Creer que eliminando el cepo cambiario se resuelven los problemas económicos argentinos es como pensar que a alguien con insuficiencia respiratoria severa se lo puede curar simplemente quitándole el respirador artificial, sin resolver previamente las causas de esa insuficiencia.

Con el apelativo cepo cambiario se hace referencia a las distintas regulaciones que estableció hace ya varios años la autoridad monetaria, el Banco Central de la República Argentina (BCRA), para restringir el acceso al mercado de cambios. Regulaciones que se endurecen sobre todo en tiempos de inestabilidad económica y financiera (casi siempre), evitando que el aumento de la demanda excesiva de divisas provoque un fuerte incremento de la cotización del dólar o una pérdida importante de reservas, o ambas asimetrías a la vez.

Esas regulaciones hicieron que se desvirtuara hasta el propio nombre oficial del Mercado Único Libre de Cambios (MULC) - que ya no es único ni libre -,  por el cual sólo se transan las operaciones de comercio exterior y algunas pocas operaciones financieras autorizadas previamente por el BCRA y cuya cotización es fijada por la misma autoridad monetaria. Este mercado concentra más de las tres cuartas partes de las operaciones cambiarias y el resto se transa por los mercados financieros alternativos: los bursátiles legales (MEP y CCL) y el denominado “blue” o mercado negro ilegal.

Tres tristes problemas

Vale preguntarse por qué, si la autoridad monetaria controla semejante porción del mercado cambiario total, no puede hacer que el MULC funcione sin restricciones. La respuesta es complicada, pero se puede intentar sintetizarla en tres factores básicos: el saldo siempre negativo del balance de pagos con el resto del mundo; el peso creciente de los servicios de la deuda externa de Argentina; y el excesivo atesoramiento en divisas de los excedentes.

*La restricción eterna

En los nueve años que van de 2015 a 2023 la cuenta corriente de Argentina con el resto del mundo acumuló un déficit de casi 110.000 millones de dólares, que se divide en un superávit ínfimo del balance comercial externo de bienes y servicios (1,4 millones), y un déficit de más de 122.000 millones en la cuenta de Ingreso Primario, por las transferencias netas de ganancias al exterior más los intereses por deuda externa.

Dentro de la balanza comercial, el saldo entre exportaciones e importaciones de bienes físicos fue positivo en ese lapso por 54.000 millones de dólares, pero el de servicios reales (no financieros) fue deficitario en más de 57.000 millones, principalmente por el déficit en transporte y viajes al exterior (especialmente por turismo) que acumuló casi 50.000 millones de dólares de déficit.

El problema es doble porque, si bien en el balance comercial el superávit de bienes compensó en ese período al déficit de servicios reales, fue en gran medida porque el tipo de cambio para el turismo en el exterior fue mucho más elevado como consecuencia del impuesto PAIS, uno de los componentes del cepo cambiario; es obvio que si ese tipo de cambio para viajar al exterior hubiera sido el oficial, el resultado de todo el balance comercial de bienes y servicios hubiera sido muy deficitario y no equilibrado como resultó ser.

El otro problema es estructural y más complejo: la llamada “restricción externa” (¿eterna?) del país que hace que, ante cualquier recuperación del nivel de actividad económica interna, las importaciones crezcan el triple que el aumento del producto interno bruto (PIB), lo que implica que si el PIB aumenta 5 por ciento las importaciones crecen 15 por ciento. 

Las exportaciones, en cambio, son más erráticas, porque no crecen tanto en el corto plazo, y no dependen de la reactivación interna, sino de la demanda externa y, sobre todo, del vaivén de los precios internacionales. De esto resulta que el equilibrio de la cuenta corriente externa sólo se pueda mantener con un dólar más caro para viajar al exterior y con estancamiento productivo o recesión económica interna.

*La deuda eterna

Si el déficit de servicios reales se come casi todo el superávit de la balanza comercial de bienes físicos, no resulta factible que se puedan atender por esta vía los servicios de la deuda externa acumulada, tanto pública como privada.

Según el INDEC, la deuda externa argentina total ascendía a fines de 2023 a 285.000 millones de dólares, lo que representaría el 45 por ciento del PIB al tipo de cambio oficial, pero alrededor del 65 por ciento valuándolo al tipo de cambio de los mercados cambiarios alternativos.

Si Argentina tuviera un riesgo-país bajo (500 puntos básicos o menos), los intereses de esa deuda externa serían en promedio menos del 10 por ciento anual, lo que representaría entre el 4 y 6 por ciento sobre el PIB, según se lo valúe al dólar oficial o los alternativos. Se podría decir entonces que si el PIB creciera con esas tasas se podrían refinanciar los intereses (roll-over) manteniendo la misma relación deuda externa/PIB como señal de solvencia potencial.

