“La obscenidad y las motocicletas van juntas de la mano. Al menos eso es lo que piensa todo el mundo”. El fotoperiodista escucha las palabras del motoquero y se queda pensando, antes de preguntar las razones. “Supongo que todos necesitan alguien con quien agarrársela. Pero, ¿te imaginás alguien mejor que nosotros?”. El breve intercambio ocurre en cierto momento de El club de los Vándalos, la nueva película del realizador estadounidense Jeff Nichols, una de las voces creativas más interesantes que ha dado el cine de ese país durante los últimos tres lustros. El sexto largometraje del director de Shotgun Stories, Atomentado y Midnight Express transcurre entre mediados de los años 60 y el comienzo de la década siguiente, cuando diferentes bandas de motociclistas recorrían las rutas de los Estados Unidos llevando las banderas de la libertad individual y al mismo tiempo, a los ojos de una parte de la sociedad, las del peligro de la violencia y, sí, también la obscenidad. El cine ya se había hecho eco del reluciente fenómeno en películas como El salvaje (1953), con el icónico papel interpretado por Marlon Brando, y una década más tarde producciones independientes englobadas en el subgénero popular de los biker films llenaba las pantallas sin prestigio de dobles programas, con películas de títulos tan floridos como Hells Angels on Wheels, Wild Rebels y Motorpsycho, amén de la biblia del desencanto rutero americano, Busco mi destino.

El club de los Vándalos, que llegará a las salas de cine el próximo jueves 8, recoge el guante del libro de fotografías de Danny Lyon The Bikeriders (ese es también el título original del film), publicado originalmente en 1968, para recorrer el ascenso, apogeo y caída del grupo de motociclistas The Vandals, una versión ficcionalizada de los auténticos miembros del Outlaws Motorcycle Club, fundado en Illinois en 1935 y que hoy cuenta con más de 3000 miembros desparramados en cuarenta países. Desde la afrenta a las buenas costumbres en tiempos de profundos cambios sociales a la violencia criminal, Nichols reconstruye esa historia a partir de la mirada de la joven esposa de uno de los Vándalos, a su vez registrada por la versión cinematográfica de Lyon. Una historia de amistades masculinas inoxidable, orgullos ídem y pactos y traiciones organizadas alrededor del bronce de los manubrios y el ruido de los caños de escape.

SÚBETE A MI MOTO

“Descubrí el libro de Danny Lyon hace varias décadas, tirado en el piso del cuarto de mi hermano mayor”, declaró el realizador en una entrevista reciente con la revista británica Total Film. “Es la mirada más completa sobre una subcultura que haya visto jamás, y honestamente se siente como una lista de ingredientes o instrucciones para hacer una película”. Relato coral, en el cual múltiples personajes interaccionan a lo largo de casi diez años, El club de los Vándalos tiene sin embargo tres personajes de relevancia mayor. Por un lado, Kathy (Jodie Comer), la chica que una noche que parece igual a cualquier otra conoce casualmente a Benny (Austin Butler, el Elvis de Baz Luhrmann), un miembro de The Vandals joven y atractivo que atrapa la mirada y que parece la antítesis de su novio, a quien abandona al día siguiente antes de subirse nuevamente a esa moto reluciente y ruidosa. Benny es el miembro de menos edad en la pandilla, pero su negativa a quitarse la chaqueta de cuero customizada (los “colores” de la banda) cuando se encuentra recorriendo carreteras en soledad, a riesgo de ser violentado por algún redneck, y la fidelidad para con el grupo lo transforman en un socio activo y respetado. Finalmente, Johnny (Tom Hardy), el veterano líder de la manada, un hombre de familia, camionero de profesión, que sale de casa a juntarse con los muchachos despidiéndose de la esposa con un beso, como si saliera a la rutina diaria de trabajo.

