso de un relato?

-En los relatos que escribo hay un tire y afloje. Cuando uno va armando el relato hace una suerte de economía entre exponer, y exponerte, y la posibilidad de trabajar con una zona más tersa de lo que vas contando. Algo que está vinculado a la forma y que tiene que ver con la parte no práctica del relato. A veces a los relatos se les pide practicidad, que funcionen. Y mis relatos son deformes. Lo que funciona es ese camino que se hace en la construcción del relato.

Pero, por ejemplo, en cine hiciste una película queer en la que hablaste de ser diferente con seres de otro planeta y platos voladores. Te alejaste de la literalidad.

-Sí, tanto con Breve historia del planeta verde, como con algunos libros, termino descubriendo algo cuando me lo señalan. En esa película aparecía ese plano metafórico que tenía que ver con los extraterrestres y la extrañeza, pero también hay una zona de pertenencia con ella. Cuando proyectamos Breve historia del planeta verde en Berlín, gente de la comunidad LGBT decía “habla de nosotros”. Y yo no había pensado en el colectivo. Después el trayecto termina explicando lo que pasó.

Más allá de Diario inconsciente, que trata sobre una internación psiquiátrica, la salud mental sobrevuela de distintas maneras en muchos de tus libros.

-Sí, es algo que me interesa. Yo creo que vivo y escribo para poder entender. Escribir sobre algunas cosas que ocurrieron arma un sentido que en realidad no tienen. Solo pasaron. El caso más claro es el de Diario inconsciente, que tardé mucho tiempo en escribirlo, y tiene que ver con la reconstrucción de un episodio de psicosis de la juventud. Yo necesité todo ese tiempo para armar la reconstrucción, y también la oportunidad que me dio “Bosque energético”, Eugenia y Andrés, que dieron el marco para que eso pudiera suceder. La salud mental es un tema que está más nítido en Diario inconsciente, pero está presente también en otras novelas e incluso obras de teatro. Siempre aparece esa posibilidad del estallido. Me inquieta ese borde que creo que estamos permanentemente viviendo. Un sentir que está un poco distorsionado. Ahora se le llama "salud mental".

En los medios ahora se habla mucho del concepto "salud mental" que mencionás, ¿cómo te parece que se trata?

-Para mí hay una epidemia de enfermedad mental. Por un lado me parece bueno que se hable, porque ya no es un tema tan tabú, pero creo que se trata al tema con cierto morbo. Siento que vuelve a ser estigmatizante. Cuando alguien señala la locura deja claro que quien señala está sano. Que no es parte de eso. Es como cuando antes alguien señalaba a un homosexual para preservarse de su heterosexualidad. Con la salud mental pasa eso, cuando se achaca la locura la persona busca preservarse en lo cuerdo. Y yo dudo un poco de lo cuerdo. Mis relatos están teñidos de eso, son poco dóciles, están un poco dopados. Por momentos tienen cierta lucidez, y por otros la pierden.

¿Y encontraste alguna respuesta a lo que te pasó cuando escribiste Diario inconsciente?

-Logré encontrar cierta forma de belleza, aunque no se si llamarla así. Recuperé algunos recuerdos borrosos. No hice un relato aleccionador con Diario inconsciente, tampoco es un relato de superación. El lenguaje llega al borde, pero no toca eso que es el núcleo de lo que fue la locura. Eso no se puede, porque si lo tocás te desintegrás. Hubo algo reparador en ese libro, se sigue hablando y de una forma muy amorosa. Diario inconsciente está habitado desde lo artístico, no desde lo clínico. Y ese objeto que es el libro termina teniendo más que ver con la literatura que con la enfermedad. Y eso me conmueve.

¿Cuánto tiempo pasó entre el acontecimiento que viviste y el volver esa experiencia un gesto literario?
-Veinticinco años. Necesité mucho tiempo. Pero esa experiencia también siempre estuvo tiñendo otros relatos. Y finalmente hizo su propia escena. Diario inconsciente fue como una salida del closet de la locura. Porque cuando lo contaba siempre quedaba algo raro, me pasó en alguna entrevista mencionar el brote y titularon de una manera rara. Era algo que no estaba dicho del todo. Entonces me pregunté qué pasaría si lo decía del todo.