Pero no sólo el riesgo-país es casi el triple, sino que el PIB argentino está estancado desde el 2011, con lo cual no nos queda más remedio que pagar los intereses de la deuda externa para no dar más señales de insolvencia a futuro. Eso requeriría mantener un superávit anual en la cuenta corriente externa de más de 25.000 millones de dólares, y no un déficit de casi 10.000 millones tal como sucedió en los últimos nueve años. O, dicho de otra manera, estamos a más de 30.000 millones anuales de distancia para poder inhalar el oxígeno indispensable sin respirador artificial.

* Atesoramiento verde

Como si todo esto fuera poco, aparece el factor cultural que lleva a la sociedad argentina a un descomunal atesoramiento en dólares. Según la Posición de Inversión Internacional que publica el Indec, la tenencia de monedas extranjeras en poder de residentes ascendía a fines de 2023 a 255.000 millones de dólares, de los cuales alrededor de 15.000 millones estaban depositados en bancos, según el BCRA. O sea que alrededor de 240.000 millones están en cajas de seguridad, desvanes, colchones o latas enterradas, lo que representa casi el 85 por ciento de la deuda externa. Nos hemos endeudado con el resto del mundo para atesorar en vez de invertir y crecer.

Para dimensionar el significado de esto hay que tener en cuenta la diferencia crucial entre ahorro y atesoramiento, independientemente del debate sobre la pérdida de la función de reserva de valor del peso. El ahorro es la fuente básica de la inversión productiva y el crecimiento económico cuando se materializa en entidades financieras (bancos o agentes bursátiles) para que esas entidades los canalicen hacia la inversión o el consumo a través del crédito. El atesoramiento, en cambio, es la peor forma de ahorro porque lo que hace es sacar parte de la riqueza acumulada del circuito productivo sin retorno, esterilizando el potencial de crecimiento genuino, se haga en dólares, en pesos o en cualquier otro activo.

Pero lo grave de hacerlo en divisas es que a la esterilización productiva se agrega el otro esfuerzo estéril de obtenerlas vendiendo más de lo que se compra al resto del mundo (menor disponibilidad interna de lo que se produce) o tomando deuda externa que implica el posterior pago de intereses, también en divisas.

Arrancando el respirador

¿Cómo se hace entonces para sacar el cepo cambiario sin resolver antes todas estas restricciones? Hay dos alternativas extremas y varias combinaciones intermedias, con consecuencias tan o más graves que las causas que originaron la situación.

Un extremo sería levantar todas las restricciones para que el MULC vuelva a ser único y libre, con el tipo de cambio oficial actual ajustable a un 2 por ciento mensual. Para atender la avalancha de demanda de dólares a menos de mil pesos por dólar el Banco Central debería tener un volumen de reservas netas no inferior a 50.000 millones de dólares, para perder más de la mitad en menos de un mes. Hoy las reservas netas del BCRA son negativas.

En el otro extremo se podría eliminar el cepo dejando flotar el tipo de cambio para no utilizar reservas, con lo cual el valor del dólar se aproximaría bastante al de los mercados alternativos lo que implicaría una devaluación de no menos del 30 por ciento, con un nuevo impacto de magnitud similar en los precios internos, como ya sucedió en diciembre del 2023.

Con un agravante adicional si el respirador se quiere quitar del todo: habría que eliminar los derechos de exportación, mal llamados retenciones, al sector agropecuario, con lo cual el impacto sobre los precios de alimentos básicos sería mucho mayor que el de la devaluación.

La variante oficial más reciente orientada a eliminar toda fuente de emisión de pesos utilizando las casi nulas reservas de divisas del BCRA para intervenir en los mercados cambiarios alternativos será a costa del aumento del ya elevado riesgo país, además de presagiar una inevitable devaluación posterior con impacto inflacionario.

En conclusión, la obsesión por salir rápido del respirador artificial sin resolver antes las falencias respiratorias de nuestra economía sólo puede presagiar una salida caótica en la que no sólo no se podrá sostener el objetivo desinflacionario, sino que se agravará la expectativa de default con un aumento adicional del riesgo país, siempre en el marco de la profundización de una recesión ya irreversible en el corto y mediano plazo. Por eso, nos guste o no, tendremos que soportar el respirador artificial durante más tiempo, retirándolo de a poco a medida que vayamos resolviendo las causas que lo hacen inevitable.

* Docente de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, Coordinador de la Licenciatura en Economía – @novak_daniel