Las luchas políticas más relevantes siempre se dan alrededor del tiempo: la jornada máxima de trabajo, la edad jubilatoria, el reconocimiento del trabajo doméstico, el derecho a las vacaciones, el descanso y el ocio. Una utopía del presente podría ser la de incluir, en nuestro tiempo vital, la fiesta y la siesta. Pero, por el contrario, los agentes gubernamentales de la distopía vienen por el arrebato de todo nuestro tiempo. Agitan, ahora, bajar la edad de encarcelamiento y aumentar a 75 años la edad para jubilarse. Pero también dicen que podrían llevar la jornada de trabajo a doce horas y pagar una parte en ticket canasta. Su horizonte es el de las condiciones de servidumbre en los yerbatales narrado por Alfredo Varela y Hugo del Carril en Las aguas bajan turbias, falta que pongan el almacén de ramos generales para que se intercambien los tickets y se aumenten las deudas. Hay más mediaciones, claro, y ahora antes que ese almacén real y el dominio del pulpero --nuestra literatura ha abonado mucho esta narración, recordemos por lo pronto al Martín Fierro--, digo en vez de ese pulpero ahora está el dueño de los envíos, exiliado impositivo en las costas orientales, que seguramente mojará, como otros agentes financieros, en el reino de los papeles seudomonetarios que no vienen con ningún cálculo indemnizatorio ni de seguridad social.

Pero volvamos al tiempo, el de trabajo y el de no trabajo. El asalariado y el que se llamó, en contrapunto, libre, aunque bien sabemos que esa libertad es bastante amasada por coerciones y presiones sociales, por industrias del entretenimiento y formateos de la sensibilidad, y que ni siquiera así de amañadito es accesible para todxs. Porque además del trabajo asalariado o monotributista o en la economía popular, está el otro, el que espera puertas adentro de la casa, el de la crianza, los cuidados, las tareas domésticas, y ese tiempo de trabajo es el que, muchas veces aparece olvidado, ninguneado, puesto bajo la máscara del amor. Las luchas obreras han tenido su razón fundamental en la limitación de la jornada máxima de trabajo. En la revolución mexicana se conformaron Batallones rojos y cuando se discutió, aún bajo el temblor de las balas que surcaban el cielo y plagaban la tierra de cadáveres, la primera Constitución, se fijó en ella la jornada máxima en 8 horas y la protección del trabajo femenino e infantil. El corazón de esa revolución era campesino y en la Constitución se garantizaba el derecho a la propiedad comunal, las tierras ejidales. Otro modo del tiempo, una institución que venía del pasado, que existía antes del despojo colonial y que el campesinado sostenía y defendía.

Cada lucha --cada sujeto que se constituye alrededor de una lucha-- trae una idea del tiempo. Los feminismos pusieron en juego ese segundo tiempo, el del trabajo doméstico, impago y silenciado, tan imprescindible para la reproducción social como feminizada su realización. Llamar trabajo a las tareas domésticas, reconocer su condición fundamental en términos de creación de valor, permite discutir la cuestión jubilatoria: si ese trabajo es impago, no hay aportes por él. No pocos tarambanas, que ni siquiera parecen capaces de gestionar su propia cotidianidad, pueden decir: “mi mamá no trabajaba”.

La definición del tiempo de trabajo está en todas las zonas de la discusión contemporánea. Un político francés de izquierdas dijo, hace un tiempo, que habría que repartir el cansancio para tener, todxs, derecho al descanso, al ocio y al tiempo libre. Porque no se trata sólo del encuadre en relación al trabajo para otrxs, sino también a lo que nos priva de tiempo la exigencia de la necesidad, la obligación de pensar, a cada momento, en la urgencia, en la posibilidad o no de pagar las deudas, en la amenaza del hambre. Esas angustias corroen el tiempo de vida, agitan la existencia de millones que no pueden distanciarse de ese instante vital. También eso es desposesión del tiempo, operado cotidianamente por el capitalismo. No se puede romantizar el hambre ni la necesidad, nada de estetizar el carro de cartones ni la vida a la intemperie, porque hoy no son elección sino obligatoria compulsión de una lógica que acumula cuando excluye y que se solaza en la ampliación de los límites de su crueldad.

Tiempo, tiempo. Todxs necesitamos más tiempo. No alcanzan las horas. Jacques Rancière hizo una investigación hermosa en archivos obreros a la que llamó La noche de los proletarios. Rastreaba qué hacían obreras y obreros fuera de sus horarios laborales, cuando se juntaban en ateneos, centros, bibliotecas, y estudiaban astronomía, hacían arte o poesía. Discute con la idea de que hay quienes están destinados al orden de la necesidad y otrxs al de la creatividad. No se trata sólo de la existencia de esas horas disponibles --la noche-- sino de la elusión del trazo social que reparte e inhibe, separa y condena. Hoy nuestro tiempo no sólo está amenazado de constantes y crecientes apropiaciones, sino que se nos presentan modos establecidos de organizar su estrujamiento y disfrute. Las tecnologías están allí, menos para abrir un tiempo personal diferente, que para subordinarnos a su agitado fluir. Mano que escrollea y ojo retenido, pero también la dispersión de las mil ventanas, la ansiedad de la respuesta que no llega al instante del visto, la conversión del tiempo de cada quien en un pliegue de un entramado general que tiene otros pulsos, no precisamente humanos.

Tiempo, entonces, ya no el del reloj que disciplinó la sociedad entera. Una extrema profundización de la máxima de Benjamín Franklin: el tiempo es oro. El tiempo es crypto, es apuesta on line, es finanzas, es deuda que se acumula, es cadena, obligación. En el fondo de ese tiempo están otras experiencias, también la del tiempo encadenado de por vida de la esclavitud o la servidumbre, porque lo que se juega, cada vez, es si hay una vida que no resulta productiva, rentable, apropiable. La distopía conjuga esa hipercontemporaneidad del tiempo financierizado, webizado, netflixado, con la extensión de la jornada laboral y la postergación de la edad jubilatoria. Lo más viejo siempre puede ser lo más nuevo, una vez más.

Pero nada está exento de combate, de resistencias, de creaciones críticas. Porque somos seres de la duración, la memoria y el porvenir. Nuestra existencia es también la de las huellas de los momentos de felicidad y de dolor, de los instantes donde nos descubrimos hechos y hacedores de otras temporalidades --singulares, amorosas, colectivas, dolientes, silenciosas, festivas--. En esas huellas y en la desesperada constatación de que nos merecemos otras vidas, en la urdimbre entre deseos y memorias, daremos las batallas del tiempo, en este tiempo y por nuestro tiempo.