Las idas y vueltas de la historia, los altibajos y mutaciones, tienen su origen en una primera escena que termina congelada en pantalla, con la imagen de Benny a punto de recibir literalmente un palazo en la cabeza. A partir de allí se establece el relato de Jodie desde el prisma narrativo del fotógrafo, con una estructura deudora del cine de Martin Scorsese, particularmente el de Buenos muchachos. En otra entrevista reciente realizada por el sitio web Roger Ebert, Nichols detalló que “al abrir el libro de Lyon pueden verse todas las variantes de la cultura de motociclistas. Los mecánicos, la gente que rearma las motos, pero también esa mujer, Kathy, parada en la bañera. Al leer el texto que acompaña las fotografías, que en más de un sentido romantizan el universo que describen, las palabras completan un punto de vista tridimensional de una subcultura. Las fotos siempre fueron una inspiración para mis películas. En gran medida, Mud fue inspirada por The Last River: Life Along Arkansas’s Lower White, de Turner Browne, otro libro de fotografías. Pero más allá de lo cool que puedan ser las imágenes de Lyon, uno comienza a pensar que se trata de seres interesantes, complejos y también frustrantes. Todo lo que uno puede desear como eje de un estudio de la humanidad”.

NACIDO PARA SER SALVAJE

Un repaso por la filmografía de Jeff Nichols -nacido en Little Rock, Arkansas, en 1978; un realizador que ha logrado mantener la independencia creativa trabajando con presupuestos moderados y un pie en el circuito de festivales de cine- permite advertir rápidamente dos cuestiones que atraviesan todas sus películas: las historias transcurren en el Medio Oeste o en el sur de los Estados Unidos y siempre incluyen a una familia en crisis. En la ópera prima Shotgun Stories (2007), rodada de manera artesanal con algunos pocos cientos de miles de dólares, el enfrentamiento crecientemente violento entre hermanastros amenaza con destruir el ya precario equilibrio familiar. Su siguiente película, Atormentado (2011), protagonizada como la anterior por su actor fetiche Michael Shannon, el aparente desequilibrio psicológico de un padre y esposo obsesionado con la posibilidad de una catástrofe comienza a corroer velozmente el vínculo con su esposa y su hija. En Midnight Express (2016), su film más cercano al mainstream, pero aun así demasiado excéntrico y reposado para formar parte de las filas del gran espectáculo, la escapada de un padre y su hijo, dueño de poderes especiales, de las garras del gobierno y una secta derribaba cualquier posibilidad de disfrute de una vida familiar estable. Algo similar le ocurre a la pareja interracial de Loving (también de 2016), obligada a exiliarse del estado en el cual contraen matrimonio merced a las leyes anti mestizaje todavía imperantes en los segregados años 60. Incluso en Mud (2012) el joven protagonista es testigo de la inminente separación de sus padres, mientras intenta ayudar a un hombre que escapa de la ley para poder reencontrarse con su novia. En más de un sentido, el clan de motoqueros de esta última película ofrece las formas de una familia poco ortodoxa, ensamblada en base al metal y el cuero, y la relación entre Benny y Jodie se ve amenazada constantemente por las correrías de los Vándalos. No es casual que la joven se reúna con el jefe, Johnny, para hacerle saber que la disputa por el amor de Benny es precisamente entre él y ella, entre la devoción amorosa a la pareja y el amor fiel al grupo de caballeros modernos y rodantes.

“Me gustaba la idea de construir un triángulo amoroso”, declaró Nichols en la mencionada entrevista para Total Film, “pero no con dos hombres persiguiendo a la misma mujer, sino un hombre y una mujer persiguiendo al mismo joven. ¿Pero qué pasa si ese muchacho está vacío? ¿Qué pasa si ese joven no está construido para soportar el peso de las ideas que la gente tiene acerca de él, o sus necesidades? Era importante construir ese arquetipo fuerte y silencioso que es Benny y tirar luego un poquito del hilo para ver qué fruto te ofrece. Es algo bastante arduo y doloroso”. 

