Rápido

Vivaldi, en Santa María della Pietà, durante el Carnaval de 1725: “junto al fuego alegres y tranquilos días, fuera empapa la lluvia el mundo”. Herzog, entre noviembre y diciembre de 1974, cruzando a pie desde Berlín a París para darle tiempo de vida a su amiga enferma. Por acá: olor a querosene, humo, ojos recién abiertos, la textura de la lana sobre la piel, los pies húmedos, el motor que no arranca en la oscuridad de la mañana. El tiempo de la infancia paradójicamente suspendido y, a la vez, efímero, se escurre como agua entre los dedos.

La nieve irreal, barro y niebla, una segunda marca de la nieve.

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Vivaldi ensaya con sus violines rápidos el movimiento inicial, en allegro. ¿Hay alegría en el invierno? El viento corta la cara, se opone a los pasos duros del caminante. Calado y empapado, Herzog no quiere cruzarse con nadie para evitar mirarlo a la cara. Todo es sombrío y gélido: el sueño, el Sueño, la introspección del chico que espera el timbre del recreo, el de la salida, una sopa caliente, un chocolate; más tarde, un cigarrillo negro, el calor del cuerpo a cuerpo en la intimidad de estudiantes que sueñan nuevos mundos. Y un tanguito, porque en el tango siempre hace mucho frío.

Lento

Interpolación: en este movimiento entra Astor Piazolla. 1970: “Invierno Porteño.” Los inviernos, en esta parte del mundo, no son tan espléndidos, literariamente hablando. Les falta justamente el brillo de la nieve, su sonámbula belleza blanca. No contamos entre nosotros a un Robert Lowell que escriba: “En defensa del Invierno” o a un Baudelaire que nos asegure que es la estación de la felicidad, en la medida que se puede tomar mucho té.

La alabanza del invierno con alusión a una poética del paisaje o de una ciudad, pero sin las condiciones concretas (materiales) del goce, desde el abrigo a la bebida, corre el peligro de convertirse en “un rasgo de distinción del intelectual acomodado”, como dice Bernd Brunner. (También nos entera Brunner que la frase “pasar el invierno”, de nefastas resonancias en la historia argentina, forma parte de la filología del término en alemán. Desde antiguo implica -para las plantas, los animales y el hombre- “salir ilesos del frio.”)

Así, sin una prosapia invernal, despojado de toda forma de la melancolía- el frío, como todo, se descubre verdaderamente en la infancia- a un ritmo más grave, sin tantos allegros y violines, con notas más severas de bandoneón, nos topamos con Arlt.

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Roberto Arlt escribe: “Días de Neblina”, una aguafuerte más de las publicadas en el diario El Mundo, ésta, en el mes de junio de 1930. Como hijo de inmigrantes prusianos, Arlt confiesa tener la nostalgia de dos metros de nieve y de la vida de atorrantismo (léase “no hacer nada”) que lleva la gente sitiada por el invierno. Pero él anda, camina por la ciudad, es testigo privilegiado no solo del frío y de la niebla -propiedad de la ciudad portuaria- sino de un estado de cosas que bulle en una presión desaforada y sórdida, y ve, desde la calle, a los otros, los que están del lado de adentro, espiados a través de los visillos.

“Son almas muy buenas y muy egoístas al mismo tiempo, que dicen: ¡Qué frío hace! mientras le dan dos vueltas de llave a la cerradura de la calle”- apunta Arlt.

Ese hombre que describe sus sensaciones en un día de neblina en Buenos Aires, acaba de publicar una novela rara, hecha de angustias, broncas y conspiraciones, la misma conspiración que anda por el aire helado y húmedo de Buenos Aires en el mes de junio de 1930. Mientras camina, se hace preguntas. Incómodas, existenciales. Por el sentido de la vida y de la muerte, unos cuantos años antes de que los existencialistas franceses divulguen esta corriente en los cafés parisinos, en una ciudad donde abunda la nieve.

Sumido en una intemperie absoluta, que ni siquiera tiene un lugar a donde ir en la ciudad, llega la pregunta: ¿vale la pena el trabajo de vivir? De vivir así, es decir entre un afuera y un adentro, donde la intemperie es el territorio de los marginales y los ignorados, de los anónimos, los que tienen menos confianza en la vida que en la muerte.

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Demoremos un poco más este movimiento, esta vieja escena del invierno. Tengamos la valentía de ser el hombre que está del lado de afuera, y también un poco el que se guarece entre pequeñas comodidades hogareñas. Miremos a los que están afuera hoy. No perdamos de vista ni por un segundo que este invierno al ser “parecido a los de antes”, no solo implica la intensidad de sus noches frías, sino que abarca también un conjunto de condiciones que afectan a cada vez más personas en “situación de calle”. Y que, según dicen los entendidos, es una cantidad significativa, la más alta desde que se iniciaron los relevamientos censales.

Acá se acaba el segundo movimiento de esta pieza. Se pone fin a la música, se torna incómoda cualquier belleza, se merodea la página en blanco y el silencio. Y, por consiguiente, cesa también- un poco a pesar de quien esto escribe- la Literatura.

Rápido

Monóxido de carbono, chapas quemadas, la Catedral de Buenos Aires convertida en improvisado comedor, el olor pesado de las piezas, las ollas vacías de los guisos, el desértico paisaje de la calle, cualquiera de estas noches.

Más gente en los portales, en un indivisible zaguán medio gótico de la esquina de Balcarce y Córdoba, dos hombres grandes enfundados en todo lo que pueden, sus colchones bajo una porción efímera de techo, las miradas perdidas.

Nadie quiere mirarse a la cara, igual que Herzog en su periplo…

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La nieve ausente, irreal, la que cayó en el Setenta y Tres, como recuerdo infantil, junto a la voz de mi abuela que me llamaba al patio para mirar el fenómeno. Los años se van rápido, rápido. Como el invierno.