"La mayoría de las personas son otras personas,/ sus opiniones de algún otro, sus vidas una mímica,/ sus pasiones, una cita". Oscar Wilde.

Todo comenzó a los nueve años, cuando le robó unas monedas a su abuelo para comprar unos tubos de ensayo y suero porque había visto una película sobre una tarántula con la que habían experimentado y había crecido hasta alcanzar la estatura de un dinosaurio. Le aplicó el suero a un batracio pero enseguida comprobó que no pasaba nada. Uno o dos años más tarde, ya asumida la ficción del cine y el espacio donde podía evadirse de su realidad cotidiana, le robaba a sus tíos mecánicos, que guardaban en un armario, unos pocos pesos para escaparse a los cines de barrio cuya entrada era mínima y daban tres películas.

Nunca supo si sus tíos se daban cuenta, además, utilizaba el dinero que su padre le daba y de ese modo agotaba casi todas las películas que se proyectaban en una semana. El Apolo, el Ambasador, el Nilo, el Bristol, el Belgrano, el San Martín, el Esmeralda y el Sol de Mayo, donde una tarde en una película de cowboys, en la que Audie Murphy era perseguido por los Sioux, un espectador disparó contra la pantalla desatando un jaleo descomunal. Nada impidió que siguiera con la misma costumbre, salvo que, para escapar de la insulsa monotonía cotidiana alternaba el cine con la lectura de los clásicos a la luz de una vela hasta que el sueño lo vencía. Primero fueron Los tigres de la Malasia, pero rápidamente entraron en su vida Don Quijote, Los Karamazov, Héctor, el domador de caballos y Odiseo, Scheherezade y Simbad, Leopoldo Bloom, Macbeth, Antígona y Medea, Edipo e Hipólito, el sr. Verloc y el descendiente de Ts´ui Pén, en el jardín de senderos que se bifurcan… pero nada fue comparable a Zaratustra y la posterior felicidad de descubrir la versatilidad de los diálogos Platónicos. A partir de esos momentos que fueron prolongándose con los años comenzó a tener la sensación, ante una película, que él estaba dentro de las imágenes como si fuese un espectador omnisciente y esa sensación no lo abandonó jamás.

Quizá sea inútil aclarar que absorbido por esas experiencias intentaba construir su realidad y dada sus escasez de recursos solo podría lograr algo con la literatura y con la poesía. El primer intento fue un relato que llamaría Keops y trataba de un ser estelar que comienza un viaje de cincuenta años hacia la tierra, porque su planeta estallará y tiene que averiguar si las condiciones son adecuadas para que su gente se estableciese en la tierra. El personaje tiene poderes telepáticos y se pone en comunicación con un joven egipcio Keops, que ha sido nombrado rey y al que se le presenta, mediante una imagen tele transportada, como su padre de las estrellas. Le sugiere construir una pirámide dejando en el misterio el motivo y a lo largo del viaje le transmite con sabiduría y afecto como conducir a su pueblo. Todas las noches, Keops sale al balcón de su palacio para hablar con su padre celestial, hasta que se produce el encuentro siendo Keops un anciano. En el balcón Keops ve por primera y última vez la ansiada imagen de su padre que es idéntica a la de él y muere. El viajero toma un estado cataléptico, para mandar un mensaje a su planeta que está a punto de estallar, no sin antes ocupar el cuerpo muerto de Keops. Pero un sirviente entra y al descubrir el cuerpo llama al sumo sacerdote, que no tarda en sumir el cuchillo en el cuerpo para sacar el interior y momificarlo. El mensaje se interrumpe y en el planeta condenado comienza la destrucción total del mismo con todos sus habitantes.

Le parecía que semejante historia entroncaba la presencia de un padre, una imagen, una voz interior y una cierta idea que alentaba la metafísica que algunos practican. Por de pronto, la idea de un Dios cuya esencia es la lejanía y ante el cual siempre se está en actitud interrogadora, incluso cuya forma y ausencia puede ser una forma de revelación. Esta idea, estimado lector, muy probablemente le venía por la ausencia de su padre, separado de su madre, a quien esperaba ver con vehemente ansiedad casi todos los días en que lo buscaba para ir al cine o compartir una comida en un bar, o llevarlo a ver un partido de fútbol.

Por lo que sea, muchas veces intentó la ejecución temerosa de semejante historia, pero nunca lo consiguió, así que decidió tomar los párrafos de la literatura o la filosofía que había leído y que más le interesaban para falsearla o modificarla insertándola en una situación generalmente ficticia. Dio por sentado que lo mejor que podía estudiar era filosofía y letras; de esa manera podría suplir su ineficiencia con el conocimiento de las materias que siempre lo fascinaron, pero los acontecimientos propios de su vida contrariaron su deseo hasta el punto de disuadirlo. Finalmente, después de algunas idas y vueltas se recibió de profesor y eligió dar clases en los suburbios de la ciudad. De esa manera seguía fiel a sus orígenes humildes y sobre todo lograba la empatía con alumnos considerados difíciles por su extracción social. Fue una de las mejores elecciones de su vida. Respondía así a una suerte de pregunta secreta que se ocultaba encerrada en los datos de su vida. Le había dado muchas vueltas al asunto y comprendió o creyó comprender que un escritor puede ser un artista, en cambio, él, por ejemplo, estaba destinado a ser un escribiente, que es lo más aproximado a un asceta, es decir, el que pretende de los beneficios que puede brindar la vida, expresar lo que siente ordenando esos sentimientos en una escritura a la que llamó siempre hojarasca, ya que al mundo le es totalmente inútil o indiferente.

Dada su opaca relación con el mundo material, alguien, en una oportunidad, le dijo que era un bicho raro; recordó entonces que uno de sus amigos más cercano, le aseveró: Somos lo que hacemos y eso es un producto de cada singularidad. De hecho, no quería ser como los demás, no quería actuar como los demás obedeciendo a un primer impulso de lo que le dicen o de lo que se les presenta. Recordó que los copistas Bouvard y Pécuchet, al recibir una herencia, se proponen practicar distintas disciplinas en las que fracasan y vuelven a ser copistas. Los recordó porque se sentía un pleonasmo de ellos y por la necesidad de escribir descreyendo de algún don que podría poseer. Entonces decidió tomar el hábito de robarles algunos párrafos a los autores que leía y con ellos coleccionó una considerable cantidad de borradores con párrafos y citas de autores que se mezclaban con algunas ideas que se le ocurrían; como es de prever terminó por no saber cuales le pertenecían. Tampoco se percataba de que esperaba mágicamente, que se le ocurriese un relato memorable, salvo algún sueño que trataba de narrar y que no pasaba de ser poco más que unas imágenes aparentemente inconexas al modo de una criptografía.

 

Una noche, la tormenta que parecía encaramarse en sombras infinitas desveló su percepción con visiones más nítidas que lo sumían en ensueños envueltos unos en otros hasta disolverse en las tinieblas, no sin antes recuperar rostros perdidos que se habían llevado partes de sí mismo, dándole un poder con los que antiguamente adornaba su pasión por la poesía capaz de tender un puente sobre el abismo de la indigencia idiomática. Sin embargo, al despertar, recuperando algunos restos de racionalidad, comprendió que ni el mismo Orfeo había logrado lo que tanto soñaba: Ver el rostro verdadero de quien amaba. Después de todo, se dijo, hay relatos, porque sin ellos la ficción de la vida resulta finalmente insuficiente.