Hablás de la locura como una salida del closet, y es cierto que muchas veces se habla de cuestiones mentales con eufemismos.

-Sí, de hecho en el libro se habla de "surmenage". Volviendo a la metáfora del principio, también me pregunto hasta dónde la metáfora esconde algo y cuando arma algo que tiene que ver con la poesía. Que es una forma de tolerar lo intolerable. Con Diario inconsciente me sucedió algo parecido a Pequeña novela de Oriente, los acontecimientos arman una especie de novelita. Yo ya no soy ese personaje, a esta distancia ya le pasó a otra persona.

DE ALGÚN LUGAR FUIMOS ECHADOS

Hay una acción que se repite en tus viejos y nuevos libros: el dejar la casa.

-Sí, como un exilio. También una disidencia, la idea de que de algún lugar fuimos echados. Y con esa expulsión armar algo. Yo creo que hay muchas personas que piensan en eso, en un deambular. Un periplo.

Lo queer siempre está en tu obra, pero lo queer no está puesto como zona de peligro, si no como una oportunidad. La oportunidad de irte lejos y abandonar el tedio.

-Es una posibilidad de descubrimiento. Como si eso que hizo que los personajes estén aislados les dieran la posibilidad de descubrir algo, de descubrir la maravilla.

"El cine gay es un nicho, y por ende un mercado, y los estudios se han encargado también de entrar para venderlo como se vende ropa".

¿Descubrir el goce?

-Sí, el goce de haberse ido. De saber que quizás no hay tantas raíces, y que te quedaste en cierta orfandad.

En otros relatos queer es muy usual que la orfandad se padezca, pero en tus relatos no pasa eso. Aparece como una liberación, un acercamiento a un lugar mejor.

-Yo creo que en ese viaje aparecen uniones entre personajes que están en la misma, alianzas entre gente dañada. La patria es finalmente esa alianza que se armó a partir de una renuncia. Y esa renuncia va haciendo el camino más liviano. Se aliviana el dolor y aparece una entrega a la aventura. La aventura por más pequeña que sea. En Un espíritu modesto los personajes tienen su aventura.

En Un espíritu modesto hay mucho goce. Tanto entre dos mujeres lesbianas, como en un hombre que tiene relaciones con un chico y se monta con ropa de mujer. El sexo gay se manifiesta en esta novela como una forma de sacarse el sabor de la muerte del cuerpo.

-Sí, y también está el entregarse a la fuerza del deseo. Hay algo de lo sensual, de lo queer, de lo desconocido, que se impone. Y termina siendo un campo de disfrute, de alegría. Los personajes de la novela encuentran en lo festivo algo de sanación. De llegar a lugares más tersos.

UNA EXPERIENCIA RELIGIOSA

Un espíritu modesto habla en gran parte de la fe, ¿cómo es tu relación con ella?

-Yo fui creyente cuando era niño, muy muy creyente, también durante la adolescencia. De niño yo creía que iba a ser sacerdote, para mí era lo que tenía que hacer. Empujado también por mi madre que era muy católica.

¿Y eso era algo propio tuyo o estuvo impuesto por tu familia?

-Era mío, yo tenía una fe ardiente. Iba los fines de semana al seminario porque realmente creía que iba a ser sacerdote, y mi mamá estaba orgullosa. En la adolescencia di catequesis hasta que tuve un cortocircuito y dejé de creer.

¿Qué te hizo dejar de creer?

-Primero tuvo que ver con algunas lecturas y películas que vi. Los siete locos, de Arlt, El sacrificio, de Tarkovsky. Pero hubo otra cosa, durante mi adolescencia íbamos con un amigo a un barrio de emergencia, a una villa en Córdoba. Y en un momento teníamos que hablar de la virginidad de María, yo me acuerdo que una de las personas del lugar nos comentó que una de las niñas que asistía tal vez sufriera abusos. Y cuando empecé a hablar de la virginidad de María ahí me pasó como si se hubiera roto un foquito, una luz que se rompe. Al volver caminando con mi amigo le dije “no creo en esto”. Me parecía un absurdo, incluso insultante de lo que estábamos hablando. Yo en ese momento tenía catorce años y fue muy difícil tener que decirle a una familia tan católica que dejé de creer.