Más allá de que El club de los Vándalos lo pone en tensión constantemente, hay algo refrescante –en parte, por su cualidad arcaica– en la representación de una idea de masculinidad que hoy parece perimida o en vías de extinción. En cierto momento, durante una convención al aire libre de diversos grupos de motociclistas llegados de todas partes del país, un pequeño malentendido termina a las trompadas. La secuencia parece homenajear a la célebre trifulca irlandesa de El hombre quieto, el clásico de John Ford, y cuando las narices ya chorrean sangre y los magullones comienzan a tomar su color definitivo la pelea se termina, de golpe y sin aviso, y todos terminan compartiendo los six pack de cerveza, regresando al modo picnic previo a la gresca. Las chicas se acercan nuevamente a la ronda y se vuelve a la normalidad. Cerca del final de la proyección, el avance de un grupo de nuevos jóvenes motoqueros en el seno de The Vandals amenaza con destruir precisamente esa violencia “festiva”, reemplazándola por otra más agresiva, destructiva, con un sentido mucho más preciso y, huelga decirlo, interesado en términos económicos. Poco antes, el ataque a Jodie por parte de un trío de recién llegados anticipa el descalabro que se avecina. Nunca es mencionado, pero el eco de la última escena de Busco mi destino (1969) aparece en el horizonte. El trágico epílogo en la gran pantalla que tiene su correlato en la vida real ese mismo año: el desastre durante el recital de los Rolling Stones. Sale Woodstock, entra Alamont.

JEFF NICHOLS EN RODAJE

HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO

“Cuando comencé a filmar traté de contar historias del sur americano, desde el punto de vista de mi lugar de nacimiento, Arkansas. No creo haber plantado una bandera o pensado que soy un autor de la ‘experiencia americana’. Ese término suele aplicarse a cualquier cosa hecha en el centro del país, y las interpretaciones del centro del país hechas desde las costas son siempre interesantes. A menudo, los bordes del país miran desde afuera hacia el centro. Yo me considero alguien que observa desde adentro hacia afuera. Ese es el beneficio de mi punto de vista. No sería lo mismo si filmara mis películas en Nueva York o Los Ángeles. Por otro lado, creo que El club de los Vándalos es la primera película en la cual intenté no tocar la cuestión de la transición familiar. He escrito mucho sobre padres e hijos, y muy conscientemente intenté que la relación entre Benny y Johny no fuera paternofilial. Quería otra cosa, aunque tampoco algo abiertamente sexual. Johnny quiere ser Benny, pero sabe que no puede serlo. Para un hombre maduro, observar a un hombre joven y desear lo que él posee es, en parte, desear la juventud, pero también es oportunidad y libertad. Es el potencial de tener una vida por delante y no detrás. Estoy acercándome a la mediana edad y empiezo a pensar de esa manera. Pero en el fondo se trata de contar una historia sobre una subcultura especial, una porción importante y diferente del mundo”.

 

Michael Shannon vuelve a ser de la partida, aunque esta vez le ha tocado un personaje secundario. Sin embargo, los escasos momentos en los cuales ocupa la pantalla tienen la potencia de lo iconográfico, en particular durante un breve monólogo frente a una fogata en el cual se ponen de relieve muchas de las cuestiones sociales y políticas más urgentes de la época. La guerra de Vietnam, los “derechos” versus los “raros” y, por la evidente ausencia de afroamericanos en las filas de motociclistas, la segregación racial todavía imperante. Y el palazo a Benny que regresa y motoriza el resto de la narración, la mutilación que amenaza con dejarlo sin poder subirse a una moto por el resto de su vida -castración simbólica motoquera-, el liderazgo como herencia, el sacudón de tener por primera vez la oportunidad de dejar las espadas y tomar el azadón. Y la llegada del final de una era, cuando las actividades de índole mafiosa, el narcotráfico y la violencia por encargo comienzan a destruir ese tiempo que, al menos para los protagonistas, fue digno y hermoso. Una idealización, sin duda, que Nichols construye con ladrillos románticos, ciento por ciento cinematográficos, basándose en las fotografías de Lyon, que aparecen finalmente antes de los títulos de cierre. El recordatorio de una realidad concreta y de ese Nuevo Periodismo que asomaba las narices en una sociedad estremecida como nunca antes.