En el siglo XIX, un italiano llamado Miguel Paladino desembarcó en Buenos Aires, a los 23 años de edad, con un oficio y muchos sueños por delante. Antes de pisar tierra bonaerense, fue parte de una de las obras más imponentes a nivel mundial, el canal de Suez.

En 1859 un empresario francés llamado Fernando Lessepes impulsó su construcción con el objetivo de ampliar el comercio internacional. Se trata de un canal artificial navegable situado en Egipto, que une el mar Mediterráneo con en el mar Rojo. Constituye la frontera entre los continentes de África y Asia.

Miguel Paladino tenía 12 años de edad cuando acompañó a su padre, que fue el maestro mayor de obra. Pero no pudo trabajar a la par de los hombres más grandes y fue a parar a la cocina.

El calor sofocante requería de mucho sacrificio de su parte y debía cocinar para un montón de obreros hambrientos, entre nubes de moscas y mosquitos que se trasladaban continuamente. Para colmo no había forma de parar el zumbido con nada. Al principio, al cocinerito no le alcanzaban los brazos para espantarlos y que no cayeran en la comida. Pero al cabo de unos meses el paladar de todos se acostumbró al bicherío.

El “puchero al moscato”, como él solía decir, se había hecho popular. Entre la carne y las verduras, las moscas se colaban de a montones y eran un ingrediente más y no menos importante, por lo inevitable.

El trabajo encomendado a su padre duró poco más de un año. Luego se fueron a buscar otros horizontes y anduvieron por Tierra Santa, luego pasaron muchos años en Francia hasta que en 1878 por aquellos pagos comenzó a rumorearse que, en América del sur, el futuro era venturoso.

En Argentina a medida que el genocidio contra las Primeras Naciones avanzaba, grandes extensiones de tierras quedaban huérfanas esperando ser alambradas hasta donde alcanzara la vista.

Miguel Paladino se vino solo, tenía 23 años. En Buenos Aires el frío húmedo le caló los huesos y lo sufrió hasta su muerte. Su primer trabajo fue en la construcción de la Estación Once. Luego quiso explorar el campo y llegó a Las Flores, donde se armó de coraje y se animó a emprender la primera carbonería.

El veinteañero no encontraba un lugar donde sentirse a gusto. Ansioso de aventuras, se fue a Bolívar y allí, recordando su habilidad culinaria, se puso a fabricar pastas. Se dedicó especialmente a su plato favorito, el macarrón. En esas tierras encontró todo lo que necesitaba, harina de trigo, agua excelente y gallinas buenas ponedoras.

No tuvo en cuenta que en esas llanuras los habitantes no estaban para nada acostumbrados a comer pastas. Los gauchos y los indígenas basaban su dieta en carne asada, charqui y pan al rescoldo. Conoció a los mapuche que habitaban la zona, quienes tenían un plato elaborado, con algo similar llamado Pankuxa (pankutchra), un guiso caldudo con mucha carne y al que le agregaba fiñfiñ, masa refregada cortada en pequeños trozos con la mano. Pero esto de los macarrones era distinto.

Paladino tuvo muy buena relación con sus vecinos, que al principio se mostraron desconfiados, pero después, cuando lo conocieron, terminaron aceptando el nuevo menú de las pampas.

Cuando se cansó de hacer macarrones, consideró que ya había hecho suficiente y decidió levantar campamento, otra vez. Ensilló su caballo, llamó a un buen amigo para que lo acompañara en otra aventura y se marchó.

Los mapuche le habían hablado tanto de Carhué Mapu que dejó todo para ir a ese lugar cuyo verdor era inigualable, esplendente, apto para sembrar y asentarse. Carhué Mapu, Cari/Caru: verde, hue: lugar.

En esos lares, el coronel Levalle en 1877 había batallado en las tolderías de Namuncurá y esas familias habían ido a parar a la isla Martín García. Algunos al horno crematorio, otros como esclavos, las mujeres destinadas a la servidumbre, sus hijitos regalados por la sociedad de beneficencia con la condición de que la nueva familia, blanca y católica, le prohibiera hablar o recordar su origen, y los bautizara con un nuevo nombre y apellido. En fin, había que aclarar el territorio argentino como sea y si se separaba a las familias era mejor, porque de esa forma los indígenas ya no se iban a reproducir.

Algunos hombres prisioneros tuvieron que servir al ejército. Era eso o morir engrillado o fusilado. Así, algunos sobrevivieron, asentados en los alrededores de lo que llamaban Carhué.

Cuando Miguel Paladino escuchó sobre el lugar verdoso, salió con su amigo Barragán, cabalgando 180 kilómetros hasta llegar. Carhué Mapu era lo que él esperaba. Más llanura con un horizonte lejano y un atardecer soñado, un gran médano con un imponente fuerte, su comandancia, una proveeduría y algunos ranchos desvencijados de puro barro, que cada lluvia había que estarlos levantando nuevamente. Y el frío, que él aborrecía, se filtraba por todos lados.

Desde ahí se veían los toldos de los mapuche a lo lejos, que cada tanto se acercaban a trocar sus lanas a cambio de víveres.

En el medio, entre el fuerte y la toldería, Paladino llegó pacíficamente a mostrar su oficio, pero esta vez el de constructor. Inmediatamente levantó hornos de ladrillos y junto con gauchos peleones e indios amigos, levantaron las primeras casas en Carhué Mapu.

El 21 de enero de 1877 el coronel Levalle había fundado el pueblo “Adolfo Alsina”, con un trazado en forma de damero, otorgándole amplios solares a comerciantes, familias y soldadesca. Cuando lo conoció a Paladino le encomendó la construcción de su casa.

Abocado a su tarea, conoció a una mujer pampa que lavaba la ropa de los albañiles y preparaba grandes cantidades de comida. Nunca trascendió el nombre de ella. Con Levalle tenían una hijita muy pequeña y tan hermosa como la madre, de ojos oscuros, vivos y una tez marrón con la nariz pequeña.

Pero Levalle era un hombre de combate, acostumbrado a arreglar las cosas a sablazos y cada tanto la mujer y su hija aparecían golpeadas. Un día que Paladino llegaba con sus herramientas, fue testigo de una paliza que les estaba dando a las dos. Levalle estaba por sacar el facón, pero el italiano, que era un hombre apacible y timidón se rebeló y lo acostó de un garrotazo.

La mujer y su hija huyeron, y Paladino les ofreció refugio en su casa. Los días que siguieron pudo enterarse de otras atrocidades cometidas por el coronel hacia la pequeña, que no sobrevivió por ese motivo.

Pasado el tiempo, Paladino y la mujer pampa formaron una familia y se embarazaron de otra hija. La sangre de dos mundos se hacía realidad. Según la anciana que la asistió llegado el momento, el parto se complicó y la madre falleció ni bien la pequeña vio la luz. Su padre se dedicó a criarla y a enseñarle los valores que debía tener en la vida.

Miguel Paladino, con los años volvió a contraer matrimonio con otra mujer y tuvo seis hijos y muchos nietos. Murió en su lugar verdoso, cerca de los cien años de edad. Hasta los 94 años, con los huesos entumidos del frío húmedo de la llanura, tuvo el recuerdo intacto del caluroso Egipto, el canal de Suez y su puchero al moscato.