Desde hace por lo menos medio siglo, Argentina atraviesa una situación de conflicto hegemónico. Pero convertir a una nación que cuenta con un nivel intermedio de industrialización y desarrollo en un califato petrolero y agropecuario es una apuesta inédita que no solo revela un alto grado de ideologización de la práctica estatal de la actual administración, sino directamente pérdida de contacto entre el colectivo político que está a cargo del Poder Ejecutivo y la realidad social.
En la práctica, significa pasar de una nación integrada territorialmente y verticalmente con un sector primario, secundario y de servicios en un país segmentado, desindustrializado y fragmentado socialmente. Eso no significa que el actual sistema productivo no tenga desequilibrios regionales ni que su sistema productivo esté perfectamente integrado.
Problemas del modelo actual
El desarrollo humano y económico comparado entre las provincias es casi de 3 a 1 entre el sur patagónico y la Ciudad de Buenos Aires por un lado y las provincias del norte, por otro; con la pampa húmeda más cerca de los primeros y la región de Cuyo en una especie de posición intermedia. Asimismo, existen desequilibrios productivos sobre todo de integración vertical hacia abajo por la escasa y atrasada producción de bienes de capital e insumos críticos que hace que el desarrollo manufacturero termine siendo deficitario en términos de comercio exterior. Tampoco que la relación entre el Estado y sociedad sea la óptima.
Sobre estos puntos críticos es sobre los cuales se montaron, con cada crisis, discursos neoliberales que se pretenden restauradores de un orden macroeconómico y social. Prometen terminar con estas distorsiones a costa de la desintegración del aparato productivo centrado en la acumulación manufacturera y su correlato social, que es la constitución de un bloque hegemónico multiclasista de corte popular que dispute la conducción del Estado.
Pero esta vez es distinto. Se trata de una experiencia de intento de reconversión total de las relaciones sociales del país en el que la renta minera y petrolera sea capitalizada por una alianza encabezada por los principales actores multinacionales en la materia y repartida con las elites locales que ofician de ricos socios subordinados. El modelo extractivista con consumo suntuario y gestión autoritaria que es un esquema social ya probado en países asiáticos y africanos del cual el arquetipo y la caricatura, son los pequeños sultanatos o califatos mediorientales.
Sociedades donde, a diferencia de la Argentina industrializada y urbana, no había experiencia previa de desarrollo y el Estado nacional compartía poder con modelos de organización tribal, convivencia muy bien descripta por el historiador Norbert Elías, que en la etapa siguiente sirvieron de canalización y contención del conflicto social, tipo de agrupamiento del que nuestro país carece.
Las utopías retrospectivas
Todas las experiencias de ultraderecha que alcanzaron posiciones de poder siempre invocan un pasado mítico al cual volver. Desde el imperio Romano Germánico de los nazis alemanes hasta la nación industrializada de post guerra del trumpismo, pasando por la reivindicación de la tradición familia y propiedad de los neofascistas italianos, los movimientos de este corte sueñan con repetir las experiencias supuestamente gloriosas, una suerte de utopía retrospectiva. La actual administración nacional no es la excepción cuando propone volver a la patria agroexportadora supuestamente rica, próspera y tranquila previa a la llegada de Hipólito Yrigoyen al poder.
Más allá de discutir los raros números de PBI per cápita de hace un siglo y otras cifras del estilo - una marca registrada de esta administración - lo cierto es que la ultraderecha sueña con volver a una sociedad de alta desigualdad en la distribución del ingreso, de derechos políticos restringidos, con autoridad concentrada y de fuertes tendencias elitistas centrada, esta vez, en la capitalización de la renta minera, en lugar de la agropecuaria, el califato de marras.
La realidad de Argentina de finales del Siglo XIX distaba de este relato. No es lugar para lecciones de historia pero si es bueno hacer una síntesis de una organización territorial del Estado orientada hacia el mercado externo y la capitalización de la renta agraria con un proyecto de estado hegemónico que organizó el ejército nacional, el control territorial de fronteras y el cobro de impuestos como capacidades coercitivas y la educación pública gratuita, laica y obligatoria, el asentimiento de flujos migratorios, la organización territorial del transporte y la unificación monetaria como sus principales capacidades de construcción de consenso.
Esto, como una necesidad de una clase dominante que se insertaba en el mercado mundial en la división internacional del trabajo típica de la época como exportador de productos primarios, realidad que eclosionó con la crisis del 30 y que dista mucho del actual mercado mundial. Un modelo que tuvo mucha resistencia política y sindical por la ampliación de derechos económicos y políticos en una sociedad caracterizada por una distribución desigual de poderes e ingresos. Basta recordar la Semana Trágica o la Revolución del Parque como hitos de ese período histórico.