¿Y qué pasó cuando lo anunciaste en tu familia?

-Un escándalo. Cuando les dije que ya no era creyente la primera reacción de mis padres fue querer llamar a un sacerdote. Y les dije que yo no quería un sacerdote. Es algo que sentís en el cuerpo cuando no creés. Pero con el paso de los años se armó una escena, yo no soy creyente en la religión pero sí lo soy en lo artístico. Hay algo de la fe que me conmueve, puedo entenderlo.

En Un espíritu modesto abordás la religión alejándote de la mirada de superioridad de quien no cree en un dogma. ¿Cómo lograste acercarte de esa forma tan respetuosa y empática?

-Cuando veo, leo o escribo, me interesa ser esos personajes, y sentía que no me daba la cara para burlarme. Meterme en ese mundo era también entenderlo. Algo que pasa es que Un espíritu modesto tiene un borde medio fantástico. Hay una especie de comunidad queer que se arma, donde la sensualidad puede circular de otra forma, y en la religión no se si eso es tan posible. Las religiones han vetado esa posibilidad, son más castradoras.

¿Sentís que es tu manera de intervenir en la fe que haya un cruce entre lo queer y lo religioso?

-Un poco sí, cuando escribía la novela notaba una cosa más híbrida entre lo religioso y lo queer.

¿Cómo fue tu campo de estudio de estos personajes que creen en un pastor evangélico, de dónde salen?

-En parte podría decirse que yo conocía a las protagonistas, hay algo de historia de edificio donde he estado cerca de esas vecinas. Las tenía vistas. Y después es el proceso de ponerte en el lugar del otro. Yo tuve un vínculo con lo religioso y lo que hice fue poner lo que fue mi religiosidad. Mi forma desaforada de creer y en qué se transformó mi creencia. Vuelvo a decir creencia y pienso que también puede ser la locura. Uno se pregunta qué es eso.

La locura aparece mucho en Un espíritu modesto.

-Sí, aparece como ese fuego arrebatador que cada tanto viene y quema todo.

¿Por qué te interesaron los exorcismos?

-Me interesa porque me da entre fascinación y espanto. Pero acá me pasaba que había algo del orden de lo sobrenatural que llegaba para despertar a un personaje que siente un adormecimiento en su ser. Y en realidad lo extraordinario no es otra cosa que ella misma. Es como si quisiéramos darle nombre a algo que está tan lejos en vez de a algo muy cercano. Y algo de eso me divertía, la idea de que el demonio finalmente fuese la tristeza, o el bajón, o el desprecio, o cierto olvido que se tiene hacia sí misma. El gran demonio vendría a ser el hartazgo, el lugar común.

CAMBIAR DE VOZ

Te corriste de narrar en primera persona. Un espíritu modesto está narrado en tercera persona y Pequeña novela de Oriente en segunda.

-Al principio Un espíritu modesto era un monólogo, y Andrés Gallina me dijo “Esto ya lo hiciste”. Siempre me preocupa morderme la cola en mi propio trabajo. La tercera persona en este caso me ayudó a construir ese relato que era muy ficticio. Con Pequeña novela de Oriente fue importante entender esa voz singular, antes de escribir el libro. La segunda persona me ayudaba a desvincularme de ese personaje. No soy yo. O soy yo, pero tengo una distancia con eso. Pienso que esa segunda persona es alguien que se va empujando, dando ánimos. Es algo que probablemente me pasó en esos viajes, porque yo no tengo ningún tipo de espíritu turístico ni aventurero. Son viajes un poco forzados.

El humor del libro se construye en esa incomodidad, pareciera que está siendo arrastrado el personaje.

-Hay algo del orden del exotismo y yo tenía una idea muy vaga sobre el Oriente y cómo es. No me interesaba lo exótico, yo quería encontrar cierta familiaridad en esos espacios. O por lo menos no habitar solo el desconcierto. Quería ver qué había más allá de la primera impresión. El libro está escrito en una inmediatez, pero de algo que ya pasó. Y deja entrever que eso que se narra no volverá a ocurrir.