Los tres determinantes
Más allá de su verdadero valor histórico, la utopía planteada tiene un valor político como relato de intenciones de la actual administración. Y son las intenciones implícitas que esta política económica esconde bajo el poncho.
El primero de dichos objetivos puede verse en los cambios en la distribución de pesos relativos entre sectores. En medio de una fuerte recesión, el sector primario verifica altas tasas de crecimiento. Este sector agrupa a los valores agregados de los rubros agropecuario, minero, incluyendo el petróleo, y la pesca, segmentos productivos con escaso valor agregado, muy pocos encadenamientos al interior del aparato de producción local y escasa creación de empleo. De ellos, sobresale la extracción de petróleo por su intensidad de capital, su crecimiento constante, su baja capacidad de generación de empleo y sobre todo, por su segmentación territorial que lo diferencia radicalmente de la actividad agropecuaria, que se extiende por todo el territorio y cuyo crecimiento interanual, en este 2024, obedece a la baja base de comparación con un trimestre como el del año pasado, donde asolaron los efectos de la sequía.
El segundo, asociado con el anterior, es el ingreso de la economía argentina a una tendencia mundial que David Harvey describe acertadamente como la economía de desposesión, cuya característica es la acumulación de capital captando rentas de territorios con ventajas de ubicación o recursos naturales, al que se incorporó el de la depredación de los datos personales. Modalidad debida al exceso de capitales que se genera, pero que no puede canalizarse en la tradicional forma de obtención del excedente mediante la producción y circulación de mercancías. Este fenómeno, descripto como la etapa madura del neoliberalismo a nivel mundial, reconfigura tanto a los estados nacionales, despojándolos de sus funciones tradicionales de mediador entre clases, segmentos y estratos sociales, así como a las sociedades, donde porciones muy importantes de la población se quedan sin funciones laborales ni identidades económicas visibles, fácilmente reemplazables por fanatismos de toda índole.
Finalmente, el tercero de los objetivos de este nuevo relato neofascista es la desvalorización de las capacidades blandas de los Estados, es decir de aquellas que construyen consenso en la sociedad, tales como la salud, la protección social, la educación o las obras públicas en el entendimiento, muy radical y equivocado, por cierto, de su inutilidad en esta nueva etapa histórica. Sendero peligroso, dado que rompe el lazo existente entre los diferentes intereses colectivos de la sociedad y el estado nacional, lo que puede conducir a actitudes tales como la desaparición de la moneda o la rebelión fiscal. Esto se ve en fenómenos como el constante recorte de erogaciones estatales en las materias señaladas, la licuación de activos y pasivos financieros, o la errática política de acumulación de reservas aún con saldos comerciales récord.
Todo ello ejecutado por un colectivo político que se constituyó como una alianza entre una fracción del capital concentrado, más ligada a las finanzas y a los recursos naturales, con una parte del bloque popular que no se sentía representada por las instituciones tradicionales del sector. Bloques que, en su conjunto, protagonizaron una disputa hegemónica durante el último medio siglo sin que se impusiera ninguno de los dos con el resultado de un estado nacional paralizado y oscilante en sus políticas económicas.
Los intentos de revertir esta situación de empate hegemónico por parte del bloque de capital concentrado tomó la forma de tres intentos neoliberales: la dictadura genocida, el menemato y el macrismo, que terminaron en sendos y estruendosos fracasos. El programa que con mayor intensidad trató de revertir la situación, el primer kirchnerismo, fiel representante del conglomerado popular, fue muy eficiente en lo atinente a la reparación de las consecuencias del experimento menemista, pero mucho menos en lo atinente a las reformas regulatorias, sobre todo en lo financiero y en lo impositivo, que reviertan esta situación de paridad en el largo plazo.
Este nuevo colectivo liberautoritario carece casi por completo de estrategias y cuadros especializados y formados para la administración estatal, lo que da sustento a la sobreactuación en términos de destrucción de capacidades estatales, pero también a errores de amateur. Introducen cuadros provenientes de empresas en la gestión cotidiana, lo que implica el traslado de conflictos particulares de interés al interior del Estado, desnaturalizando su función de espacio social de conciliación de intereses generales.
Esta combinación de destrucción de capacidades blandas e introducción de intereses particulares es letal para establecer cualquier forma de gobernabilidad y de construcción de vínculos entre estado y sociedad y se expresa en los constantes sobresaltos y demoras que cotidianamente vive la sociedad argentina y la práctica estatal en esta etapa histórica. Lo cual, unido a un proyecto absolutamente disfuncional con la sociedad en la que se pretende implantar, termina invariablemente mal, sobre todo por las previsibles resistencias, no solo en el bloque popular sino en las propias elites.