En tus obras, literarias y teatrales, la mujer es un personaje muy fuerte. ¿Qué te pasa con ese universo femenino que aparece bajo tu mirada?

-Yo soy gay y siempre he tenido contacto con lo femenino, sobre todo cuando escribo. Me siento más cómodo. Yo no sabría escribir bien eso que se define "varón". Si escribo desde la mirada de un hombre hay algo del orden de la masculinidad que tiene que estar vulnerado.

¿Y qué es lo femenino para vos?

-Lo femenino es lo que va en contra de esa imposición que es lo masculino, lo que se corre de lo avasallante, de la rudeza. El personaje femenino me permite una plasticidad emocional mayor que el personaje masculino que es más rígido. Yo tengo una complicidad con lo femenino, me siento cómodo ahí. Hay algo de lo masculino que tiene tendencia a demostrar algo, a aleccionar, a imponer. En lo femenino lo veo menos, no es eso.

"Hay un prejuicio al hablar de la gente de provincia como bonachona o inocente. Y a mí me interesa toda la fuerza, incluso el resentimiento de provincia"

En El hombre que duerme a mi lado (TusQuets), los personajes masculinos responden con temor a una mujer todopoderosa: una madre.

-Sí, es como una madre topadora, y también fue una precursora de ciertas voces reaccionarias, fachas, que se escuchan hoy. A mí me cuesta pensar en términos de la bondad. Yo trabajo mucho con personajes que son de provincia, y a mí esta idea que muchas veces se ha instalado, un poco de porteñocentrista, de cierta ficción donde el personaje de provincia tiene algo de bondadoso. Sobre todo en teatro. Yo no creo que eso. A mí me interesa cuando hablo de esos personajes que puedan tener peligrosidad.

¿Percibís un prejuicio en cómo miran a una persona que viene del interior?

-Sí, hay un prejuicio al hablar de la gente de provincia como bonachona o inocente. Y a mí me interesa toda la fuerza, incluso el resentimiento de provincia, me interesa eso que está más activo.

¿Pensás que un autor puede contar cualquier historia, aunque le sea lejana, y darle voz a todo tipo de personajes, o hay un límite en la ficción? Es algo que en el presente se pone en discusión, el tema de la apropiación.

-Yo tengo dudas con ese tema. A veces me parece genuino, otras no. Hay apropiaciones cuando hay oportunismo, y oportunismo siempre va a haber. A veces aporta y suma, y a veces no. Muchas veces el gesto puede tener cierta verdad y necesidad, pero aveces me parece más sospechoso. Pienso en el cine y lo trans, lo trans no ha tenido tanto espacio ahí. ¿Y quién narra eso? El cine gay es un nicho, y por ende un mercado, y los estudios se han encargado también de entrar para venderlo como se vende ropa. Yo he tratado de ser fiel a lo que he tenido necesidad de contar, y eso ha hablado de otra gente que me rodea, de otra comunidad, pero no me arrogo la voz de un colectivo. No me siento la voz de nadie, a duras penas he podido articular mi voz.

CREAR EN MEDIO DEL ESPANTO

¿Qué tan complejo es crear una historia en este contexto político y social de la Argentina, cuando la realidad impacta más que cualquier ficción?

-Es muy complicado. Lo que sucede en este contexto me paraliza, me está costando pensar qué historia habría que contar. Yo soy grande, tengo más de 50 años, y pude hacer algunas cosas. Pero me preocupa la gente joven, la gente que quiere arrancar.Más allá de hacernos los tontos con lo que está pasando, ¿qué historia podrías contar de esto, que es el espanto? Y al mismo tiempo no hay forma de compertirle a lo que estamos consumiendo de la realidad, porque tiene todos los elementos de una ficción.

¿Qué te pasa con el uso de la inteligencia artificial en la creación?

-Los relatos hechos con inteligencia artificial... pienso que la única forma de armar algo hoy que se diferencie de eso es a través de mecanismos torpes. Algo chabacano. Armar mecanismos medio truchos. Lo único que nos va a quedar frente a la inteligencia artificial es refugiarnos en la imperfección, porque eso no lo va a poder armar. Yo creo que la imperfección es lo que sigue molestando. Relatos que no tengan que ver con el camino del héroe, que no haya ningún héroe, que no haya trayecto ni ningún tipo de superación. Que no haya nada triunfalista como sí lo hay en el discurso político.

Es curioso, porque muchas de las personas que hoy presiden el gobierno, en particular el presidente, vienen de otro lugar, de quienes no encajaban en la sociedad, fueron personas rotas que padecieron ese discurso triunfalista. Pero ahora lo embanderan ellos a través de la palabra, y sobre todo con esas imágenes hechas con inteligencia artificial.

-Bueno, yo creo quienes no acompañamos a este gobierno, el progresismo se podría decir, en algo nos equivocamos. No fue un gran aporte señalar en el presidente la idea de psicosis. Me incomoda eso, y siempre me incomodó que el ataque fuese el supuesto desequilibrio mental. Ni siquiera sé si están locos, o si ese fuera el problema. Yo pasé momentos de crisis en relación a la salud mental, y como persona que tuvo ciertos dolores del alma me ofende un poco que se lo acuse de loco. No es ese el problema.

"Es otro gesto de crueldad decir que solo la comida es lo único que nutre, la gente tiene derecho a un estímulo cultural"

¿En qué situación están hoy los cineastas independientes con la desfinanciación, incluso la demonización del INCAA?

-El INCAA ha sido crucial para que haya una diversidad de voces que han podido filmar un cine diferente. Yo tengo problemas con esta defensa que se ha hecho del cine como generador de divisas, y que hay que salvar al INCAA porque el cine es una industria. Mis películas no han sido tan industriales, pero han hecho su camino, han representado al país. Me parece que es un derecho, es un derecho la cultura. Pienso en películas muy marginales que están en el derecho de existir, y también en expresiones culturales que no tienen ningún tipo de ganancia, como es la poesía. Es un derecho, como el derecho a comer. No tiene que ver con que va a dar plata. Me parece raro que hayamos entrado en esa lógica. Si yo no vuelvo a filmar, no pasa nada. Pero para alguien que es de Tucumán y quiere hacer su primera película porque es su sueño, es muy complicado. Se dinamita la posibilidad del sueño ahora.

La cultura aparece como un tema no urgente también...

-Nunca es lo urgente y me parece un error. Lo ponen como un tema menor. Es otro gesto de crueldad decir que solo la comida es lo único que nutre, la gente tiene derecho a un estímulo cultural, a pensarse poéticamente. ¿Solamente vas a tener que vivir para comer y para producir? Yo no creo que todo sea producción.

¿Cómo te encuentra este regreso al teatro con Viento blanco?

-Me pone contento porque hacía un tiempo había dejado de escribir teatro. Me parece un gran actor Mariano Saborido, y trabajar con Vale Lois y Juanse Rausch, me gusta el equipo que se armó. Tengo expectativas de cómo se va a recibir, el teatro tiene un vértigo que los libros no tienen. Ese vivo, uno se pregunta si va a pasar en ese momento, si va a acontecer.

En esta obra vuelve a aparecer lo religioso, como en Un espíritu modesto.

-Sí, acá lo religioso aparece porque el personaje está aislado en un lugar del Sur, y tiene un vínculo con un cura que vuelve de una manera extraña. Reaparece un personaje religioso que él creía tener olvidado. Es un personaje muy solitario y muy aferrado a la religiosidad, y tiene un enamoramiento con ese otro personaje. Hay algo muy erótico con esa otra presencia que llega. La obra trata sobre el vínculo que tiene el protagonista con su madre y con ese otro extranjero que llega para erotizarlo. La obra es super maricona. El protagonista podría ser la ‘loca’ del pueblo. Una cosa es ser marica acá, en Capital, y otra es ser marica en lugares recónditos del país donde se sigue padeciendo. A los maricas se los sigue señalando, matando, es mucho más complicado ahí. Hay lugares de provincias donde todavía es muy difícil que entre lo gay.

 

Viento blanco tiene funciones los domingos a las 20.30hs en Dumont 4040.